“¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir?”, se pregunta Julian Barnes en El loro de Flaubert. Con similar curiosidad, podríamos cuestionarnos: ¿Importan las vidas que no llegamos a vivir? ¿En qué medida nos constituyen esos destinos que no habitamos, pero que —de haber sido otras las circunstancias— pudieron haberse materializado en realidades?
Si le preguntas a Jorge Ramos, dirá con seguridad que esas vidas apócrifas lo han configurado tanto como las experiencias que sí ha vivido. Porque este hombre pudo ser atleta olímpico o músico profesional. Quiso emular a Enrique Borja, su ídolo de la infancia, y añoró —como tantos otros adolescentes criados al amparo de los Beatles— convertirse en rockstar. Incluso contempló la idea de involucrarse en la política, pero la discreción y el silencio estaban fuera de sus ambiciones. Cada elección supuso una renuncia; publica MILENIO.
Hoy —aunque recientemente retirado de la televisión— es uno de los rostros más conocidos de la comunidad hispanohablante en Estados Unidos. Me pregunto, mientras leo su libro más reciente y me preparo la conversación que sostendré con él, cómo llegó hasta donde está. Aventuro una hipótesis: quizás es la obstinación, esa necesidad inalterable de comprender el mundo, de cuestionar los desaguisados de los poderosos, de documentar la realidad.
En casi 400 páginas, Ramos reúne los momentos estelares de sus cuatro décadas dedicadas al periodismo escrito. Una trayectoria que hace unos días fue reconocida con el Premio Ortega y Gasset 2025 a la trayectoria profesional. Así veo las cosas (Planeta, 2024), compila columnas de opinión, reflexiones y crónicas en las que el exilio, la búsqueda de la verdad y el ejercicio del oficio periodístico están al centro.
En esta conversación, Jorge Ramos medita sobre la naturaleza del periodismo en tiempos de desinformación, la migración como desarraigo y esa “eterna juventud” que exige rebeldía perpetua incluso cuando el cuerpo anuncia que el tiempo es un lujo. Y plantea acaso la pregunta más urgente: ¿puede el periodismo, oficio atado al presente perpetuo, dar respuestas sobre el sentido de existir en una realidad que apunta constantemente hacia la indiferencia?
Tu vida ha estado llena de decisiones que te llevaron por caminos inesperados. ¿Qué significó volver a pensar en esas elecciones y en los destinos que pudieron ser?
A los 66 años, ya tienes más pasado que futuro. Y entonces te das cuenta de que las decisiones que tomaste te llevaron por un camino que jamás imaginaste. De niño, yo quería ser rockero o futbolista, como Enrique Borja, pero nunca dije: “Quiero ser inmigrante”. Sin embargo, ser inmigrante y periodista es lo que ha marcado mi vida.
Ser inmigrante implica, de alguna manera, no tener un país. Aunque soy de México, muchos me rechazan en México, y aunque vivo en Estados Unidos, muchos me rechazan allí. Ahora, al recopilar estos artículos escritos a lo largo de tres décadas, me sorprende pensar en todas esas vidas posibles que no tuve. Porque el que se va siempre se pregunta qué habría pasado si se hubiera quedado. Me hubiera encantado quedarme, pero en mi juventud, México no era una democracia. No quería ser un periodista censurado, así que me fui.
He tenido una vida extraordinaria, he estado donde se hace historia y he conocido a quienes la escriben. Pero también me he perdido muchas cosas. Mi padre murió en México y yo no estuve. Mi hermano falleció hace dos años y tampoco estuve. A los 66, te das cuenta de que fuiste eligiendo un camino, y que algunas puertas nunca se abrieron, aunque te hubiera gustado explorarlas.
En el libro escribes sobre cómo, con los años, has ido desprendiéndote de muchas cosas y te defines como una persona cada vez más minimalista. Sin embargo, el periodismo implica precisamente lo contrario: acumular información, datos, hechos. ¿Cómo conviven estas dos tendencias en tu vida?
Te lo voy a plantear así: durante 38 años hice un noticiero, cerca de 8 mil emisiones en la televisión. Si me preguntas qué noticias di ayer, quizás recuerde tres o cuatro, pero no las otras veinte. La vida se trata de eso: decidir con qué te quedas y desprenderte de lo demás.
