Por José Francisco Villarreal
Con el fallecimiento de don Esteban Salazar, “El mago de la Suerte”, se me despierta un poco la memoria de un Monterrey que era un entrañable “rancho grande”, muy diferente a la hosca metrópoli que nos asfixia ahora. Por esta temporada, pero hace décadas, recuerdo al trío Garnica-Ascencio interpretando en la radio aquella canción de “Coni coni, coconito, coni coni, ¡que caray!”, musicalizando la tentadora oferta de la relojería Arreola que con la compra de un reloj, regalaba un pavo, ¡vivo!, y una caja de refrescos, para la cena navideña. Y de aquellos tiempos muy idos, recordé también al comerciante Arturo Elizondo Dávila, que “paso a paso, despacito”, ofrecía mercancía a crédito en su tienda “El Boulevard”. Pero la dulce nostalgia es frágil. Mientras trasteaba en la cocina, oí la TV a lo lejos y a Mariajulia indignadísima por la sesión de la Comisión de Tarifas del Instituto de Movilidad y Accesibilidad de Nuevo León, que analizaba el posible aumento de tarifas del transporte público de acuerdo dizque a los costos de operación. Pocas veces me indigno al unísono con Mariajulia, porque creo que un efecto dramático desvirtúa la información, así sea a favor de la mayoría. Pero esta vez no pude evitarlo, y acabé enterándome de que darían el pase de lista a tres propuestas, las tres injustas, incluida una en la que se propone mantener las tarifas de los camiones tal como están. Y “como están” es como las pusieron en el reciente aumento tarifario que llegó de repente, sin que se procediera a la tradicional puesta en escena de comisiones, institutos, funcionarios de movilidad, diputados y medios. Parece casual, pero la vida está llena de misterios, y no creo que sea fortuito que recordara a don Arturo Elizondo Dávila cuando en este presente reiterativo, se discutía sobre la presión sistemática de gobierno estatal y empresarios transportistas, para que los usuarios del transporte urbano no tengamos más remedio que movilizarnos así como cobraba don Arturo: “paso a paso, despacito”.
En esto del transporte urbano hay cosas que no cambian. Bajo cualquier bandera partidista en el poder se repiten las fórmulas. Es tan tradicional como las posadas y las piñatas que, a medida que se acerca el fin de año, se suelte a los medios el “borrego” de un aumento de tarifas. En ocasiones, se llevó la polémica a una ley estatal del transporte y una mentada y mágica “fórmula” que define los incrementos, prácticamente cada año. Es usual que los empresarios transportistas se tiren al piso clamando ante Dios (Hermes, el dios del comercio), que trabajan con pérdidas, que las refacciones están muy caras, que no tienen dinero para renovar la flotilla, etcétera. Si lo que pretenden es que los veamos como sufridos filántropos que subsidian a los usuarios, les cuento que hace años, muchos años, que no les creemos. Es obvio que cuando un negocio no funciona, no tiene caso mantenerse ahí. Otra tradición de la temporada navideña, además de las otras pastorelas, es la pastorela de las Tarifas. En esta comedia bufa, generalmente los empresarios, proponían públicamente aumentos excesivos en las tarifas. Por supuesto que todo mundo protestaba. Ante estos chamucos centaveros, aparecían los angelicales funcionarios estatales del transporte. La batalla se libraba con las espadas de palo de la “negociación”. El arcángel estatal se imponía y lograba que los diabólicos empresarios redujeran sus expectativas. Imaginad al diablo mayor recitando: “¡Vencites, Grabiel, vencites! Guarda tu brillante espada. ‘Ora sí ya me jodites. ¡Vete mucho a la chingada!”. Entonces se declaraba que a partir de enero se aumentarían las tarifas, pero no las que pedían los empresarios, sino una menor. Aquí es cuando termina la pastorela. El respetable público, distraído en gastar el aguinaldo, podía, si quería, aplaudir la supuesta entereza del gobierno estatal y la falaz comprensión de los empresarios. No podíamos lanzar vítores. No por falta de ganas, sino porque no se puede vitorear a voces cuando se nos está jugando el dedo en la boca.
