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Graciela Iturbide: «Capturo lo que me sorprende»

Graciela Iturbide (México, 1942) es una de las figuras más influyentes de la fotografía contemporánea en México y en el mundo. Su trayectoria abarca décadas de trabajo documental, donde ha explorado temas como la identidad, la espiritualidad, la muerte y las tradiciones de nuestro país; publica MILENIO.

Entre sus series más emblemáticas se encuentra Juchitán de las mujeres, donde capturó la fortaleza y el orgullo de las mujeres zapotecas, y de donde proviene “Nuestra señora de las iguanas”, quizás su fotografía icónica.

Reconocida a nivel internacional, su obra ha sido expuesta en museos como el MoMA en Nueva York o la Fundación Cartier en París, y ha recibido numerosos reconocimientos, incluido el Premio Hasselblad.

En esta conversación para M Revista de Milenio, nos adentramos en su proceso creativo, sus experiencias más conmovedoras y los temas recurrentes que han marcado su carrera. Sus palabras son un reflejo de su pasión y disciplina, pero también una fuente de inspiración para todos aquellos que ven en la fotografía una forma de vida.

¿Siempre supiste que querías ser fotógrafa?

No, en realidad quería ser escritora, pero mi familia no me permitió estudiar en la universidad. Más tarde descubrí el cine y me enamoré de ese mundo. Cuando conocí a Álvarez Bravo, su libertad creativa me inspiró a dedicarme a la fotografía, su parte poética y su forma de trabajo me ayudaron a ser quien soy. Él era muy libre.

Muchas de tus fotografías capturan aspectos de la vida cotidiana con un aura casi mística. ¿Cuál es tu proceso para transformar momentos ordinarios en imágenes extraordinarias?

No es algo que planee. Lo que tú llamas “místico” surge de las cosas que me inspiran: libros, música, pintura, fotografía… Todo lo que he experimentado y aprendido me influye de manera natural. No voy buscando algo específico; simplemente ocurre. Si una imagen tiene algo especial, es porque estoy capturando lo que me sorprende, sin pensar demasiado en ello.

¿Desde siempre has trabajado así?

Sí, desde el principio. Mi fotografía ha sido siempre una reacción ante lo inesperado. Es la sorpresa lo que me impulsa a capturar el momento.

En el caso de los retratos, ¿los planeas o también son espontáneos?

Son espontáneos. Nunca pido a las personas que posen para mí; siempre son ellas las que lo solicitan. Como suelo convivir mucho tiempo con las comunidades que fotografío, a veces me invitan a sus casas para que les haga un retrato, y entonces aprovecho. Por ejemplo, Magnolia, un muxe, me pidió una sesión improvisada mientras estábamos en una cantina. Subimos a un cuarto, se preparó, eligió su atuendo y yo solo capturé lo que él quiso mostrar. Es un proceso natural, sin guión.

¿Hay algún lugar del mundo que te haya impactado especialmente como fotógrafa?

Madagascar me fascinó. Es un lugar increíble, pero no lo considero un sitio donde podría vivir. Si tuviera que dejar México, elegiría Roma. Allí trabajé en un proyecto que me permitió explorar la ciudad en la madrugada, cuando todo está en calma. Caminaba temprano, con un café y un croissant, y encontraba escenas sorprendentes. Siempre he trabajado así: dejando que la sorpresa dicte lo que capturo.

La muerte y la espiritualidad son temas recurrentes en tu trabajo. ¿Cómo los abordas?

La relación de México con la muerte es única: aquí la celebramos, la lloramos e incluso nos burlamos de ella. Siempre me ha fascinado esa dualidad. Durante mucho tiempo, fotografié a los llamados “angelitos” —niños fallecidos— como una forma de terapia tras la pérdida de mi hija. Recuerdo estar en un cementerio en Guanajuato siguiendo a unos hombres que llevaban un angelito cuando me encontré con un cuerpo abandonado, picoteado por los pájaros. Aquella experiencia marcó profundamente mi trabajo e inspiró una de mis series.

