Inaugurado en la antigua sede de la SEP, el museo recorre la historia del muralismo pero también revela el lado humano y fascinante del México cultural del siglo XX.
Por Federico Mastrogiovanni
Si quieres comprar un brasier de cualquier medida y estilo te cuesta 50 pesitos. Pero también checa esta oferta: blanco o negro a 40 pesos. Lo dice el letrero verde fosforescente que la joven acaba de posicionar a un lado de una montaña de brasieres. Y la montaña está apilada sobre una tela cuadrada color azul noche que, junto a su compañera, acaba de tender en el piso a un lado de la banqueta; informó MILENIO.
Estamos justo frente de la entrada del Museo Vivo del Muralismo, en el histórico edificio de la Secretaría de Educación Pública, sobre la calle República de Argentina número 28. Las dos vendedoras platican de sus vidas, una fuma un cigarro, casi desentendidas de las clientas que pasan y se detienen a mirar y agarran un brasier y se lo medio miden. Sólo intervienen cuando las clientas quieren pagar.
Los dos policías que te preguntan a qué vas cuando entras al museo, miran cómo se va instalando el tianguis en la calle frente a sus ojos. Todavía no son las diez de la mañana y ya está armado el puesto de la señora que vende pants y leggings, casi está listo el de calcetines de caricaturas y calcetas para la Navidad, y apenas va empezando a ponerse el puesto de gorras de pelo sintético.
La calle se va animando y conforme uno de los policías va sorbiendo su café, aumenta la cháchara y los gritos de los vendedores del tianguis que abarca las siete cuadras que nos separan del mercado de La Lagunilla. Los ruidos de la calle están hechos del vocerío de los clientes, los gritos que invitan a comprar, los motores y los pitidos de los coches, ritmados por el sonido de las campanas de las muchas iglesias de alrededor.
Pasar el umbral me lleva a un espacio enorme, un patio de silencio. Es como la continuación de la calle, pero se pasa del caos a la tranquilidad. Un jardín secreto. Me imagino el momento de la inauguración de la nueva Secretaría de Educación Pública (SEP), el 9 de julio de 1922. Aquel día el maestro José Vasconcelos quiso sorprender a todos los participantes. El patio estaba repleto de gente emocionada y desconcertada porque se encontraba frente a la majestuosidad de unos mastodónticos elefantes.
El edificio diseñado, construido y pintado siguiendo las indicaciones visionarias del exrector de la UNAM, iniciaba sus operaciones con las acrobacias, los malabares, las maravillas del circo, frente a un público extasiado y algo asombrado por unos animales nunca vistos. Vasconcelos se jaló al circo, porque el circo jala al pueblo. Hay una foto gigante de aquel día, expuesta en una sala del segundo piso, rescatada de los meandros del Archivo General de la Nación.
Las paredes de los pórticos de este enorme patio están completamente cubiertas de murales. Casi todos llevan una firma, la de Diego Rivera, acompañada por un pequeño símbolo: la hoz y martillo. Pero no nos adelantemos.
El edificio era una pequeña ciudad para que las monjas no salieran
En el Museo Vivo del Muralismo, inaugurado el 25 de septiembre de 2024, hay un módulo de orientación en el que se puede programar una visita guiada. Es un museo, sí, en el cual se puede recorrer la historia del muralismo, pero también es un lugar pensado para disfrutarlo con calma, para regresar, para estar.
–Aquí vivían las monjas de la Encarnación del Divino Verbo. Era uno de los conventos más suntuosos de la Nueva España, fundado a finales del siglo XVI –me explica Daniela Alcalá, la guía que me acompaña–. Había monjas de velo blanco, las adineradas, y monjas de velo negro, más pobres. Cada una en su celda, no estaba permitido que dos monjas ocuparan una. Pero podían educar a una niña. Le enseñaban las labores, a escribir, a coser… Una pequeña ciudad para que nunca salieran.
Y no salían. Ni después de muertas, dado que eran enterradas aquí adentro. Fueron encontrados algunos restos óseos de monjas en la profundidad de las excavaciones arqueológicas, y todavía llevaban puestos los crucifijos y la corona que se usaba en el día de su matrimonio con Cristo y en el día de su entierro.
Las paredes resuenan de las voces de almas que aquí vivieron. Esto me han dicho acá los que han pasado décadas trabajando en los pasillos de la SEP. A veces se les escucha llorar, a veces reír. Almas encerradas en los muros sin poder salir. Muros sellados con pinturas épicas que tenían la tarea de contar la historia de un nuevo México naciente, posrevolucionario, una nueva nación forjada en la lucha por la democracia y la igualdad.
