Woody Allen, como Balzac, ha dedicado su vida a describir la existencia humana. O eso cree él. Además, como Simenon, se sabe capaz de escribir historias en una sentada. La comparación con Balzac y con Simenon no es casual. Golpe de suerte en París tiene, según se expresa al interior de la película, la aspiración de producir el ambiente meditabundo de un Balzac y la emoción de un thriller; publica MILENIO.
Golpe de suerte en París está dividida en dos partes. La primera, muy larga, es una repetición de todas las películas del autor. Ya resulta chocante que, también en francés, los diálogos se atropellen. Se charla de asesinatos y de pronto alguien habla de extraterrestres, los intérpretes se interrumpen y uno tiene la impresión de que el director ha pedido a los actores que repitan los diálogos exactamente como fueron traducidos, pero a una velocidad que da al espectador la sensación de estar viendo una sitcom televisiva. Lo único que recuerda el gran cine del viejo Allen es la fotografía de Vittorio Storaro quien, sin embargo, también parece estar mal dirigido, pues las secuencias están reducidas a los lugares de siempre, un restorán, un rincón parisino salido de tarjeta postal. Y es otoño. Y a veces llueve.
En una calle de París, Alain reencuentra a Fanny. Ambos se conocieron cuando estudiaban en el Liceo Francés de Nueva York. Comienza, como es de suponer, un Woody Allen hecho y derecho: la historia de una aventura sexual en la que hay un cornudo celoso, una mujer frágil y un hombre profundo que recita a Mallarmé. La segunda parte es más interesante, por más que al final, lejos de Simenon, el thriller se vuelva un chiste. Bastante malo, además. A diferencia de cómo tendría que suceder en un buen thriller policiaco, quedan montones de cabos sueltos. Un billete de lotería, por ejemplo, que tal vez el autor piensa que sirve para espetarnos la verdad de Perogrullo de que resulta tan improbable nacer que hay que disfrutar la vida. Hay cuatro o cinco posiciones distintas con respecto a esta noción filosófica, pero Allen, si uno se fija, construye todas sus obras en torno a esta misma idea y es por eso por lo que no está a la altura de Balzac.
No se me malentienda, en su obra monumental debe haber, cuando menos, una veintena de obras maravillosas. Golpe de suerte en París no es una de ellas. Vale la pena notar también que en su enorme filmografía el autor ha ido construyendo una suerte de autorretrato en el que Allen no siempre es el amante simpático y profundo. Aquí, por ejemplo, la identificación es claramente con el esposo cornudo. Lo hemos visto ya en otras películas en las que resulta claro que el autor, discretamente, está retratando lo más oscuro de sí mismo. Hace mucho que Woody Allen está más cerca de este hombre que todo mundo imagina adorable pero que es mezquino e infeliz.
Como el millonario que en Golpe de suerte en París se contradice consciente o inconscientemente y en una escena dice que odia la comida japonesa y en la siguiente le cuenta a su mujer que ha encontrado un delicioso restaurante japonés. Allen es, en efecto, como este ejecutivo triste que mira en su mansión la obra de su vida, representada aquí por una maqueta de trenes de juguete. Uno imagina al director esperando el futuro con la amargura de este señor privilegiado que invirtió su vida jugando con trenecitos. Y, la verdad, recordando al viejo Allen, uno siente, como por el cornudo en esta película, algo más que desprecio. Uno siente más bien compasión.
Golpe de suerte en París
Woody Allen | Francia | 2023
Imagen portada: Impacto Cine