Por David Noria
El viernes 18 de octubre a las 18 horas se abrieron las puertas de la gran sala de sesiones de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras. Afuera hemos dejado las brumas perpetuas de París. Estatuas en mármol de Racine y Molière, retratos de Rousseau, D’Alembert y Fénelon presiden la estancia decorada en terciopelo verde, mobiliario muy siglo XVIII y puntal altísimo como para que circulen las ideas. Se trata de una estancia ovalada que recuerda al senado romano, con un estrado al frente a donde ya sube, con una mezcla particular de amenidad y autoridad, Nicolas Grimal, secretario perpetuo de la Academia e hijo de Pierre Grimal, el célebre latinista. La ocasión es la entrega del Premio de Historia de las Religiones a Serge Gruzinski (Tourcoing, Francia, 1949) por su libro Cuando los indios hablaban latín (Fayard, 2023). Frente al autor condecorado toma su lugar la princesa Martine Bernheim de Orsini, mecenas del premio. A la familia Orsini, que se remonta por lo menos a los días de Castiglione, los Gonzaga y Rafael, solo nos la habíamos cruzado en las páginas de historia.
El señor Grimal presentó la semblanza de Gruzinski y ofreció un panorama sintético del libro ganador. “¿Pero es solamente una obra la que coronamos? No, es una carrera completa”. La princesa hizo entrega del premio y, una vez en el estrado, Gruzinski dio comienzo a su sorprendente discurso: “Ingentes gratias agere possum. Este agradecimiento pronunciado por el latinista indígena Martínez de la Cruz en 1552, lo dirijo ahora a la Academia”. A lo largo de aquella velada parisina la imagen de México como un foco del Renacimiento y punto nodal de la primera globalización fue llenando las mentes de los sabios franceses, cuyas miradas se perdían en raras y sin duda inesperadas ensoñaciones. Al fondo sonreía Dominique Michelet, académico, principal arqueólogo del mundo maya y promotor de la candidatura de Serge Gruzinski.
Dos días después, Serge nos ofrece una entrevista en el Café Select de Montparnasse, lugar de encuentro de los surrealistas hace cien años. Hablará en español, como pudiera hacerlo en portugués o italiano. Es un otoño suave y la gente ha venido a rencontrarse después de varios meses para contarse su verano.
En tu obra nos damos cuenta de que lejos de la visión corriente de la historia de México, no fue precisamente España la que llegó en el siglo XVI, sino que había todo un contingente de misioneros que venían de Flandes y Países Bajos. Esto tiene que ver con que se trata en realidad del Sacro Imperio Romano Germánico bajo Carlos V. En este contexto en que las relaciones diplomáticas entre México y España están tensas, una visión como esta, más compleja, sin duda más certera, puede ayudar a desapasionar esos debates y regresar a una visión más planetaria y global de la historia. ¿Qué podrías decirnos de esa participación del norte de Europa en la conquista y colonización de México?
Por una parte, se trata de calmar el juego, pero también diría que no se trata de responsabilizar a España. Más bien de responsabilizar a una gran parte de Europa, de entender que nosotros los europeos, a través de los españoles o portugueses, tuvimos un papel, una implicación, una responsabilidad gigantesca en el proceso de colonización del Nuevo Mundo y de otras partes del globo. Diría más bien que es una manera no de negar la colonización, sino de repensarla y hacer de la colonización algo que tenga también un sentido para la gente fuera de España. De hecho, el siglo XVI no es el siglo de las naciones, el siglo de las naciones es el siglo XIX. Es un siglo de reinos con fronteras porosas, permeables, con infinitas circulaciones; es un mundo sin pasaportes, sin tarjeta de identidad y por eso encontramos en México, pero también en Perú o en Ecuador, que los creadores de la pintura indígena son también flamencos. La zona de Países Bajos, de Flandes, es importante. Italia es fundamental. ¿Por qué? Porque el reino de Nápoles es parte del imperio, porque Milán es otra fortaleza del imperio, porque Génova es el banco de la monarquía católica. No para los españoles, sino para nosotros los europeos, es importante saber que nuestra historia de la colonización del mundo no empieza en el siglo XIX o en el siglo XVIII, sino que participamos ya desde el siglo XV y el siglo XVI. Y cuando hablamos de Italia no debemos olvidar la Santa Sede, que actuó desde el siglo XV, es decir, cómo los papas actuaron como los notarios —para mí es una expresión importante—, los escribanos de la mundialización.
