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Por Fernando Solana Olivares

El alba todavía no se anuncia y el hombre camina para abrir la Sala de los Claroscuros. Algo hay en ella que lo intriga. Algo más sutil que en las otras. A veces ha pensado que es el nombre mismo o tal vez su ubicación en el núcleo medieval del Palacio Apostólico. Resonancias, huellas, suaves retumbos que sin embargo también percibe en todas las demás estancias. Quizá sólo consista en el día. Hoy es martes y el hombre juega al asombro. El gran llavero que carga, un anillo de acero tan antiguo como la llave más vieja que en él va engarzada, una de cabeza redonda con tres óvalos forjados y tres dientes al final del largo paletón de quince centímetros, tintinea al entrechocarse las llaves con sonidos que nunca son iguales. Siempre cambia su melodía.

No lleva con él las 2 mil 797 llaves que abren los cientos de salas y galerías de los Museos del Vaticano, tarea que comparte con diez clavigeri a su cargo, pero sí las principales como la Pía-Clementino, la Borgia, la Profana o las de etiqueta amarilla, aquellas que cierran las piezas utilizadas por los cardenales durante los cónclaves secretos cuando se elige papa.

Hace veinticinco años que llegó a la intendencia vaticana por recomendación de un tío sacerdote y pronto fue habilitado como portero ante la súbita ausencia de uno del grupo. No se imaginó entonces que alguna vez fuera a ostentar ese “poder de las llaves” profano, similar a las llaves del Reino de los Cielos que Cristo confirió a san Pedro. Poder que une y desune, abre y cierra, disuelve y coagula.

Cuando el alba está cerca del horizonte y ninguna luz se ha encendido todavía, mientras los clavigeri penetran con sus lámparas las tinieblas de los corredores llenos de sombras huidizas, cargan también, multiplicadas por decenas, las dos llaves del escudo papal, una de oro y otra de plata, antiguos emblemas del dios romano Jano, del adentro y el afuera, de lo abierto y lo cerrado, del inicio y el final.

A ellos los llaman los Janos, y el brazo izquierdo de Bruno Basani esconde un pequeño tatuaje del dios de los umbrales y las transiciones. De guardián en guardián se ha ido trasmitiendo la advertencia de hacer ruido antes de abrir cada puerta para que las huidizas materializaciones nocturnas de cuadros y frescos, de estatuas y retratos tengan tiempo de volver a su inmovilidad. Pero de tanto en tanto Bruno abre las puertas en cuidadoso silencio. Las intenta sorprender.

Grandes misterios y pequeños misterios, las llaves abren todo. Las puertas solsticiales y los equinoccios. Como aquí, en estas salas donde el tiempo y las culturas se concentran, tantos seres en una procesión incesante, Jano guarda todas las puertas y gobierna todas las rutas. Bruno repite la frase grabada en una de las piedras de la Sala Lapidaria: “Todo cuanto se dice, todo cuanto se hace, en el hombre, en el reino, en el mundo, es puerta”.

Las llaves de su llavero suenan y él las calla antes de abrir la Sala de las Sibilas en la Torre Borgia, una estancia de fondos azules donde han de suceder maravillas. Hoy es martes y acaso escuche los ecos de las voces de las magas y los profetas cristianos con los cuales se alternan en los frescos de las paredes para atemperar los artes paganos.

Helespóntica, Tiburtina, Cimeria, Frigia, Délfica, Eritrea, Cumana, Agripina o Líbica se paralizan debajo de los artesones octogonales donde figuran los siete planetas mayores. Los haces de luz muestran a Saturno y la caridad, a Júpiter y la cacería, a Venus y el amor, a Apolo y los gobernantes, a Marte y los guerreros, a Mercurio y los mercaderes, a la Luna y los pescadores. Isaías, Ezequiel, Daniel o Jeremías tampoco dan señales de vida. Un susurro queda flotando en la penumbra de la sala de la doble mirada y Bruno no sabe de dónde viene.

En la reunión diaria de los clavigeri, contando las incidencias de la jornada, Giuseppe, uno de ellos, habló de un turista oriental que al ver su grueso llavero le llamó guardián de la prosperidad, explicándole que en Japón la llave simboliza ese don porque abre el granero del arroz. La sobrevivencia de las gentes, la vida misma, pues. Y le dedicó una cortés caravana antes de salir, último visitante de una sala.

Bruno lo sabe: poseer la llave es haber sido iniciado. No solo indica el poder y el mandamiento, la dominación de las metamorfosis y el dominio de un lugar, una estancia, una ciudad o una casa, sino el acceso a un estado, a una morada espiritual y un grado. No lo comenta con nadie, no quiere que ni a él ni a los suyos los domine la soberbia.

Prefiere sentir la humildad del arrobo, esa discreta epifanía, cuando toma la única llave que no está numerada, la que cada noche se coloca en un sobre sellado y se conserva en una caja fuerte, y abre con ella las pesadas puertas de la Capilla Sixtina para absorberse en los contenidos de la Revelación.

Dos mil 797 suma siete, cifra del acabamiento cíclico y su comenzar otra vez; publicó MILENIO.

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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