A Cristina Pacheco la vi por última vez el 7 de diciembre de 2023. Llegué a las cinco de la tarde a su casa, como había acordado con Laura Emilia, su hija mayor y mi amiga de muchos años, quien me abrió la puerta y me condujo a la habitación de Cristina en la planta alta, dejándonos solos. Estaba acostada, hojeando De un reencuentro insospechado en adelante, el libro en el que Bárbara Jacobs cuenta su vida con Vicente Rojo, con quien se unió después de la muerte casi simultánea de sus respectivas parejas: Tito Monterroso y Alba Cama. Los cuatro habían sido amigos inseparables; al quedarse solos, ellos juntaron sus viudeces y fueron felices durante 18 años, sin importarles las habladurías de alguna gente, sobre todo de mujeres, como recuerda Bárbara en ese pequeño libro; publica MILENIO.
“¿Lo tiene?”, me preguntó Cristina. Le dije que no, me lo acercó y me dijo: “Lléveselo”.
Unos días antes, la noche del viernes primero de diciembre, al finalizar su programa Conversando con Cristina Pacheco, en el que tuvo como invitada a la Orquesta Basura, cuyos integrantes hacen sus instrumentos con material reciclado, rodeada de sus colaboradores había anunciado su retiro de la televisión por “razones de salud, graves razones de salud”. La noticia corrió por las redes y los medios: “El fin de una era” fue el título más frecuentado. Yo estaba en la FIL de Guadalajara y, preocupado, la llamé el sábado temprano: “¿Es verdad?”, le dije. “Sí”, respondió. Me preguntó si me encontraba en la FIL. Le contesté que sí. “Cuando regrese pase a la casa”, me dijo. El domingo 3 se despidió también de sus lectores de La Jornada. “Gracias de verdad por su apoyo, ha sido maravilloso”, escribió en un texto de tres párrafos.
Una semana después visitaba yo esa casa de la calle Reynosa, en la colonia Condesa, donde tantas veces platicamos, nos reímos, hablamos del país, de libros, de escritores, de amigos y siempre, inevitablemente, de José Emilio Pacheco, que en una foto en blanco y negro de gran formato, colocada en un atril junto a la puerta, con un ramo grande de orquídeas blancas a un lado, atestiguaba y participaba de nuestros encuentros.
Estaba demacrada, se notaba débil, tenía la voz apagada. Hablamos de su salud, de José Emilio, de sus hijas Laura Emilia y Cecilia, del desamparo de tantos creadores, sin prestaciones ni servicios médicos. “Deja un gran legado en la literatura y el periodismo”, le comenté. “Dejo mi vida”, me respondió seria, mirándome con los ojos húmedos, con la voz a punto de quebrarse, pero se mantuvo firme. Me confió su decisión de publicar los libros de José Emilio en Planeta; dijo que para ella representó un gran esfuerzo físico acudir al estudio de televisión a despedirse de su público en el Once y recordó la promesa del director del canal de retransmitir sus programas: Aquí nos tocó vivir y Conversando…
Estaba sentado junto a ella. Extrañaba sus bromas, su ironía, su risa. Admiraba su fortaleza. Casi para despedirnos, tomó mi mano derecha entre las suyas, la apretó y me dijo:
—Si en unos días o semanas, no sé cuánto pueda durar esto, escribo un cuento, ¿me lo publica?
—Claro que sí, Cristina —le respondí con la garganta anudada, oprimiendo sus manos con las mías—. Lo que usted quiera.
A José Emilio solía visitarlo esporádicamente, a veces platicábamos acompañados de Cristina, sentada invariablemente en un pequeño banco de madera con el asiento forrado de terciopelo rojo. Él nos reprendía porque nos hablábamos de usted, quería que nos tuteáramos.
—No puedo, José Emilio —le decía yo, sin poderle explicar el motivo. Y ella salía en mi ayuda:
—El usted es muy bonito, ¿verdad, José Luis?
José Emilio movía la cabeza y seguíamos conversando.
