Conozco a Cristina Rivera Garza desde que los dos éramos muy jóvenes. Fue en la infausta ocasión en que acudimos a la premiación del concurso de poesía de la revista Punto de Partida en que ella me arrebató el primer lugar. Yo había ido con un novio fisicoculturista que estaba muy impresionado de que hubiera gente que escribiera poemas (él ignoraba hasta entonces que yo lo practicaba como vicio secreto), y no sé de qué hablamos esa vez, supongo que de todo y de nada, pero luego empezamos a coincidir en todas partes; publica MILENIO.
Nunca en esa época nos vimos en conferencias o cosa parecida, a excepción de los encuentros que tuvimos como becarios del Centro Mexicano de Escritores. Coincidíamos en marchas y, más seguro, en lugarejos: en una barraca cercana a la ENEP Acatlán, llamada por la mala leche (que siempre encuentra los mejores apodos) como el Tercer Mundo, chelería a la que se llegaba luego de sortear un arroyo de aguas hediondas y de ahuyentar perros famélicos, y varias veces en las escalofriantes fiestas-mitin de la Casa Vieja, la mítica guarida de La Guillotina, un grupo estudiantil de izquierda radical. Con una sonrisa que no ha perdido y que la fijaron en mi cabeza como una especie de gata de Cheshire, la recuerdo recargada en las paredes pelonas del local, feliz y atenta pero sin desbarrancarse nunca en la misa etílica que invariablemente terminaba en la madrugada con todos los demás cantando a gritos las canciones de Juan Gabriel. La impresión que me dio entonces y he conservado era la de una joven formal, mirándolo todo intensamente a través del humo y de los gritos, como quien toma notas mientras el mundo se deshace. Escribir desde siempre, todo el tiempo, como una función orgánica.
Cristina era estudiosa y empecinada. Bajaba brevemente a esos infiernos pero se iba antes de que sus papeles se quemaran. Emprendimos así una amistad intensa, a pesar de vernos solo de vez en cuando. Mi último recuerdo con ella en ese ambiente fue la vez que me avisó que se iba a estudiar el posgrado a los Estados Unidos. Después, los recuerdos son intermitentes y vagos.
Pero un día llegó a mis manos Nadie me verá llorar. Quedé pasmado. Como Cyrill Connolly anota en La tumba sin sosiego, la función genuina de un escritor es escribir una obra maestra, y la novela lo es. Ahora, veinticinco años después, la he releído en ocasión de la edición especial que acaba de publicar Random House, con nuevo prólogo y un cuadernillo con las cartas manuscritas de la protagonista (para ser más exactos: con los escritos del personaje real que desató la imaginación de la autora, quien en un acto performático transcribió a mano siguiendo fielmente la caligrafía original). Me di cuenta que había olvidado muchos detalles y buena parte de la trama, como es natural para una memoria poco dotada, pero sucedió, a medida que avanzaba en la relectura que, igual que en la primera vez, no podía dejar de pensar en Madame Bovary. Ahora tengo un poco más claro por qué. En cada párrafo que iba leyendo veía la estela de Flaubert. Me hacían recodar —asombrado y lleno de una admiración que es hermana siamés de la envidia— que Cristina es, en primer lugar, poeta. Es decir, alguien obsesionado con el lenguaje, con la precisión de las palabras, con su música esencial, y, al final de cuentas, con la belleza de la lengua. No olvidemos que Flaubert cambió para siempre el arte de la novela entre otras cosas por su trabajo obsesivo, casi maniático, en la materia misma de la escritura, en las palabras, en el ritmo de las frases, en ese equilibrio casi imposible entre la exactitud y la plasticidad del lenguaje. Esa obsesión, esa manera de trabajar y de pensar, es propia más de un poeta que de un narrador. Es poco común ya toparse con novelistas así, y tal vez por eso es que Cristina siente veneración por Juan Rulfo, porque las palabras en ella no aspiran a la multiplicación sino al adelgazamiento. Cristina, pensé la primera vez y hoy de nuevo, era una de las últimas hijas de Flaubert.
Pero luego no. Luego se desplegaba en mi cabeza la idea de la hija rebelde. Hay muchas diferencias marcadas por la época, por el lenguaje y por la ideología. Y todo lo demás que hace único a cada escritor que valga. Pero sobre todo por esto: Matilda Burgos (perdón por seguirla llamando así al personaje central, pero luego daré mis razones) no es Madame Bovary. De hecho, digámoslo así, es la anti-Bovary. No es Emma, la mujer cuya ciega rebelión es inmediatamente su condena, la víctima de un orden social que largamente etiquetó a las mujeres que se salieron de la norma como brujas, como locas o como putas. Aunque al final la fatalidad la alcanza, no es la derrota lo que marca su vida sino su permanente insurrección. Imaginar el largo trayecto de una insumisa hacia el cumplimiento de su tragedia —historia que empezó el día en que Cristina dio entre los archivos del Manicomio General de La Castañeda con el expediente de Modesta Burgos— es lo que vuelve fascinante el curso narrativo de Nadie me verá llorar. Pero es importante observar que todas las posibilidades del fatum que la escritora otorga a las mujeres están ahí, desplegándose paralelamente al destino de Matilda para explicarla de mejor manera: Mercedes, Alberta, Diamantina, Ligia. Mujeres fuertes, bravas, vivísimas, animadas por una rebeldía que se topa con la realidad. Solo una entre ellas parece doblegarse al orden social, Cecilia Villalpando, la prometida del ambicioso psiquiatra Eduardo Oligochea, y su lugar en la novela pasa inadvertido, afantasmado por la debilidad.
