Por Ernesto Ángeles
Internet, la computación y otras tecnologías digitales no solo son fenómenos técnicos o sociales, sino que se han convertido en instrumentos de poder político, extendiéndose al ámbito internacional con una fuerza que pocos anticiparon; en un mundo donde todo parece interconectado, la infraestructura físico-digital se ha transformado en un terreno estratégico donde las grandes potencias no compiten por conectar a la humanidad, sino por controlar datos, redes, narrativas y, de paso, cualquier destello de privacidad que aún quede, incluidos en los reductos del cerebro y el ADN.
Este panorama plantea preguntas inevitables sobre el futuro del ciberespacio y el papel de las tecnologías en la configuración del poder global, especialmente ahora que estamos en plena transición hacia un orden internacional donde nadie quiere ceder.
Desde su inicio, el sistema tecnológico-digital fue anunciado como el gran nivelador mundial, un vehículo de democratización que prometía conocimiento al alcance de todos y libertades amplificadas; pero esa visión no tardó en desmoronarse, lo que comenzó como un espacio abierto pronto se reveló como el escenario perfecto para la rivalidad, la desinformación y manipulación entre Estados, corporaciones y personas.
En esta competencia, Estados Unidos y China protagonizan la lucha más evidente: mientras que China refuerza su modelo de «soberanía digital», asegurando que sus infraestructuras estén bajo control estatal, Estados Unidos confía en sus gigantes tecnológicos para mantener su hegemonía global, promoviendo un ecosistema internacional donde la regulación es apenas un concepto de buena fe. Europa, por su parte, intenta posicionarse internacionalmente con regulaciones, pero su falta de jugadores de peso en el ámbito tecnológico la deja dependiente de otros actores.
El ciberespacio, lejos de ser solo un canal de conexión, se ha convertido en un campo de conflicto latente; su hegemonía, aunque todavía dominada por Estados Unidos, está en plena transformación. No resulta difícil imaginar un futuro donde los ataques masivos a infraestructuras críticas desestabilicen economías, convirtiendo el ciberespacio en una arena de confrontación tan feroz como la guerra convencional; conforme este sistema sigue fragmentándose, con ciberespacios nacionales cada vez más cerrados, podríamos estar viendo los cimientos de una especie de «Guerra Fría Digital», donde cada bloque defiende su territorio virtual con uñas, dientes y, por supuesto, bots.
Mientras tanto, las tecnologías emergentes como la Web3 y las criptomonedas llegan envueltas en el discurso de la descentralización y el empoderamiento individual, pero, seamos realistas, lo que realmente traen son nuevas oportunidades para que los de siempre —gobiernos y corporaciones— adapten estas herramientas a sus propios intereses, así como ya lo anunció Donald Trump, el cual está interesado en revigorar el dólar por medio de una reserva nacional de Bitcoin y otras criptomonedas.
Asimismo, blockchain es utilizada por países sancionados como Irán o Venezuela para evadir restricciones económicas, mientras que China lidera la carrera de las monedas digitales con su yuan digital, el cual podría desafiar la hegemonía del dólar. En este escenario, el control de las redes blockchain y las criptomonedas podría impactar el equilibrio económico, consolidando ventajas estratégicas para quienes lideren su implementación… ¿Será que al final de cuentas El Salvador, con Bukele, tomó una buena decisión?
El metaverso, por su parte, promete ser más que un simple espacio de interacción social, ya que tiene todo el potencial para convertirse en una herramienta de poder blando de enormes proporciones; grandes potencias ya están posicionándose para moldear percepciones globales y construir sus propias «esferas digitales de influencia», mientras saturan estos espacios con desinformación y propaganda disfrazada de entretenimiento. Y si creen que los anuncios de YouTube son invasivos, prepárense para la publicidad personalizada que les llegará directo a sus avatares.
A todo esto, la gobernanza global del Internet sigue siendo un desafío casi quimérico; sin consenso sobre cómo gestionar el ciberespacio, es probable que la red termine fragmentándose aún más, reflejando las divisiones geopolíticas que ya conocemos.
En última instancia, el ciberespacio no es solo un medio de interacción, es un espejo de las luchas de poder que moldean nuestro mundo. La pregunta no es si Internet será una herramienta de progreso o dominación, sino más bien, ¿quién decidirá cómo jugar con ella? Por ahora, las apuestas están abiertas.