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Carlos Pereda: “La filosofía mexicana era misógina”

El filósofo traza un arco autobiográfico que va de Uruguay hasta México, pasando por Alemania, un destino decisivo en su formación académica.

Por José Manuel Cuéllar Moreno y Fanny del Río

Visitamos al filósofo Carlos Pereda en su casa de Coyoacán. Tiene 80 años, una sonrisa y un humor a prueba de cualquier vicisitud. Pereda nació en Florida, una pequeña ciudad de Uruguay, en 1944. En México ha escrito y publicado la apabullante cantidad de cincuenta libros, que quizá convenga describir —así lo hace él— como “cajas de herramientas”. En su filosofía encontramos eso: herramientas para argumentar, pensar y actuar con mayor claridad y lucidez. Es investigador emérito del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Cuesta trabajo imaginarlo a los cinco o seis años sosteniendo un libro y enfrentándose por primera vez al enigma de la palabra escrita.

Hemos prescindido del formato pregunta y respuesta para dejar únicamente la voz de Carlos Pereda, quien comienza recordando aquellos primeros años; publicó MILENIO.

Recuerdo que miré a la maestra y me dije: “Nunca voy a poder leer; esto es dificilísimo”. Es casi un chiste, tomando en cuenta que me he dedicado a leer toda la vida. Ya en el liceo me dieron a leer las grandes novelas y la poesía española de los años veinte: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado… Idea Vilariño era algo así como la poeta mayor del Uruguay. Sin embargo, la última vez que fui, me encontré con que había un grupo de feministas que la atacaban brutalmente. Decían que sus poemas de amor ponían a la mujer como subordinada al hombre. Resulta un poco injusto. Ella fue libre de amar así. Fue su decisión. Es un poco radical tomar a Vilariño como un ejemplo de sumisión femenina. Lo que me llamó la atención es cómo los valores suben y bajan. Carlos Fuentes, por ejemplo, está en caída libre. El único que ha aumentado en prestigio, incluso internacional, es Juan Rulfo. Lo mismo ocurre con los filósofos.

En el liceo leíamos, por supuesto, al gran autor uruguayo: Carlos Vaz Ferreira. Sigo pensando que es un gran filósofo. También leíamos a José Enrique Rodó, pero él me gustaba menos. Lo encontraba un poco manierista (hoy lo encuentro más manierista). Vaz Ferreira, en cambio, tiene una prosa de una gran elegancia. Hace poco hicieron una antología suya y una mujer norteamericana preguntó: “¿Pero no tendrá un toque más latinoamericano?”, y entonces la pobre que hacía la antología le dijo: “No, era un señor casi francés”. Vaz Ferreira venía de la clase alta, tenía una casa hermosa en Montevideo y escribió sobre la teoría de la argumentación, lo cual es muy raro. Su hermana [María Eugenia Vaz Ferreira] también escribía textos filosóficos. Una familia muy culta.

Cuando acabé el liceo no sabía bien qué estudiar. Mi temperamento no era para hacer filosofía, sino para hacer teatro, pero pensé: “Si estudio literatura, voy a ser crítico literario, y eso no es lo que quiero. Lo que quiero es escribir teatro”. Así que fui a Montevideo y entré al Instituto de Profesores Artigas, al área de filosofía. Lee más:

En el Instituto Artigas había un profesor muy raro, Héctor Massa. Estamos hablando de los años sesenta. Massa nos invitaba los viernes a su casa, a las diez de la noche, y daba conferencias hasta la una o dos de la mañana; conferencias de filosofía analítica, algo muy inusual para la época. Discutíamos a Ludwig Wittgenstein.