Desde la muerte de él, el 26 de enero de 2014, mi amistad con Cristina fue creciendo y durante casi diez años mantuvimos una correspondencia semanal por correo electrónico; yo le comentaba en unas cuantas líneas sus programas y relatos y ella, también en pocas palabras, me hablaba de Laberinto, y me recomendaba cuidarme: de la contaminación, del frío, del calor, de la lluvia, según las estaciones del año. Así fue pasando el tiempo, hasta llegar a ese 7 de diciembre. “Quiere despedirse de ti”, me dijo Laura Emilia cuando crucé la puerta para hablar con Cristina por última vez. Un mensajero de la editorial Océano llegaba en ese momento con un arreglo floral. Al marcharme, casi dos horas después, la tarde se había vuelto fría y oscura; en la entrada había un par de ramos con pequeñas flores blancas, dos de tantos presentes y mensajes anónimos, me dijo Laura Emilia, que llegaban a la casa con los mejores deseos para quien nos abrió las puertas de la cultura y la ciudad de par en par, con sus entrevistas para diarios y revistas, con sus programas de radio y televisión (entre ellos sus poco citadas charlas con Renato Leduc en Séptimo Día de Canal 13, en Imevisión, y con Juan de la Cabada en el Once en De todos modos Juan te llamas), con sus relatos dominicales en La Jornada, en un espacio que Carlos Payán, primer director de ese periódico, le concedió cuando la invitó a colaborar y le preguntó qué quería: “La contraportada”, le pidió ella. En esa última página, contra viento y marea mantuvo hasta el final su Mar de historias, relatos antologados por Laura Emilia Pacheco en el libro que con el mismo título publicó recientemente Tusquets. En la nota introductoria, Laura Emilia explica que estas narraciones: “Constituyen un fragmento de la producción literaria de una escritora que dedicó su vida a revelarnos que nadie sale impune de los deseos y las frustraciones que nos rodean”.
Dice también: “A lo largo de una infatigable carrera de más de cincuenta años tanto en el ámbito de la literatura como en el periodismo, Cristina Pacheco transitó por las grandes avenidas y también por los más apartados senderos del mundo que nos rodea”.
José Emilio era uno de los escritores jóvenes más valorados de la literatura mexicana cuando Cristina comenzó a publicar reseñas, pequeñas entrevistas, historias de personajes populares. Él la alentó en su carrera y vio con orgullo sus logros, primero como periodista y escritora y luego como conductora de radio y de televisión, sobre todo en Canal Once donde su popularidad y prestigio fueron siempre en aumento. Desde el principio de Aquí nos tocó vivir en 1978, al regresar a su casa José Emilio le pedía: “Dime lo que oíste en la calle, lo que has visto, cuéntamelo. Qué te dijeron, con quién hablaste”. Ella le contaba y él la escuchaba con ganas de saberlo todo, con esa insaciable curiosidad que lo acompañó toda la vida.
En 2009, cuando, en un salón del Antiguo Palacio del Ayuntamiento él recibió la Medalla 1808 otorgada por el gobierno del entonces Distrito Federal a sus ciudadanos ilustres, con la mirada puesta en su esposa, sentada en la primera fila, dijo: “Cristina la merece más que yo, porque nadie como ella ha documentado en prosa, en diálogos y en imágenes lo que han sido los pasados 30 años de la vida de esta ciudad”. Y agregó: “ella le ha dado voz a los que forman el coro de esta ciudad sin límites ni fronteras”.
El gobierno de la Ciudad de México nunca le daría a Cristina Pacheco ese ni ningún otro reconocimiento como la gran cronista que fue de la capital del país, en especial de los barrios más humildes y sus habitantes, a quienes hizo visibles y les dio voz.
