Por Efrén Vázquez
Aunque aparento ser de corazón endurecido, soy demasiado sensible. De niño se me educó a reprimir mis emociones y a esconder mis sentimientos. En mis recuerdos más lejanos, todavía aparece la endurecida imagen de mi padre quien, cuando por algún motivo emerge el llanto o se asoma una lágrima, me sigue diciendo: “No chilles, los machos no lloran, nomás pujan”.
Esta temprana prohibición determinó que en algunos momentos de mi vida, bajo ciertas situaciones de nostalgia, tristeza, profunda alegría, dolor, impotencia, frustración, empatía, etcétera, trate inútilmente de reprimir que el llanto emerja o que una lágrima se asome a mis ojos.
Uno de esos momentos aconteció en el verano de 1995 en España. Fue, específicamente, un domingo de excursión por los 11 pueblos más bellos de la costa de Vizcaya. La siguiente es la historia, una historia de mi vida que me sigue persiguiendo.
Ese día caminaba absorto por las calles de Mundaka, un pequeño pueblo pesquero del Cantábrico. De repente, las notas de una canción ranchera interpretada por el desaparecido Antonio Aguilar, que nunca me había llamado la atención, me hicieron olvidar que desde hacía siete semanas me encontraba muy lejos de mi país y seres queridos: “Caballo de patas blancas/ con herraduras de acero/ hoy vas a brincar las trancas/ antes que salga el lucero/ y vas a llevar en ancas/ a la mujer que yo quiero”.
Las notas de esa canción me hicieron sentir como si estuviera caminando en la plaza de un pueblo polvoriento del norte de Nuevo León. Al recordar que me encontraba en la tierra que vio nacer a Miguel de Unamuno, sentí un vacío en el estómago. De inmediato dirigí la mirada hacia la inmensidad del Cantábrico.