Lo que yo no acabo de entender es que la discusión pública se centre en la relación perversa que siempre ha existido entre empresarios transportistas y gobiernos estatales. No incluyamos al estado como titular de sistemas de transporte… eso es una especie de onanismo. Por puro sentido común, se puede entender que la movilidad en el transporte público, sobre todo la urbana, es una condición fundamental para el desarrollo del estado. Desarrollo no sólo económico, sino en todos los sentidos. Trabajadores de todo tipo necesitan movilizarse diariamente hacia y desde sus centros laborales. Lo mismo va con empleados de servicios, de comercios, estudiantes, etc. La pandemia de CoVid ilustró perfectamente este factor. Eso significa que la movilidad a través del transporte urbano no es una responsabilidad del usuario, sino del estado. Las empresas, sobre todo las más importantes, son beneficiadas o afectadas por la movilidad. A estos empresarios principalmente les interesa colaborar con el estado para tener y mantener un transporte urbano adecuado, aunque no sea lujoso. No se trata de contratar empresas de transporte de personal, que son tafetanes sobre la misma llaga. La presión contra los transportistas voraces (incluido el estado metido a transportista) debe ejercerse al unísono desde los grandes empresarios, los centros educativos públicos y privados, los centros médicos, las asociaciones de comerciantes, etc. Todo cuidando que el tema no sea contaminado por el oportunismo mefítico de los partidos políticos. Hay que tener algo muy en cuenta: la movilidad no sólo es una necesidad vital para el desarrollo del estado, también es un derecho de los ciudadanos. No hay que olvidar, y hasta divulgar con insistencia, que el transporte urbano es una responsabilidad del estado, no de los transportistas que sólo son concesionarios. Desde el estado, el coste del servicio no debe buscar ganancias sino sólo mantenerlo autosuficiente. Al diferir el servicio a particulares, se abre la puerta al negocio, pero debe ser con unas ganancias mínimas, bien blindadas, que no deben ser pagadas por el usuario directamente sino a través del subsidio estatal. Sí, nos quejamos del mal servicio de los transportistas, pero el verdadero responsable de garantizar ese derecho es el estado.
Dice Hernán Villarreal, secretario de Movilidad y Planeación Urbana, que el estado no busca aumentos en las tarifas, que sólo se analizan los costos del servicio. ¿Neta? ¡Pero si ya aumentaron tarifas sin decir “agua va”! Entonces la mojiganga esta es para justificar un aumento ya aplicado a la brava, y/o generalizarlo, supongo. Porque no veo otra razón para poner de nervios a los usuarios de un servicio de por sí mal servido. Y sobre la monserga de prometer mejoras condicionadas a un aumento de tarifas, es otra mentira monumental que nos han aplicado desde que mi cartera tiene memoria. Sólo un botón de muestra. Aquellos camiones “trompudos” que se cambiaron por “chatos”. No faltó el transportista picudo que usó el mismo vehículo, sólo le adaptó un nuevo chasís. Los “chatos” atropellan y chocan igual que los “trompudos”, pero a quemarropa. Por fortuna yo ya no tengo mucha necesidad y habilidad para movilizarme ni a pie ni en transporte urbano. Mis viajes son cortos y escasos. Eso sí, es altamente probable que al presupuesto destinado a la despensa tenga que añadirle unos pesos más a partir de enero. Porque en el tema de las tarifas, los empresarios transportistas y el propio estado, son como las tortugas de agua y los perros de pelea: no sueltan prenda ni a chingazos. En resumidas cuentas, todo va a dar hacia lo mismo: aumento de tarifas, que los empresarios cobren y que los usuarios paguen. El transporte, en conclusión, seguirá malo pero más caro; siempre más malo, siempre más caro.
Ceterum Censeo… El lenguaje inclusivo, o el “woke”, que no son exactamente lo mismo, no me acaban de gustar. Su aplicación me destripa la Gramática que aprendí. Escribo o hasta hablo como si caminara en un corral de vacas, evitando pringarme. En la lectura, las “arrobas” y las “x” pangenéricas me causan disfemia. Comprendo la intensión de mujeres y otras definiciones genéricas, por ubicarse claramente en el discurso, y diferenciarse del masculino dominante. No puedo apelar a la Real Academia Española, ni a la mexicana republicana. Estas y sus similares, sólo consignan a duras penas cómo los rebasa el lenguaje, la lengua y el habla. Con todo y esto, y a pesar de mis objeciones, me debo limitar a una función básica: entender y hacerme entender. Si el tío Richie supone que encorsetando a su personal en la “pureza” lingüística está imponiéndola a su auditorio, está equivocado. Nadie impone un lenguaje, éste se forma más allá de la cámara y micrófono; en la mentada de madre contra la piedra estorbosa, por ejemplo. En la medida que el lenguaje inclusivo, el “woke”, u otros, se normalicen, sus medios de comunicación serán efectivos a cada vez menor número de personas. Y descuiden. El lenguaje no va a ser destruido por estas novedades. Cambiará, eso sí, como siempre lo ha hecho desde hace siglos.