Háblanos un poco de Flandes en el siglo XVI. ¿Qué era la “devoción moderna”? ¿Qué era la polifonía? ¿Qué representa Pedro de Gante?
En el siglo XVI, Flandes es la modernidad europea. Por modernidad entiendo la zona económica más próspera del continente europeo. Ya hay una proto-industria, muchísimas ciudades, y eso se refleja sobre todo en la vida intelectual, artística; por ejemplo, la pintura flamenca, lo que llamamos los “primitivos flamencos”, que conforma, con la pintura italiana, las vanguardias artísticas de la época.
¿Qué quiere decir “devoción moderna”? Quiere decir la reforma del catolicismo antes de Lutero. Antes de la crisis del siglo XVI, ya hay grupos, muchos legos, que tratan de cambiar la práctica religiosa, de buscar más espiritualidad, y esta dimensión no podemos disociarla de la dimensión pedagógica, o sea, la educación moderna, la pedagogía de su tiempo que —Michel Foucault lo explicó muy bien— nace en el siglo XV en los Países Bajos. La suerte de la Nueva España, la suerte de esta América española, es que recibió como conquistadores, misioneros, evangelizadores, a los portadores de esta modernidad de Europa, lo que explica a la vez el carácter moderno, terriblemente irresistible de la colonización, y la dificultad para los indígenas de este continente de resistir a lo que era lo más agresivo, lo más moderno de Occidente, y esta ola que he llamado la occidentalización.
En tu último libro, Cuando los indios hablaban latín, que aparecerá en el Fondo de Cultura Económica, dedicas un capítulo a los tres primeros indígenas que fueron evangelizados y cada uno representa una actitud diferente ante ese momento histórico. El primero acepta la doctrina, acepta las nuevas prácticas. El segundo, por el contrario, conspira secretamente para guardar sus dioses, sus ritos, su lengua; no acepta el nuevo orden y quiere verlo caer. El tercero quiere contentar a todos, lo que después se conocerá como una actitud ladina. ¿Hasta qué punto estos tres personajes documentados, reales, históricos, conforman de algún modo arquetipos de esa naciente nación novohispana?
Cuando escogí a los tres indígenas, a los tres señores, porque son todos caciques, buscaba figuras que representaban opciones distintas y simultáneas. Pero tal vez más importante que eso es que quería dar una cara, un nombre, un apellido, a esta gente. Cuando pensamos en indígenas, en indios, pensamos en “pensamiento salvaje”, pero rara vez somos capaces de pensar en términos de seres históricos, precisos, y sé muy bien que eso es peligroso, porque un Antonio Valeriano, un Pablo Nazareo de Xaltocan, se representan nada más a sí mismos. La singularidad de estas figuras es para mí muy interesante y sobre todo para presentar al lector unos interlocutores. ¿Por qué los españoles únicamente tienen nombres? ¿Por qué son únicamente los profesores de la universidad los que son considerados como intelectuales? ¿Por qué no podemos aceptar que esta gente pensaba, y no únicamente pertenecía a un mundo folclórico o mitológico? El problema es que cuando te acercas a esas figuras te das cuenta de que esta gente tiene una cultura muy superior a la cultura de muchísimos de los mexicanos de hoy en día… y de los europeos. No solo son intelectuales, son gente cultísima, y tal vez dotados de una cultura que ya no dominamos, que estamos perdiendo. Se trata de una interlocución, un face to face, que puede ser desagradable, porque estamos frente a gente que sabe hacer cosas en latín, componer versos, escribir, hablar.
Hace setenta años León Portilla hizo un trabajo magnífico sobre el pensamiento náhuatl, pero hay que salir de ese tipo de retórica para enfrentar a seres que existen, no como los autores ficticios de los Cantares mexicanos, sino seres sobre los cuales un historiador tiene una información a través de las fuentes coloniales para ubicar su posición política, su posición dinástica, el lugar donde vivía, qué tipo de latín hablaba, qué tipo de textos produjo. Tratarlos como se puede tratar a Sigüenza y Góngora o a Sor Juana Inés de la Cruz.