Otro profesor muy influyente fue Ezra Heymann, un judío alemán que había sido alumno de [Hans-GeorgGadamer. Nos dio a Kant, a Hegel… Otro profesor que me llamó mucho la atención fue Carlos Puchet. Con él leíamos a Platón. Cuando tropezaba con una idea importante, se callaba. Poco a poco, nos íbamos quedando en silencio. Aquello podía durar diez o quince minutos. Otro profesor importante fue Julio Paladino, que era un vazferreirano, pero que nos dio ética. También era un profesor un poco extraño. Leíamos, por ejemplo, Temor y temblor, de Sören Kierkegaard, y decía: “Este párrafo vale la pena. El siguiente es completamente equivocado, así que, por favor, táchenlo con un lápiz”. Lo mismo hizo con El existencialismo es un humanismo, de Sartre. “Esto es correcto. Vamos a pensarlo. Este otro párrafo no. Y olvídense ustedes para siempre del disparate que está diciendo este señor”. También recuerdo que, en ese momento, en los años sesenta, Paladino introdujo en el curso Las palabras y las cosas, de Michel Foucault. Una recepción muy temprana. Como no todos podíamos tener el texto, hizo fotocopias y decía: “Este señor dice cosas interesantes y también disparates que pueden enredarlos para toda la vida. Así les pido que no solo traigan un lápiz, sino un lápiz rojo”. Y tachamos todo lo que “no importa en Foucault”. Lo más bonito fue cuando dijo: “El libro se llama Las palabras y las cosas, pero es un mal título, porque en realidad debería llamarse Les Mots et des autres Mots encore (Las palabras y otras palabras), porque cosas no hay”.

También estaba el filósofo Arturo Ardao, que en ese momento no me interesaba. Hacía historia de la filosofía uruguaya. Ardao era gran amigo de [LeopoldoZea. Yo escuché algunas conferencias de Zea en Montevideo. El marxismo no se enseñaba. Había un profesor brillante, pero que llegó tardíamente. En ese momento, ni siquiera me di cuenta de que era marxista, porque nos dio la Poética de Aristóteles. Era Juan Fló.

En el último año de estudios, Heymann me dijo: “¿Por qué no te vas a Alemania a estudiar?” Pero de pronto hubo un concurso de la Unesco para ir a París con una tesis sobre el Bhagavad Gita, un texto sagrado de la India, y ahí Massa me dijo: “Preséntate, porque sospecho que en Uruguay nadie va a saber nada de ese libro y los que se presenten van a ser, qué sé yo, místicos o algo así”. Massa trabajaba en la Biblioteca Nacional, así que me consiguió el libro en ediciones inglesas con prólogos interesantes. Al principio, no le creí a Massa, así que con cierto escepticismo fui a un lugar que era como un instituto de yoga, y me dijeron que sí, que ese libro lo habían escrito no sé qué ángeles antes del comienzo de la raza blanca. “Por ahí no va la cosa”, pensé. “Si escribo esto, nadie me va a dar el premio”. Entonces, Massa me dijo: “Mirá, todo esto es muy raro para ti, pero ¿por qué no lo comparas con Platón?” Lo que hice fue una especie de comparación de un trocito del Bhagavad Gita con la idea de Platón en la República sobre la transmigración de las almas. Gané el premio y me fui a París por un mes. De regreso a Montevideo, alisté todo para irme, ahora sí, a Alemania.

En Heidelberg me recibió una persona que miró mis papeles con desprecio: “Esto yo no sé qué es, parecen papeles sucios, no sé si usted estudió una licenciatura. Dígame, esto que traducen como el Instituto Artigas no es una facultad de filosofía, ¿o sí? A ver, dígame una institución internacional equivalente a eso del Instituto Artigas”. Como obviamente quería entrar, le dije que el Instituto Artigas era equivalente a la École Normale Supérieure de París. Y entonces la mujer me dijo: “Si usted estudió en el Instituto Artigas y cree que puede hacer una tesis en Alemania, el problema es suyo; yo lo dejo entrar”. Hace poco me enteré que el presidente recién electo de Uruguay, Yamandú Orsi, también estudió en el Instituto Artigas, de modo que también a él le hubieran dicho: “Estos papeles sucios, ¿para qué me los trae?”

En Heidelberg había un profesor que hablaba bien el español, Ernst Tugendhat, que me recibió muy encantador y me dijo: “Usted en el posgrado en Heidelberg nunca va a atreverse a hablar porque el número de estudiantes es inmenso, y los profesores que hay no le van a hacer mucho caso. No se le vaya a ocurrir tampoco ir a Frankfurt, porque ahí están todas las estrellas de la filosofía alemana. Aunque discrepo completamente con sus ideas, tengo una opinión muy alta del profesor [Jürgen] Habermas, pero debe tener como treinta personas que hacen el doctorado con él, por lo que le dará a usted una cita de quince minutos al año. Así que yo le recomiendo que se vaya a alguna de las universidades pequeñas, que hay muy buenas, como la Universidad de Constanza, donde se va a encontrar con que los cursos son de doce o quince personas”. Visité la Universidad de Constanza y me encantó.