Iconografía del muralismo
EN BUSCA DEL TESORO
En esta crónica aparecen 30 dibujos del artista Daniele Catalli, cada uno realizado a partir de detalles de los murales del Museo Vivo del Muralismo. Te invitamos a visitar el museo, encuentra los detalles, toma fotos y compártelas en redes sociales arrobando a @dominga_milenio.
El sueño nacionalista de Vasconcelos perdura en el nuevo museo
Así lo imaginó José Vasconcelos en su sueño nacionalista, este edificio en el que había estudiado, cuando era la Escuela de Jurisprudencia fundada por Porfirio Díaz en 1908, y que había sido monasterio y probablemente, antes de la llegada de los españoles, calmécac, la escuela teológica y militar para los hijos de la nobleza mexica de Tenochtitlán.
Y Vasconcelos convocó a los más grandes muralistas de su tiempo, porque el mural cuenta una historia y está dirigido a las masas, como las pinturas rupestres, como los frescos de Giotto en las iglesias medievales, es pintura didáctica para el pueblo. Historias que se pueden y se tienen que entender sin necesidad de leer tan solo con una mirada. El mural es público, monumental y didáctico.
Y aquí la historia es la de la lucha de un pueblo en contra de las oligarquías que lo venían subyugando hace décadas, siglos. La misma burguesía de siempre, la misma violencia, el mismo sufrimiento. Quizás, en estos salones, Vasconcelos quería demostrarle al pueblo pobre que se merecía techos altos, en contraste con los bajitos de sus casas; que cuando entraran sintieran que esa grandeza era para ellos.
Así en los murales de Rivera los pies campesinos, morenos, enlodados, huarachudos, se vuelven raíces sobre las cuales construir un nuevo país. Los haces de espigas cortados por la hoz se juntan a las piedras hechas añicos con el martillo. Es la firma comunista de Diego Rivera.
Junto con la guía me acompaña Rosario Molina, subdirectora de difusión. Me lleva a una sala llena de fotos de la inauguración de la SEP, en 1922. Se ven esos elefantes en medio de la multitud incrédula, en éxtasis. En la misma sala está un teatrito en el cual se pueden poner las manos y mover marionetas. Sin pensarlo me lanzo detrás del telón para improvisar un espectáculo. Meto la mano en una: el ratón burgués. La otra acaba en el ratón obrero. Es cuestión de un segundo para que el ratón obrero le rompa la madre al ratón burgués.
La maldición de la Minerva en el Museo Vivo del Muralismo
Se ve que este lugar es un lugar de leyendas y de historias misteriosas. Una de ellas tiene que ver con el propio estudio de Vasconcelos. Lo han dejado igual a como era –o al menos eso es lo que me dicen–, con una ventana a espaldas del escritorio que deslumbra a quien entra y se dirija al lugar que ocupaba el secretario de Educación. Un efecto escénico que coloca a cualquiera en una posición incómoda, de subalternidad.
Hay una estatua de la griega Minerva en el enorme escritorio de madera taraceada. Mide unos cincuenta centímetros. Es la reproducción de la gran estatua colocada en la fachada del edificio. Sólo que esta es especial. Se dice que, si alguien la mueve, le cambia de lugar, el secretario de Educación será reemplazado.
Así que –por si las dudas– nadie puede mover la estatua. Se cuenta que incluso el personal de limpieza tiene que trabajar bajo la supervisión de guardias de seguridad, para que no vaya a ser que mueva accidentalmente a la Minerva.
En la misma sala, hay también un expositivo que se tiene que oler. Es el olor de Vasconcelos.
–Eso es a lo que pensamos que olía Vasconcelos –me dice Rosario mientras suelto una carcajada de maravilla–. O sea, lo multisensorial en este museo no son pantallas y tablets, sino otros tipos de sentidos, o sea, el tacto, el olfato, el oído.
–¿Cómo llegaron a imaginar cómo olía?
–Ah pues investigando sobre su vida y hablando con la química perfumista diciéndonos: a ver, tiene que tener esto, un poco de olor al libro, la colonia de esa época era esta… Y luego investigando: a ver, ¿Vasconcelos fumaba o no fumaba? No hay fotos de él fumando, pero en esa época todos fumaban. Así, elucubrando.
Me acerco y huelo profundamente.