Después de cinco décadas de estudiar a México, ¿qué te interesa en este momento? Sabemos que desde hace varios años trabajas sobre y en Brasil.
Me interesa el fenómeno que podemos llamar la digitalización del mundo. O sea, que el mundo que he conocido, que he tratado de aprender, la escritura, los libros, las bibliotecas, está desapareciendo del papel. Estamos entrando en otro mundo, y no digo que sea peor o mejor, nada más que estoy observando, antes de mi muerte, este paso de un mundo a otro. Como historiador, me fascina ver cómo podemos perder las técnicas de comunicación, de registro del mundo, entrar en otro tipo de tecnología, y las consecuencias que eso provoca. Si trabajo en Brasil es porque países como los países latinoamericanos, Brasil en particular, no solo están siguiendo el modelo occidental, sino anticipan este modelo. Un desafío es entender por qué las cosas desaparecen, por qué otras cosas aparecen, y cuáles son las consecuencias intelectuales, culturales. Ese es el meollo, el eje fundamental. Es la última pregunta que me estoy haciendo antes de irme.
Acabas de recibir el Premio de Historia de las Religiones de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras en París. ¿Cuál es la pertinencia para Francia de tu reflexión? Y, más en general, para Europa.
Es una pregunta a la que no puedo responder. Te puedo hablar un poquito de la Academia. La Academia de Inscripciones y Bellas Letras es un lugar de arqueólogos, epigrafistas y filólogos. Es la historia con H mayúscula del siglo XIX. Positivista, súper seria, súper científica, aquí en Francia es el objetivo final. ¿Por qué? Porque los académicos son inmortales y cada uno de nosotros quiere la inmortalidad. La única manera de volverse inmortal en Francia es entrando a la Academia Francesa o a la Academia de Inscripciones y Bellas Letras o a la Academia de las Artes o a la Academia de las Ciencias.
Intenté recordar en mi libro la implicación de todas estas partes de Europa en esta historia. Estudio en particular una obra fabulosa que se llama Psalmodia Christiana, que es bien conocida por los especialistas del náhuatl y del mundo del siglo XVI. El tipo que la imprimió fue un francés de Rouen. Me interesa porque era un joven que no podía ganarse la vida. Salió de Rouen cuando tenía 15 años y se fue a Sevilla. Dieciocho meses después cruza el Atlántico y va para México. Pasa tiempo comerciando, vendiendo, comprando entre Veracruz y Zacatecas. Finalmente, se casa con la hija del primer impresor de la Ciudad de México y se vuelve uno, si no el más importante productor de libros. Y para mí es importante explicar que la máquina de Gutenberg está en las Américas, y que produce textos en lenguas que nunca habían sido impresas: el náhuatl, el zapoteco, el mixteco… O sea, hay a la vez un momento de exportación, de colonización, de dependencia tecnológica porque México no tenía imprenta. Pero ¿qué se hace con eso? Se crean libros de lenguas que nunca habían circulado en el planeta. Y eso es asombroso y gracias a este pobre tipo que nadie conocía y que no estudió tipografía, ni letras, ni latín y se vuelve la persona que publica textos extraordinarios en náhuatl, pero también textos jurídicos y políticos para el virreinato. Su nombre: Pierre de Ochart, Pedro Ocharte. Se transforma en un intelectual. Entra en este mundo como los caciques latinistas. Los caciques que eran gente exótica, con plumas y todo eso.
¿Algún mensaje para México?
Tengo siempre la impresión de haber escrito libros que los mexicanos, mis colegas, hubieran podido escribir. De otra manera, por supuesto, pero ¿por qué no escribir sobre la relación entre México y China? ¿Por qué no escribir sobre la mundialización ibérica? ¿Por qué no escribir sobre la importancia de las imágenes? No solo con una visión estética. Sobre la Virgen de Guadalupe se ha escrito desde la historia del arte, pero las imágenes en México no son puramente arte, son poder político. El libro que publicó Andrew Laird, Aztec Latin, debería ser publicado en México por mexicanos, porque tienen los centros de estudios filológicos, tienen el conocimiento, la estima.