Historia de corsarios en el Mediterráneo griego, con hombres de mar al margen de la ley en un escenario cuyas inmediaciones son como un tablero de ajedrez en el que se mueven piezas que contienen intrigas y azares, La isla de la mujer dormida (Alfaguara), la nueva novela del escritor español Arturo Pérez-Reverte, es una narración que en muchos sentidos le ha acompañado durante toda su vida.
Como él mismo explica en entrevista con Laberinto, desde que empezó a escribir siempre quiso contar una historia de piratas pensando en ese lector joven que fue. De modo que esa novela fue madurando sin darse cuenta, adueñándose de su territorio, hasta que un día se le ocurrió al fin escribirla y pensó que mejor que una novela de piratas era hacerla sobre corsarios; es decir, piratas con patente de corso, piratas que tienen la bendición de un gobierno o un Estado y tienen unas reglas. Y mientras navegaba por el Mar Egeo, imaginó una isla que fuera al mismo tiempo lugar de prisioneros y exiliados, una isla a orillas del Mar Negro con 3 mil años de antigüedad, que atrapara a sus personajes como atrapó al poeta Ovidio cuando estuvo desterrado por el emperador Augusto, “el viejo mar atrapándolos en siglos de espuma y esmeralda”.
“Pensé que sería un buen lugar”, dice Pérez-Reverte, “porque por ahí pasaban los barcos rusos que llevaban armas y material para la República española durante la Guerra Civil. Así que elegí ese momento histórico, 1937, como escenario y como telón de fondo, pensando en una operación como la que describo en la novela, de la que por otra parte no había ningún registro, así que tuve que inventármela y planificarla como si hubiera sido el jefe del Estado Mayor que debía dirigirla de forma casi militar”.
Para ello, el escritor se documentó, leyó, viajó, estudió cartas náuticas, los tipos de barcos que surcaban esas aguas, habló con gente y comenzó a construir La isla de la mujer dormida, con el Kuomitang rechazando colaborar con los comunistas, Birmania escindiéndose de la India, Egipto siendo admitido por la Sociedad de Naciones y Europa confirmando las purgas de Stalin mientras Hitler y Mussolini sostenían a Franco y los suyos.
¿Por qué eligió ese momento histórico y no otro?
Como novelista, la Guerra Civil no me interesa ideológicamente, sino narrativamente. Conozco bien esa época. Además, cuando escribí El tango de la guardia vieja, que transcurre en los años veinte y treinta, la época me gustó, me moví muy a gusto con el material que había estudiado, la moda, las costumbres, el final de un mundo y el umbral de otro que aún no ha empezaba. Me sentía tan a gusto que seguí utilizando esa época para las novelas de Falcó.
En ese sentido, usted siempre ha afirmado que no utiliza la novela para dar lecciones de historia.
Vivimos un tiempo en el que se exige que uno tome una posición, que se sitúe en una línea, bien o mal, a favor o en contra, y la vida no es eso. Con la edad, he descubierto que tengo muchas menos certezas, cosa que no pensaba cuando era joven. Estoy a punto de cumplir 73 años y tengo más incertidumbres que certezas. Y me gusta. Me gusta ver que el mundo es un lugar ambiguo donde el bien y el mal, el blanco y el negro, el rojo y el azul, son relativos, que todo es cambiante y no hay fronteras claras sino más bien líneas difusas. Creo que pensar así es mucho más fértil, porque cuando uno tiene certezas, cuando uno tiene claro el bien y el mal, su vida se vuelve muy aburrida y monótona, y puede caer en el fanatismo, y el fanatismo significa la Inquisición, y luego el exterminio del adversario. Así que no me gusta el camino al que llevan las certezas y las fes con mayúsculas. En ese sentido, la ambigüedad es saludable. Por supuesto, tengo mis ideas, sé dónde estoy. No soy equidistante, soy ecuánime, que es distinto. Acepto que puedo estar equivocado y que mi enemigo puede tener razón algunas veces. Creo que esto es saludable: reconocer virtudes en el adversario y defectos en el bando propio. Creo que es muy higiénico y saludable, aunque eso ocurre muy poco hoy en día. Así que soy un novelista orgulloso de sus incertidumbres.
