Por Félix Cortés Camarillo
Existe en México un número respetable de personas que con una preparación educativa mediana y una alta preocupación ciudadana, hemos expresado repetidamente nuestras reticencias hacia la muy reciente reforma constitucional al sistema judicial mexicano. Específicamente estamos en contra de la inspiración autócrata y lopezobradista de ese cambio radical; de manera especial al sistema aceptado de llevar a la delicada labor de juzgar a sus semejantes mediante el voto popular.
No está de más insistir en que democracia no se identifica en automático con mayoría. Sobran argumentos para demostrar que las fuerzas de mercado -dicho llanamente compra de votos- minan la validez de ese proceso y la exponen a que el crimen organizado se haga del poder por mayoría de votos. Cosa que está comenzando a suceder en México, por el momento en instancias menores.
Hecha esta aclaración, debo plantear una segunda. No estamos en contra de una reforma al poder judicial, que tanto sigue necesitando. La corrupción, ineficacia -que es otra forma de lo mismo- e incompetencia de nuestros jueces, está documentada en las altas columnas de expedientes judiciales añejos, pendientes de resolución con presos pobres en la cárcel. Papeles que son a la vez alimento de roedores y asiento de polvos viejos.
Si la modernización de los procesos judiciales y la capacitación exigida de sus protagonistas hubiera sido el objetivo de la reforma judicial de Lopitos, bienvenida sea. El único propósito del señor de Macuspana fue, y sigue siendo, supeditar la Suprema Corte de Justicia de la Nacion al Poder Ejecutivo, del cual se sigue sintiendo factor.
Me quiero ocupar, sin embargo, de una aparente minucia del Sistema Penal Acusatorio, cuya reforma vale desde junio 18 de 2016, o sea antes de la mexicana edad de piedra.
Supuestamente para respetar los derechos humanos de los participantes en un proceso, alguien dedujo que la identidad de los presuntos imputados se escondieran. Sus rostros en los medios fuesen difuminados y sus nombres ocultos. De esta manera, en los medios nos enteramos que un tal Juan “N”, de rostro oculto, fue detenido por matar a Pedro González Dávila , que tenia tantos años, era mecánico y vivía en tal y cual parte. De esta forma mi ficticio Pedro González Dávila resulta doblemente asesinado. En cuerpo y alma. Su asesino es anónimo.
El derecho elemental, históricamente añadió a la pena impuesta a un delincuente el escarnio. Las cabezas de los criminales eran expuestas en picotas -¡Ay, pobre Hidalgo!- y los ladrones medievales se exhibían un tiempo en cepos en la plaza mayor. Ya ni le cuento de las ejecuciones que propuso el doctor y diputado francés Joseph-Ignace Gillotin, que estaba en contra de la pena de muerte pero le pareció menos cruento el método, a partir de la revolufia francesa. Y que, por cierto, no inventó la guillotina ni las hojas de afeitar que usamos hoy.
El artículo 20 de nuestra Constitución establece claramente el resguardo de la identidad de las víctimas en determinadas circunstancias de edad y delito. No el proteger a los victimarios con el manto del anonimato.
Los señores “N” de nada.
PARA LA MAÑANERA DEL PUEBLO (mientras se aclara si son peras o son frutos de los mismos olmos de antes): Hay en mi tierra regiomontana un pavor porque los osos negros, cuando se acerca su temporada de hibernación, están bajando de sus montes y se están metiendo por la puerta trasera a las residencias ya urbanas del sur de la ciudad; San Pedro, Chipinque y esos lujos, ya sabe usted. Osos horrorosos, ellos, rasgan las bolsas de plástico donde la gente decente deposita residuos comestibles. ¡Se echaban al agua de nuestras albercas cuando apretaba la canícula! Los más hábiles, hoy se meten a la cocina y saquean los refrigeradores, buscando alimentos para almacenar en su cuerpo, dormido durante el invierno. Se pasean por las avenidas como si fueran de ellos. ¡Qué poca madre!
A nadie se le ha ocurrido pensar que ellos están en su territorio natural. Que las lomas, montes, cerros, montañas y sierra que rodean el valle de Monterrey les pertenecen, porque ahí estaban mucho antes de que nosotros llegáramos. Los invasores somos los humanos. Debiéramos pedirles perdón y largarnos a otro lado.
Eso, naturalmente, no va a suceder nunca. Se llama civilización -de civis– que quiere decir ciudad y progreso -también del latín- que significa ir hacia adelante.