Coexistían dos grupos importantes en el departamento de filosofía: el primer grupo era de analíticos, una versión muy alemana de la filosofía analítica. El otro grupo lo constituían dos o tres profesores de la Escuela de Frankfurt. Cuando llegué me pusieron con [FriedrichKambartel, editor de Frege; también tomé algunos cursos con [AlbrechtWellmer y un curso de filología hispánica con el mundialmente famoso Hans-Robert Jauss. Extrañamente, en Constanza jamás oí el nombre de Heidegger. No por haber sido del partido nazi. En ese momento no se hablaba de eso, estaba demasiado fresco quizá. Era simplemente que en Constanza predominaba lo que ellos llamaban “la escuela del pensar metódico”, para la cual Heidegger es algo así como un demonio. En la universidad me hice de muchos amigos, a dos de ellos los he seguido viendo. Uno es Martin Seel, que se acaba de jubilar, y el otro es Christoph Menke.

Cuando terminé la tesis tenía la posibilidad de quedarme en Alemania y hacer una carrera académica (en alemán, por supuesto) o de volver a Uruguay, que atravesaba una época complicada por la dictadura. Ninguna de las dos opciones me convencía. Al final me dieron una beca para viajar por América Latina. Elegí dos ciudades: Caracas y México. Recuerdo que, antes de emprender el viaje, asistí por recomendación de un amigo a una conferencia de Iván Illich, el renombrado pensador austriaco que por entonces residía en Cuernavaca. Aproveché el coctel que se ofreció después de la conferencia para presentarme y pedirle recomendaciones. Me dio dos nombres: Ramón Xirau, que, además, me dijo, “lo va a invitar a comer y lo va a iniciar en la cultura mexicana, pero no le va a servir para ofrecerle nada práctico”, y Luis Villoro, “que no lo va a invitar a comer pero que seguramente le va a dar indicaciones prácticas”.

Tuve suerte. En México conocí de inmediato a Carlos Pereyra, que me dijo: “Dentro de unas semanas hay un congreso de la Asociación Filosófica de México, ¿por qué no vas? Tú habla con [AdolfoSánchez Vázquez”. Escribí rápidamente en un Sanborns el título de mi ponencia, sin bibliografía ni nada. Así fui al Congreso, en Morelia, donde conocí a todo el mundo.

México me encantó. Llegué muy arropado. Ahí estaba la “China” [María Luisa Mendoza]. También llamé a Luis Villoro, que estaba organizando la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Le gustó mi tesis y me dio un puesto.

En la UAM di clases de todo: filosofía del lenguaje, historia política… Yo me quejaba mucho de que tenía que ir hasta Iztapalapa. “Mire”, me dijo un día Fernando Salmerón, que era el rector, “yo le aconsejo que no proteste porque a los mexicanos no nos gusta que nadie proteste”. Cuando Villoro se fue como delegado permanente de México ante la Unesco, en París, en los años ochenta, me cambié al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Apenas entré al Instituto, nombraron a Juliana González directora de la Facultad y ella me nombró jefe de posgrado, pero no aguanté más que un año porque era un trabajal espantoso y se armaban unos líos horribles.