Uno de los personajes de su novela dice precisamente: “Quien crea que esto se hace por una causa o una fe no tiene la menor idea”.
Mis personajes nunca matan o mueren o sufren o pelean por una causa o una fe. Pelean porque las circunstancias los llevan a pelear. Desde Alatriste hasta Revolución, incluso en Territorio Comanche o en El pintor de batallas, es así. Y en el caso de La isla de la mujer dormida hay un personaje muy revertiano: el marino Miguel Jordán, un tipo que cuando mata y hunde barcos no sufre porque mate seres humanos. Para él, matar, morir, hecho como está a una vida dura y áspera, forma parte de la existencia, pero lo que le conmueve es que está matando a compañeros de profesión, a hermanos de oficio. Esa es su tragedia, su contradicción. Es gente de mar en una época en la que el mar era muy hostil porque no había teléfonos móviles ni toda la parafernalia que existe hoy. Admiro a esos marinos justamente por su estoicismo. Y este personaje es uno de esos marinos.
Hay otros dos personajes magníficos en esta novela: el barón Katelios y Lena, su mujer, quienes protagonizan una serie de episodios de la novela realmente fascinantes. Háblenos de ellos.
Él es un hombre que ha perdido la fe en el mundo, un hombre que pertenece al siglo XIX y que ve cómo su mundo se hunde y desaparece. Y eso le da una fría lucidez, un importante egoísmo intelectual. Ahí entra ella. Él se casó con una mujer hermosa, una antigua modelo rusa, sin amarla porque era la mujer trofeo que le permitía brillar en sociedad. No la amaba y ella sí. Lo que pasa es que con la convivencia él ha empezado a amarla y ella ha dejado de amarlo. Y ahí viene el conflicto, un conflicto permanente, porque ella ve que él es un héroe con pies de barro y viene la decepción, la amargura y, a veces, el rencor. La mujer puede hacer dos cosas: o marcharse o vengarse y quitarle todo. Y aquí aparece el tipo de mujer de mis novelas, mujeres que luchan en un mundo de hombres contra los hombres y se vengan de ellos. El problema es que en este caso, a diferencia de las mujeres del resto de mis novelas, se trata de una mujer derrotada, quien ya no tiene siquiera a dónde ir, no tiene retaguardia ni esperanza. Esa mujer en esa isla que es una prisión simbólica no tiene salida y su único recurso es vengarse del hombre que la llevó allí. ¿Y cómo lo hace?: utilizando el sexo como venganza intelectual. No le permite tocarla pero le cuenta sus amores con otros hombres, hasta que aparece Jordán y se forma un triángulo turbio y desesperado que me interesaba para abordar ese lado oscuro de la mujer y su relación con los hombres.
Por otra parte, en la novela se habla también de la obtención de rasgos universales a partir del análisis de numerosos hijos de puta, una reflexión de corte aristotélico.
Quien me conoce, sabe que no soy un hombre que tenga gran fe en la humanidad. Creo que la humanidad está llena de causas hermosas que el ser humano estropea. Ha ocurrido siempre. Palabras que en su momento fueron esperanza para la gente, como comunismo, socialismo, nacional-socialismo, anarquismo, fascismo, y que en la época de mi novela aún había gente decente que creía en ellas, no habían mostrado aún su lado oscuro. Era una época que, en relación a esas palabras, era inocente, y eso es muy interesante. Esa época me interesa porque aún eran posibles los sueños y proyectos, que después la vida demostró que eran horribles. El problema es que el mundo actual ya no tiene esperanzas; sabemos que todo proyecto hermoso termina pervertido por la sucia condición humana. Paradójicamente, el progreso nos ha quitado la esperanza. Ahora los lúcidos tenemos menos fe porque sabemos que todas las empresas hermosas terminan en números ridículos o trágicos.