En varias ocasiones, por diversos motivos, la entrevisté para Laberinto. Me contó de su llegada a la Ciudad de México procedente de San Luis Potosí, a donde había viajado su familia desde San Felipe, Guanajuato, donde ella nació, en busca de mejores horizontes; de su infancia en una vecindad de Tacuba, al poniente de la ciudad, de su falta de recursos, de su gusto por la lectura y la escritura, de su ingreso a la UNAM, donde, además de estudiar, tuvo varios trabajos, uno de ellos como secretaria en la Revista de la Universidad en el sexto piso de Rectoría, donde comenzó a tratar a José Emilio. “El único que me pedía las cosas por favor”, recordaba.
Era una mujer fuerte, decidida, con gran carácter y una risa espontánea y poderosa. Su matrimonio no fue fácil, muchas personas, entre ellas escritoras y escritores famosos, se oponían a que ella, una simple secretaria, se casara con uno de los intelectuales más prometedores de México.
“Muchos de los amigos de José Emilio ni siquiera quisieron ir a la boda —rememoraba—, aunque hubo algunos que se portaron muy bien: Carlos Monsiváis, Max Aub, Fernando Benítez, Vicente y Albita Rojo, Juan García Ponce, Tito Monterroso, Roberto Fernández Balbuena, con quien yo trabajaba de secretaria por las tardes. Nos fuimos a vivir a un pequeño departamento en Tajín 370, en Narvarte, teníamos plantas, algunos libros, un escritorio que todavía conservo y la máquina de escribir de José Emilio. Cuando iban a buscarlo, algunas personas no entraban, se quedaban esperándolo en la puerta, como Rosario Castellanos. (Manuel) Barbachano Ponce le quitó el trabajo en Cine Verdad”, noticiario que se transmitía en las salas cinematográficas del que José Emilio era redactor. “Fueron tiempos muy difíciles”, decía Cristina. Pero se sobrepusieron a todo y desde 1961 se mantuvieron juntos hasta el 26 de enero de 2014 en que José Emilio murió.
En febrero de ese año nos vimos en su casa, me habló del cuento que le había dedicado (“El eterno viajero”) y le pregunté qué era lo que más admiraba de José Emilio: “Su amor por las palabras —me dijo—, su respeto por los otros escritores, su generosidad, su avidez por conocerlo todo y contarlo todo”. Hizo una pausa y agregó con una sonrisa: “Era maravilloso verlo pensar”.
—¿Cómo era eso?, quise saber:
“Era una experiencia fantástica. Entre los últimos textos que trabajó están el de Camus y el de Juan Gelman. Tenía todo lo de Gelman y decía: ‘Cristina, yo no puedo hacer un trabajo con la obra inmensa de este hombre, que ha sido tantas cosas’. Juan era un hombre maravilloso, yo conocía de él lo mínimo. Pero José Emilio no. Y cómo hizo la conexión entre todas las cosas que había hecho Juan, no lo sé. Lo que hizo de Camus fue maravilloso” (“Albert Camus y la tormenta de la historia” se llama ese ensayo publicado el 8 de diciembre de 2013 en la revista Proceso).
En esas mañanas o tardes en su casa, Cristina, la única testigo del milagro de la creación en José Emilio, me dijo:
“Cuando escribía poesía todo era un misterio. Era una persona muy nocturna, muy solitaria en muchos sentidos. A veces estábamos juntos y yo reconocía sus gestos. Nos estábamos viendo, pero yo sabía que él ya no estaba ahí, que yo le estaba estorbando. Entonces ponía un pretexto y me iba, porque él estaba en un lugar en el que yo no cabía. De pronto decía palabras sueltas, o murmuraba: ‘me falta una palabra’ y la buscaba una y otra vez. Lo vi buscar 40 años el nombre de una rosa para ponerlo en los Cuartetos de Elliot, cuarenta años, no miento”.
El 21 de diciembre de 2023, a los 82 años, murió Cristina Pacheco. La entrañable amiga y maestra que en una larga conversación interrumpida por la muerte me reveló, generosa como siempre, el secreto del éxito: “Para mí los días de entrega o la hora de llegar a mi trabajo son sagrados. Llegar a mí trabajo a la hora que tengo que llegar, entregar mi material en el momento en que lo tengo que entregar, eso es para mí el éxito”.
Imagen portada: MILENIO