Aquí en México me llamó mucho la atención la veta althusseriana. Había dos grandes bloques: los analíticos y los marxistas. “¿Quién será ese Althusser?”, me pregunté después de hablar con Carlos Pereyra y oírlo mencionar varias veces. La versión del marxismo alemán que yo traía era la de la Escuela de Frankfurt. La filosofía analítica termina aburriendo y desesperando, pero sobre todo termina aburriendo y desesperando a la gente más inteligente, como Alejandro Rossi, por ejemplo, que después de escribir dos o tres artículos de filosofía analítica se pasó a la literatura, cosa que ha seguido pasando en el Instituto. La filosofía analítica exige una comunidad de analíticos que discutan contigo, sin embargo, a pesar de los esfuerzos, no se ha logrado esa comunidad. Nos leemos muy poco, o nada, entre nosotros. Mientras no nos leamos, es un poco torpe creer que nos va a leer otra gente. Si uno mira el pasado, me parece que los dos autores más leídos son Adolfo Sánchez Vázquez y Luis Villoro. José Gaos tiene un enorme prestigio, desde luego, pero tengo la impresión de que lo leen sobre todo los alumnos de Carmen Rovira. Algunos profesores norteamericanos han traducido y difundido la filosofía del Grupo Hiperión, principalmente a Jorge Portilla y Emilio UrangaCarlos Sánchez, uno de esos profesores norteamericanos, acaba de publicar un libro en Oxford University Press (Blooming in the Ruins. How Mexican Philosophy Can Guide Us toward the Good Life). Enrique Dussel sería otra excepción. Una vez me puse a conversar con Bernard Williams y me citó a Dussel. “¿A usted realmente le interesa Dussel?”, le pregunté. “La verdad es que no entiendo muy bien qué quiere Dussel”, fue su respuesta. “Yo soy profesor y tengo que corregir cada semestre treinta trabajos sobre Rawls. Obviamente, no me va a interesar lo que dice un profesor argentino sobre Rawls. A Dussel no lo entiendo muy bien, pero es algo diferente y raro”.

En filosofía no tengo enemigos ni oponentes, pero sí autores que me siguen acompañando, como Aristóteles y Kant. Ahora, curiosamente, también recogería la herencia de Ardao, mi profesor del Instituto Artigas. Aquella que considero mi mejor obra aún no se publica (no sé si se publicará). Se titula Pensamiento práctico nómada y la tiene el Fondo de Cultura Económica. Cada vez es más complicado publicar fuera de las editoriales universitarias.

Pienso que hoy en día la gran efervescencia está en el lado de las mujeres, sin duda en literatura (pensemos en Fernanda Melchor, Valeria Luiselli o Cristina Rivera Garza), pero también en el cine, la música y, por supuesto, la filosofía. Durante años la filosofía mexicana fue terriblemente machista, patriarcal y misógina. Eso se podría aplicar a toda la filosofía latinoamericana, y, donde te descuides, a toda la filosofía hasta los años cincuenta. Entre las primeras mujeres que son filósofas en pie de igualdad con los filósofos hay que contar a Simone de Beauvoir, Hannah Arendt, Elizabeth Anscombe, Philippa Foot… En la actualidad, nadie pondría a una Martha Nussbaum o una Linda Martin Alcoff en segundo término. El siglo XX amaneció con una serie de revoluciones, pero de todas ellas la única que de alguna manera sobrevive, y con éxito, es la revolución feminista.

No sería justo afirmar que Pereda abandonó del todo el teatro a favor de la filosofía. Su esposa es la compositora y directora de música Marcela Rodríguez; su hija Catalina hace teatro y su hijo Nicolás se dedica al cine. Además, su cuñada, Jesusa Rodríguez, también forma esencial parte de la historia del teatro en México. Cuando, para terminar la entrevista, le preguntamos por esto, Pereda esboza una sonrisa:

Una noche Nancy Fraser, en casa de María Pía Lara, dijo que ella se había dedicado toda la vida a dos disciplinas del siglo XIX, que son la sociología y la filosofía. Yo creo que la filosofía tiene mucho que ver con el arte del teatro. El teatro que viví en mi juventud, en Montevideo, era un teatro en algún sentido lleno de ideas filosóficas. Me refiero al teatro de Samuel Beckett y Bertolt Brecht. De alguna manera yo me he sentido como Nancy Fraser.

¿Cambiaría algo de mi vida? No lo sé. Quizá nada, quizá muchas cosas. Frente a esta pregunta, lo único que se me ocurre es responder con Violeta Parra: “Volver a los diecisiete…”.

Fanny del Río

Doctora en Filosofía. Autora de ‘Las filósofas tienen la palabra’ (Siglo XXI, 2020) y ‘Hacia una crítica ética de la historia de la filosofía en México desde una perspectiva de género’ (NUN, 2022).

José Manuel Cuéllar

Doctor en Filosofía. Autor de ‘La revolución inconclusa’ (Ariel, 2018). Editor de ‘Herir en lo sensible. Ensayos de crítica literaria de Emilio Uranga’ (Bonilla Artigas, 2025).

Imagen: MILENIO | LABERINTO.

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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