«En ese entonces, retratar la muerte se convirtió en un medio para procesar mi duelo, una especie de refugio. Con el tiempo, entendí que debía soltar esa obsesión, pero la sigo explorando desde otras perspectivas: desde el humor o la celebración, como en los disfraces de Día de Muertos o las calaveras con nombres. Una de mis fotografías favoritas es la de una calavera embarazada, que ilustra perfectamente ese juego entre la vida y la muerte que tanto define nuestra cultura».

¿Qué hace una buena fotografía?

La combinación del ojo, la inteligencia y el corazón. Cuando esos elementos están alineados, junto con tus influencias y experiencias, puedes crear algo que realmente conecte con las personas.

Mencionaste que has trabajado con Manuel Álvarez Bravo, ¿qué aprendiste de él?

Lo que más me marcó fue su manera de ser. Era una persona libre y profundamente poética. Solo decía: “A ver, su trabajo, Graciela”, pero no criticaba. Yo veía que no era necesario preguntarle porque no me iba a responder nada. Su ejemplo me enseñó que no es necesario que alguien te valide. Lo importante es encontrar tu propia voz.

¿Cuál ha sido tu experiencia más difícil como fotógrafa?

Fotografiar a los migrantes en Colombia fue desgarrador. Las condiciones en las que vivían eran terribles. Recuerdo especialmente a los indígenas guaymíes, quienes estaban completamente desorientados, sin un sentido claro de vida. Fue un contraste muy fuerte porque, en el mismo lugar, los afrocolombianos estaban cantando y bailando a pesar de la adversidad. Ese tipo de experiencias te marcan porque muestran tanto el dolor como la esperanza.

¿Hay algún lugar que te gustaría volver a fotografiar para ver cómo ha cambiado? ¿Qué sientes que te queda por contar?

Acabo de regresar a algunas comunidades que fotografié antes. Mi ensayo más largo fue en Juchitán, donde pasé cuatro años y llegué a ser parte de la vida cotidiana: dormía en casa de mis amigas, iba al mercado con ellas, vendía tomates y gallinas. Ahí tomé la foto de la señora con las iguanas. Aunque he vuelto varias veces, ya no es lo mismo; incluso las mujeres me advierten que tenga cuidado.

«Además, hay lugares que me gustaría explorar más, como Roma, Checoslovaquia o Madagascar. Siempre hay algo nuevo por descubrir, y cualquier sitio al que no haya dedicado suficiente tiempo me parece una oportunidad para seguir investigando y creando«.

¿Cómo experimentas la transformación del México actual frente al México que capturaste en el pasado?

México ha cambiado mucho, pero mi forma de trabajar sigue siendo la misma: buscar la sorpresa. Es cierto que algunas tradiciones se han perdido y que la inseguridad limita lo que puedo hacer, pero todavía encuentro escenas que me emocionan y me hacen querer seguir fotografiando.

¿Qué cámaras usas?

Normalmente llevo dos o tres: una Leica, una Contax automática y una de medio formato. No suelo cargar con muchas porque sería demasiado pesado.

¿Cómo ha evolucionado tu concepto de belleza a lo largo de tu carrera, especialmente a medida que exploras diferentes culturas y personas?

La fotografía me ha enseñado a descubrir nuevas formas de belleza en cada lugar que visito. A través de la cámara, he aprendido más sobre las culturas, las personas y el mundo en general. En Roma, por ejemplo, Pasolini fue una gran influencia para mí, y fotografié lugares que tenían un significado especial relacionado con él.

¿Tienes una fotografía favorita?

Sí, una que tomé en el desierto. Es una imagen que no recuerdo haber capturado conscientemente; simplemente estaba ahí. Es como si el desierto me la hubiera regalado.

¿Qué consejo les darías a los jóvenes fotógrafos?

Pasión y disciplina. La fotografía no se trata solo de tomar fotos; implica leer, investigar, aprender de otras disciplinas como la pintura o la literatura. Si no tienes pasión, difícilmente lograrás destacar en esta profesión.

Imagen portada: Luis Garvan / MILENIO

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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