En otro momento, escribe: “Tenía la sensación de que abandonaba un pasado ajeno para penetrar en un presente propio”. ¿Revela esto algo del escritor, del propio Arturo Pérez-Reverte frente a la escritura de sus novelas?
Es un error buscar al autor detrás de sus novelas, porque la novela es un artefacto de ficción y, evidentemente, el autor puede poner gotas suyas, pero una vez que está metido en una novela ya no hay verdad, sino literatura, y se aleja de uno, que puede manipular y hacer trampas con ello sin ser responsable. Sin embargo, es verdad que al escribir una novela también reflexiono sobre mí sin darme cuenta. Tengo una edad y he leído mucho y eso me da una manera determinada de ver el mundo. Así que cada novela es una manera de mirar hacia atrás, ordenar ese mundo y descubrir cosas que no había descubierto. Digamos que hay una utilidad secundaria que me obliga durante año y medio a reflexionar sobre cosas que me interesan narrativamente pero que al final también forman parte de mí mismo. Hay una frase mía de una novela que dice: “El cazador siempre queda marcado por el tipo de caza que persigue”. Eso es verdad. Si bien hay un distanciamiento y nada de lo que se dice en una novela mía puedo suscribirlo con mi firma, es cierto que todo tiene que ver conmigo y eso me hace evolucionar y moverme. No soy el mismo después de escribir una novela, e incluso mis novelas han cambiado. Mi territorio es el mismo, pero la manera de contar, los problemas que se plantean y la manera de resolverlos han ido evolucionando con mi edad y con el mundo en el que vivo. Por eso me siento un escritor vivo. Lo malo es cuando un escritor se limita a repetir la misma fórmula. Así que mientras tenga esa actitud de vigilia activa seguiré vivo como escritor.
Otra frase de la novela sobre la que vale la pena reflexionar es cuando apunta que “Es raro que las palabras mejoren el mundo. Lo más común es que lo empeoren”.
Durante toda mi vida creí que el verbo, la palabra, mejoraba el mundo. Creía que las palabras eran buenas porque ayudaban al ser humano a mejorar, a entenderse. Pero con la edad he comprendido que hay más palabras que hacen daño en el mundo que palabras que lo benefician. Yo he visto utilizar palabras de forma noble, pero también infame. Y en el mundo actual hay tantas palabras circulando, tanto ruido, tanta demagogia, tanto apropiarse de palabras con fines bastardos, que las palabras se han vuelto muy sospechosas.
¿Podemos decir que es usted un narrador de aventuras?
Hay una frase de Joseph Conrad que dice: “Creía que la aventura era la vida”. Cuando salí al mundo con una mochila a vivir aventuras, pensaba que la aventura era algo que había que perseguir. Y luego me di cuenta de que la aventura no es algo a lo que vas, sino una forma de vivir. He vivido una aventura muy interesante toda mi vida, una aventura que ha tenido guerras, viajes, amor, odios, violencia, soledad. Pero a mí no me gusta la palabra aventurero porque creo que la aventura se encuentra. Mis personajes no buscan la aventura, la encuentran; es gente cuya vida los pone ante situaciones ante las cuales tienen que actuar de una forma determinada, y eso es para mí la aventura. La aventura es una persona normal a quien la vida pone en una situación en la que debe recurrir a su talento, su valor, su coraje, su dignidad, para sobrevivir o para ayudar a sobrevivir a la gente que ama. Esa es la aventura que me interesa. Yo cuento historias y todo ese tipo de azares y peligros, lo que llamamos aventuras, me ayudan a contar mejor esas historias. Y eso es todo.
Al final uno de sus personajes dice que un barco es suficiente y no necesita nada más. ¿Piensa usted lo mismo?
Es cierto. Si yo no pudiera escribir novelas me iría en un barco. Y con eso es suficiente. Hay gente para quien la tierra firme está llena de desagradables certezas y prefiere la incertidumbre del mar a las sucias certezas de la tierra. Y esos son mis personajes y quizá, en cierta forma, ese soy también.
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