–¡Ay, huele muy bien! Se podría vender, quisiera una botellita de este perfume.
–Sí quisiéramos, pero el museo pertenece a la SEP y no se pueden vender cosas.
Le sugiero que se integren al contexto del barrio donde todo se comercia, y produzcan un perfume original pirata que se venda en las calles del centro. Ojalá y aprovechen mi idea.
El mural anónimo en el techo de la antigua SEP
Gloria Falcón, directora de proyectos educativos y responsable del museo, me sorprende mientras estoy tomando un café en la cafetería. Me cuenta cómo han pensado el concepto del nombre “Museo Vivo del Muralismo”.
–La idea de la palabra “vivo”, el sentido de “lo vivo”, es poner a las personas en el centro. No es un museo de Historia, de lo que ya pasó. Es vivo en la medida que se le interpela y no es sólo un museo del muralismo mexicano. Por supuesto que esa es la colección principal, pero apuesta a que se mantenga vigente en diferentes formas. Un mural nunca lo hace una sola persona por estrella que sea. Es un trabajo necesariamente colectivo, para las colectividades.
Falcón me lleva a conocer el mural de Siqueiros del lado que da hacia la calle República de Brasil y la plaza Santo Domingo con sus imprentas y sus escritores de cartas y documentos.
El Siqueiros desde abajo de las escaleras engaña el ojo y genera emociones fuertes. Son colores y formas poderosos, más abstractos que Rivera, pero potentes. Me quedo un rato en admiración del único mural de Siqueiros en este lugar: Patricios y patricidas. Y se nota claramente cuál es el lado luminoso y cuál el lado truculento.
Pero la directora me quiere enseñar una salita en particular. Es el viejo estudio de los secretarios antes de Vasconcelos. Ahí está el mural más antiguo del museo. Está en el techo, de forma ovalada. El autor es anónimo. Falcón agarra dos sillones ‘puff’ y me invita a sentarme, casi acostados boca arriba, para ver el dibujo.
Es una concepción decimonónica del arte, se ve un tren que viaja hacia la modernidad en un panorama amplio, los cables del telégrafo, en el fondo una nave a vapor, en primer plano una mujer desnuda. Tiene pocos años más que todos los demás, pero se siente infinitamente lejano. Los murales de Rivera, Siqueiros, Jean Charlot, Amado de la Cueva, Luis Nishizawa, Roberto Montenegro, hablan un idioma vigente, poderoso, que mueve sentimientos parecidos a los nuestros.
Vasconcelos sentado encima de un elefante blanco
Vuelvo al museo en la tarde y antes de llegar, en una calle cercana, me topo con un carrito del súper repleto de hierbas y especias. Pero me llama la atención la hierba que se está fumando el vendedor. Le pregunto si tiene de ‘esa’. Me dice que no pero extiende la mano sonriendo y me invita a fumar. Acepto y jalo unas buenas bocanadas. No raspa, no pica, es de muy buena calidad. Acabo comprando una rama de romero y un pedazo de jengibre y me meto otra vez al museo.
Cuando salió la película Fear and Loathing in Las Vegas, tenía 17 años. La fui a ver al cine con mi novia de entonces. No sabíamos de qué iba, no conocía todavía la vida de Hunter S. Thompson, pionero del periodismo gonzo. Nos había llamado la atención el cartel en el que salía una foto alocada y deforme de Johnny Depp con un cigarro sujetado por una boquilla, con unos enormes lentes de espejo. Nos metimos al cine pachecos. El recuerdo que tengo es un viaje psicodélico y de muchas risas.
Después de tantos años, la sensación de travesura es la misma, y aunque el viaje no sea tan potente, logra alterar mi percepción. Ahora estoy en medio de la Cena del capitalismo, una comida burguesa, sentado al lado de una mujer en cuyo plato hay monedas de oro. Todos los comensales tienen monedas de oro en sus platos. En el fondo hay hombres del pueblo, dos revolucionarios, con los brazos llenos de verduras –comida de verdad–, gozando y riéndose de los burgueses repletos de oro que no se dan cuenta de que acumulan y acumulan riqueza pero no se la van a poder comer.
El único que entiende es un niño que llora, a mi derecha. No quiere comerse el oro, quiere alimentos de verdad, como el bolillo que se está tragando una figura en el fondo. ¡Ay, qué rico se ve ese bolillo!
Hay otro mural, Los sabios, en el cual está Vasconcelos de espalda, sentado encima de un elefante blanco. En eso se había convertido el maestro por tener tanto poder.