Se ha dicho que Joaquín Buitrago, el otro personaje protagónico, es el alter ego de Cristina Rivera Garza. Pudiera parecerlo ya que es él quien carga con el peso narrativo y con la pasión amorosa por Matilda Burgos. Solo desde un punto de vista acepto esta posibilidad: el fotógrafo en la novela es la representación del historiador. La insistente interrogación de la fotografía es la misma de quien interroga el pasado. La ilusión de realidad es muy parecida entre el que narra y el que fotografía. En todo caso, se enfrentan a la sospecha y a la impostura. El pasado nunca terminará de moverse y en la foto nunca sabremos quién fue, en esa eterna fugacidad, el fotografiado. Por eso el carácter de Buitrago solo puede definirse a partir del fracaso. No puede ser el alter ego de Cristina, sino, en todo caso, la encarnación de una sospecha: que un hombre solo fragmentaria y provisionalmente puede atrapar la imagen de una mujer.
En Nadie me verá llorar las mujeres se alzan contra lo que se espera de ellas. Se burlan sobre todo del amor, se pitorrean de la cursilería como su expresión fulminante, escupen sobre Santa y Federico Gamboa, incluso podría decirse que evaden el amor en tanto trampa de género. Las mujeres de Cristina —las mujeres que es Cristina— se explican solamente frente a otras mujeres, emprenden relaciones de amistad y de amor con otras mujeres, y apenas, y con muchos alfileres, con los hombres. Cuando Matilda y Ligia arman representaciones vodevilescas para el burdel La Modernidad, aunque son resonantes triunfos que pasan por espectáculos eróticos, en realidad son burlas del Sexo con mayúscula en tanto estrategia de ablación. “Y quién te dijo que esto lo hacemos para los hombres —dice Ligia a un imprudente—. Si quieren venir que vengan, y que se vengan también de paso, pero todo esto es para las muchachas, ¿entiendes?”. Sí, Cristina, nos queda claro.
Hablemos de los hombres: Buitrago y Oligochea no son personalidades ni fascinantes ni dignas de amor. Cástulo, a pesar de lo que se declare, carece de fuerza. El único hombre al que parece amar Matilda es a Paul Kamàck y solo porque su relación ha suprimido el sexo y su dulzura es el fruto de una larga desdicha. El personaje, en cambio, del que todos parecen estar enamorados, incluso la misma autora, es Diamantina: una mujer audaz, sin ganas de someterse a nadie, libre y temeraria. Es, claramente, un ideal político y diríase pedagógico. “No tienes que hacer todo esto, lo sabes, ¿verdad? El cuarto que debes limpiar —le dice Diamantina a Matilda cuando esta emprende la decoración de su casa— está detrás de tus ojos, dentro de tu cabeza. Las mujeres deben entrar al cielo con libros, con música, no con escobas y trapos viejos, damita. Ponte lista.”
Tal vez no sea Matilda la encarnación de Cristina, ni todas las demás, ella no tiene la ironía rabiosa ni la tristeza encarnada, pero la reconozco en el gesto que anima la novela: ofrecer a las otras mujeres no un destino fatalista sino un despliegue de posibilidades de vivir en libertad.
Eso, esa fuerza, esa templanza, esa solidaridad —o sororidad, si prefieren— es lo que más he admirado en ella, además de su indudable talento. Talento que no es solo un don, sino el fruto de una inteligencia inusual, de una disciplina estoica y de una capacidad de trabajo que me espanta. Lo que he aprendido con ella es que la libertad y la alegría tienen método. Cristina es un personaje incómodo en una ciudad letrada arrasada por el sexismo y la voracidad patrimonialista de los criollos. Es un monstruo, o todavía algo más inusual y temible: es una poeta que trabaja.
Quiero terminar esta nota, diciendo que no estoy de acuerdo con la decisión tomada entre Cristina y su editor de cambiarle —o restituirle— el nombre a Matilda Burgos. “¿Te habías dado cuenta (Cristina) que todas las equivocaciones empiezan por un nombre?”. Elegir un nombre es decidir un destino. Y lo mismo aplica para el nombre de una persona o de un personaje, que para el nombre —el título— de un libro. Decidir el título es casi tan arduo como escribirlo. La novela no podía llamarse sino Nadie me verá llorar. Tiene ese título algo tan imperioso que no deja espacio a la duda, es una frase que algo tiene de declaración de principios, y casi puedo afirmar que Cristina la repetía mientras trabajaba, para mantener el ritmo, para sostener el esqueleto de los personajes y para no perder el rumbo, con un pulso tan firme que empieza con el título y que no vacila hasta llegar al punto final. Matilda se debería seguir llamando Matilda porque, como la autora misma lo ha dicho, no es, no puede ser el personaje histórico, sino una traducción. No puede llamarse Modesta (¿la rebelde Matilda puede llamarse así?), además, porque después de veinticinco años y de tantas lecturas, el libro es un clásico. Ya no le pertenece solo. Nos pertenece a todos. Y con quien nos hemos tratado todo este tiempo es con Matilda. Es como si ahora nos dijeran que Pedro Páramo se llama Modesto Páramo. Es sencillamente inaceptable.
Este texto fue leído en la presentación de la edición especial de ‘Nadie me verá llorar’, el 29 de noviembre, en la Librería U-tópicas.
Imagen portada: MILENIO