Por Andrea Serdio
Un genio en la familia (Mondadori, 1999) es el libro con el que sus hermanos Piers y Hilary —quien tocaba la flauta transversa— recuerdan a Jacqueline Du Pré, la violonchelista que alumbró intensamente el mundo de la música clásica para luego apagarse de manera súbita, dolorosa, irremediable, cuando tenía 28 años, debido a la esclerosis múltiple que le impidió continuar su carrera; publica MILENIO.
La historia, llevada al cine por Anand Tucker (Bangkok, 1963) con el título de Hilary y Jackie, muestra, por momentos, un rostro poco amable —caprichoso, chantajista— de la intérprete que este 26 de enero habría cumplido 80 años. Nada, sin embargo, podría opacar el genio de quien a los cuatro años, fascinada por el sonido del cello, comenzó a explorar ese instrumento con el que muy pronto llegaría a las grandes salas de concierto, a las grabaciones, a la amistosa complicidad con otros genios: Itzhak Perlman, Zubin Mehta, Pinchas Zukerman y Daniel Barenboim, con quien se casaría en 1967 después de convertirse al judaísmo.
Alumna de Paul Tortelier, Mstislav Rostropóvich y Pau Casals, Jacqueline Du Pré, con su figura esbelta, su cabello rubio suelto, sus ojos azules y su sonrisa franca, es un símbolo de su generación: la de los años sesenta en Gran Bretaña, escenario de una incomparable revolución cultural con jóvenes escribiendo el futuro en la música, el arte, la literatura.
Jacqueline Du Pré nació en Oxford el 26 de enero de 1945 y murió en Londres el 19 de octubre de 1987. Tenía 42 años. Pero su vida como artista había terminado cuando en 1971 los síntomas de la esclerosis múltiple se hicieron notoriamente evidentes; aun así intentó un tímido regreso en 1973 pero sus manos, duras, insensibles, no se lo permitieron.
Triunfó en el mundo y los historiadores y críticos subrayan su repertorio: Handel, Brahms, Debussy, Falla, Bach, Dvořák, Beethoven y sobre todo su interpretación del concierto de violoncello de Edward Elgar, que puede escucharse en YouTube, como otras de sus interpretaciones. En esos sonidos está el alma de una artista que supo penetrar en lo más profundo y sublime de la belleza con sus valiosos instrumentos: un Stradivarius de 1673 y otro (Davidov) de 1712.
El 13 de diciembre de 1980 le concedió una entrevista a Christopher Nupen, cineasta sudafricano radicado en Londres, para el documental Jacqueline du Pré in portrait; conservaba su sonrisa. En la entrevista, disponible en Internet, Jacqueline dice que luego de su retiro de los escenarios se dedica a dar clases. Recuerda el concierto de Elgar, con el que marcó un hito, y afirma que le gusta tener su agenda llena de actividades: “Me gusta asegurarme de que así sea —comenta—. No quiero estar todo el día sentada, lamentándome porque no puedo hacer lo mismo que antes”.
Lejos de la música clásica, en la que había sido una de las más grandes estrellas, lejos de ese mundo dice que, “quizá” sea posible apreciar más las cosas: “La amistad se ha convertido en algo más valioso, y mucho menos efímero que cuando me pasaba todo el tiempo viajando”. El entrevistador, siempre seco, le comenta que se ha vuelto más elocuente desde que no puede tocar, y ella responde: “Eso significa que he tenido que usar la boca en lugar de las manos”. Al finalizar, después de catorce minutos, Nupen le pregunta: “¿Qué viene ahora?”, ella, con ese humor británico, al mismo tiempo sutil y contundente, le responde con otra pregunta: “¿El almuerzo?”.
Imagen portada: Archivo / MILENIO