El frasco prohibido que emparedó Diego Rivera
Escondidos en los muros de este claustro se esconden secretos impronunciables, dolores, amores, venganzas. Así cuentan que Diego Rivera, al pintar La entrada a la mina, que retrataba la explotación laboral de los mineros de finales del siglo XIX, quiso escribir en el ángulo inferior izquierdo unos versos de Carlos Gutiérrez Cruz:
Compañero minero, doblegado bajo el peso de la tierra,
tu mano yerra
cuando sacas metales para el dinero.
Haz puñales
con todos los metales,
y así,
verás que los metales
después son para ti.
Vasconcelos no estaba conforme con ciertos radicalismos, así que Rivera tuvo que eliminar ese detalle del fresco. Pero lo transcribió en un papel, lo encerró en un frasco y lo emparedó para siempre en la obra. El muro contiene todavía, escondido en sus entrañas, ese frasco prohibido de hace más de 100 años, lleno de palabras peligrosas, explosivas, un hechizo que, al ser visto, al ser pronunciado en voz alta, es capaz de despertar la subversión.
La historia del poema escondido en la pared me la cuenta Elvira López, una de las trabajadoras con más antigüedad en la SEP, con sus 33 años de vivir entre estas paredes pintadas.
Pero Elvira, desde la primera mirada, me ha parecido diferente. La forma en la que cuenta estas historias, las anécdotas, los amores, los entramados furibundos, es demasiado apasionada. Parece casi que lo haya vivido. Parece haber estado aquí toda una vida, o incluso más de una. Al verla emocionarse tanto frente a su mural favorito, el de Luz Jiménez, la famosa maestra, traductora, modelo testigo de la Revolución, pienso que ella ha conocido a toda esta gente porque siempre estuvo aquí.
Me invade por un instante la idea de que Elvira es uno de los espíritus que permanecen siglos en el edificio, que han atestiguado generaciones de vidas.
–Esta mujer, Luz Jiménez, los grandes muralistas del siglo XX la van a poner en muchas obras. Es la modelo perfecta por el color de su piel, porque ella era una indígena. Además, hablaba lenguas. La vemos aquí participando ante la sociedad. Observen aquí que esta mujer está educando a un grupo mixto. ¿Qué es el grupo mixto? Hombres, mujeres, niños, ancianos. Está educando en la tierra.
Se acerca al mural y lo describe como si contara un recuerdo propio.
–Cuando vemos en la parte superior, ya le están edificando su escuela. Gracias a la lucha social,aquí están los beneficios. Ya no vemos a un campesino triste, agachado, melancólico porque le han robado, le han quitado, han muerto sus amigos. Aquí ya vemos a un hombre seguro, está con un arma resguardando lo más preciado que tiene el mexicano, que son la educación y la tierra.
Elvira deja salir sus frases como si fueran una sola, gesticula, hace énfasis. Emociona a sus interlocutores. Habla de Vasconcelos como si fuera un conocido de toda la vida:
–Y ya hubo un hombre en la lucha social que dijo: “la tierra es de quien la trabaja”. ¡Y denle la tierra al campesino! Maestro es aquel que tiene el conocimiento y lo comparte. Y aquí vemos a la maestra rural porque la educación, la educación es para todos. […] Muy amarrado con las misiones culturales, Vasconcelos era de la idea de erradicar el analfabetismo y la opresión. Porque nunca jamás un obrero y un campesino con la cabeza agachada. El beneficio iba a venir después de la revolución.
Miro al campesino del mural, campante, apoderado, valiente. Me recuerda a Lucio Cabañas.Es impresionante el parecido.
Después de despedirme de Elvira, vago por los pasillos y los murales me interpelan. Observo los detalles y me clavo en objetos bizarros, en los rostros, me siento parte de esta gran historia. Bajando las escaleras que llevan al corazón de la mina asesina, cosechando el maíz, festejando los santos y los dioses. Es un vértigo que termina con la imagen en un mural del segundo patio. Sonflores de alcatraz, típicas en el universo de Rivera. Elvira me dijo que representan la vagina y frente a ellas los elotes fálicos, en un homenaje a la fertilidad.
Me siento un rato en el segundo patio, junto a la estatua de Benito Juárez que le da la mano a un niño. Hay dos majestuosas jacarandas. Se deben ver hermosas con sus flores moradas. Aquí abajo enterraban a las sirvientas de las monjas. Cierro los ojos y me parece escuchar el susurro de sus almas; publicó MILENIO.