Por Mauricio Montiel Figueiras
Recuerdo bien el impacto que hace diez años me produjo ver Goodnight Mommy (2014), uno de los mayores debuts dentro del horror contemporáneo, dirigido por los austriacos Veronika Franz (1965) y Severin Fiala (1985), quienes se encargaron de dos episodios de la cuarta y última temporada de Servant (2019-2023), la menospreciada teleserie de corte psicológico y sobrenatural creada por Tony Basgallop y producida por M. Night Shyamalan.
Con tan solo tres personajes que en realidad son dos, Goodnight Mommy propone una exploración sobre el nexo madre-hijo(s) cuyo escenario no podría ser más idóneo para la paulatina irrupción de lo siniestro freudiano: una casa de campo apartada de la civilización donde la luminosidad exterior comienza a sucumbir ante los embates de las tinieblas interiores que se filtran a través de las grietas psíquicas. Uno de los rasgos novedosos del filme es el planteamiento de que la cirugía estética facial, a la que aquí se somete una mujer sin nombre que en la infancia formó parte de un coro célebre en la televisión local (Susanne Wuest), puede fungir como una auténtica metamorfosis a ojos de sus seres queridos, en este caso unos gemelos de nueve años interpretados con potencia impresionante por Elias y Lukas Schwarz. La acumulación de detalles perversos que aumentan la tensión contribuye a generar una atmósfera que, subrayada por el cinefotógrafo Martin Gschlacht —colaborador cercano de la también austriaca Jessica Hausner— a través de sus planos caracterizados por una misteriosa belleza geométrica, posibilita una espeluznante puesta en escena del narrador no fiable; publica MILENIO.
Estudio del dolor asumido de manera tortuosa y de la personalidad escindida, Goodnight Mommy dosifica la información de modo casi nabokoviano para entregar poco a poco el verdadero fondo del relato con el que Franz —esposa y coguionista del polémico Ulrich Seidl— y Fiala se revelan como maestros del terror psicológico. Dos temas añejos como el doppelgänger y la suplantación son reactivados y revitalizados en medio de un ambiente pesadillesco: el horror solar al que me he referido al hablar de la obra del británico J. G. Ballard halla un nuevo hábitat para florecer gracias a este filme impecable e implacable.
The Lodge (2019), segundo largometraje de Franz y Fiala, fue rebautizado en español con el título de La cabaña siniestra para evidenciar una vez más la falta de imaginación de quienes “traducen” películas a nuestro idioma. Sin llegar al nivel de excelencia de Goodnight Mommy, que colocó a la talentosa mancuerna austriaca en el mapa del horror actual con merecidos honores, The Lodge se interna en los dominios del terror psicológico exigiendo una suspensión de la incredulidad que resulta un tanto excesiva. Mientras que la historia presenta zonas endebles que la hacen tambalear un poco, la atmósfera enfermiza y opresiva que se establece desde un principio es de una firmeza que causa escalofríos y ayuda a que la cinta navegue sin naufragar.
En deuda con obras clásicas como The Shining (1980) de Stanley Kubrick y sobre todo The Thing (1982) de John Carpenter, a la que se cita explícitamente, The Lodge entronca con la tradición gótica del espacio físico vuelto espacio anímico para elaborar un relato sobre la culpa religiosa y el duelo mal procesado, la crueldad infantil y juvenil y las heridas que nunca terminan por cerrar del todo. El ambiente de enclaustramiento invernal, propicio para la manifestación de lo perverso, es reforzado por la magnífica labor fotográfica del griego Thimios Bakatakis, asiduo colaborador de Yorgos Lanthimos, que consigue dotar a la nieve y sus distintos grados de blancura de un aura maligna que prevalece a lo largo de toda la trama.
Expertos en generar una incomodidad creciente en el espectador, un rasgo esencial para destacar en un género tan desvirtuado por Hollywood, Franz y Fiala urden un tejido que atrapa pese a algunos tropiezos que sin embargo no entorpecen el efecto total. Celebro que haya directores como estos para quienes la angustia, el enrarecimiento y el miedo no pasan por los sobresaltos baratos sino, por el contrario, por la ausencia de efectos especiales y el uso sagaz del silencio para acrecentar los momentos de tensión extrema. El famoso dictum chejoviano del rifle que debe ser empleado en el tercer acto de una obra si se muestra en el primero alcanza aquí una nueva cota de retorcimiento.
Un relato construido al ritmo de una pesadilla de la que no es posible despertar, un retrato inmisericorde de la depresión femenina, un estudio puntual de la religión como herramienta de opresión, una salvaje vuelta de tuerca al folk horror que constata que aún no se dice la última palabra en este género: todo esto es The Devil’s Bath (2024), tercer largometraje de la mancuerna Franz-Fiala.
Con un argumento crecientemente siniestro que se basa en registros históricos de la Alta Austria de 1750, el filme confirma otra vez a los dos cineastas como auténticos expertos en fracturas psíquicas. Lejos de las estridencias que caracterizan la mayor parte del horror contemporáneo, The Devil’s Bath apela a una morosidad en deuda con Michael Haneke para construir la atmósfera de degradación física y psicológica que va aprisionando a la recién casada Agnes (Anja Plaschg, estremecedora). Debida de nuevo al brillante cinefotógrafo Martin Gschlacht, la estética de la cinta recupera la pintura europea del siglo dieciocho para crear cuadros de una enorme belleza que sin embargo están permeados por la incomodidad. El bosque con toda su potencia ancestral y mítica se convierte en The Devil’s Bath en el escenario espectral adecuado para dar rienda suelta a la enajenación y la locura. Meterse en el baño del diablo, se nos indica, era una forma arcaica de aludir a la demencia y la depresión.
La maternidad frustrada y la homosexualidad reprimida son temas que también se abordan en la película de Franz y Fiala, que están integrando uno de los corpus fílmicos más perturbadores de hoy día merced a la mirada profundamente oscura que arrojan sobre la naturaleza (in)humana.
Con un final devastador que se siente como puñetazo en la boca del estómago, The Devil’s Bath recuerda que en la Europa de los siglos diecisiete y dieciocho las personas con pulsión suicida preferían volverse asesinas para confesar su pecado y ser perdonadas antes de la ejecución, ya que quitarse la vida era condenarse al infierno. La mayoría de las personas que experimentaban el deseo de matarse, prosigue el recordatorio de The Devil’s Bath, eran mujeres y elegían a niños como sus víctimas: así, antes de ser decapitadas, recibían la absolución y la esperanza de ingresar en el Paraíso. La alienación desatada por el fanatismo religioso es también uno de los ejes sobre los que gira The Lodge, pero The Devil’s Bath lo vuelve aún más macabro y muestra su terrible impacto en la infancia. Dueños de una óptica descarnada que no da cabida a la salvación, Veronika Franz y Severin Fiala nos confrontan con las sombras que medran en la periferia de la luz cotidiana y que preferimos evitar pese a advertir su presencia insidiosa.
Imagen portada: Especial