En el libro cuento que cuando me fui de México, el 2 de enero de 1983, al llegar al aeropuerto de Los Ángeles me di cuenta de que todo lo que poseía cabía en una guitarra, una maleta y unos documentos. Esa sensación de libertad es maravillosa. Ahora tengo muchas más cosas, pero con el tiempo me he dado cuenta de que necesito cada vez menos. Al final, lo importante es muy pequeño.
Después de casi cuatro décadas de dar las noticias noche a noche en un ritmo vertiginoso de información constante, ¿cuál es tu próxima búsqueda?
Quiero explorar las vidas posibles que no tuve. Pasar un mes en la Ciudad de México, otro en Tokio, otro en Bali. Ir a la India y hacer un reportaje sobre religiones. Soy agnóstico, y quiero buscar respuestas que nunca he encontrado. Porque me voy a morir y la idea de convertirme en polvo de estrella no me resulta muy atractiva.
Me ha dado por estudiar astronomía, y es inquietante darse cuenta de lo pequeños que somos en este universo inmenso. Cuando yo comencé a hacer noticieros, la gente acostumbraba sentarse en la tarde o en la noche a cenar y ver qué había ocurrido en las noticias. Eso ya no pasa. Cuando voy a las escuelas, le digo a los niños: “véanme bien, porque soy un dinosaurio y estoy en peligro de extinción”. Me estoy separando del día a día, porque quiero dedicarme a otras cosas importantes. Me gustaría entender el sentido del Universo: ¿cómo se crea? ¿Quién lo crea?
¿Piensas en la idea del legado, en lo que dejas a futuras generaciones de periodistas?
Creo que sería muy pretencioso, pero he aprendido que el periodismo es reportar la realidad tal como es y no como quisiéramos que fuera. Pero si algo he logrado en el periodismo es comunicar que nuestra verdadera responsabilidad social es cuestionar a los que tienen el poder. Para eso sirve el periodismo. Por supuesto, hay que reportar la realidad, pero si no cuestionamos a los que tienen el poder, de nada sirve. Los médicos salvavidas, los arquitectos y los ingenieros crean construcciones maravillosas, nosotros hacemos preguntas a los que tienen el poder. Para eso estamos aquí. Por eso he tenido todas esas confrontaciones con Donald Trump, López Obrador, Carlos Salinas de Gortari, Fidel Castro, Nicolás Maduro, Hugo Chávez, Daniel Ortega. Y la técnica que uso es pensar que nunca más volveré a hablar con esa persona. Si asumes que es tu última oportunidad de preguntar, haces una mejor entrevista. Hay una palabra que usan en Colombia: toca. Cuando toca, significa que es tu responsabilidad y que no se la puedes dar a nadie más. Quizás lo único que dejo son preguntas.
¿Cómo ves el papel del periodismo hoy?
Estamos en una era de desinformación. Por eso el periodismo es más importante que nunca. Somos nosotros quienes le ayudamos a la gente qué es verdad y qué no. Según un reporte de la UNESCO, el 62% de los influencers no verifican sus fuentes. Simplemente repiten lo que escuchan. Los periodistas debemos ser los meteorólogos de la información: ayudar a la gente a determinar qué es verdad y qué no. Nuestra credibilidad es lo único que tenemos.
Has experimentado la transformación del periodismo desde dentro. Hoy el ecosistema mediático es radicalmente distinto a cuando comenzaste. ¿Cómo te adaptaste?
En Estados Unidos, mi puesto es anchor, que significa “ancla”. Pero hoy nadie debe ser un ancla, sino un surfista de la información. Hay que ser creadores de contenido y surfear con esta información en las distintas plataformas. Cuando empecé, había dos grandes cadenas de televisión en español; ahora hay millones de fuentes a través de las redes sociales. Eso hace que encontrar voces creíbles sea más difícil que nunca.
Al escribir sobre tu primer reportaje, aquel sobre la erupción del Chichonal, mencionas la presión —o quizás la necesidad— de demostrar por qué te habías ganado ese trabajo. Hay una ansiedad juvenil que, supongo, todos hemos sentido en algún momento: la necesidad de validarnos, de probarle algo al mundo. En retrospectiva, ¿crees que esa pulsión por demostrar sigue siendo fundamental para un joven periodista?
Es fundamental. Creo que cualquier joven, en cualquier profesión, siente la necesidad de demostrar que puede, que es capaz. En el periodismo, esa urgencia es aún más intensa, porque se trata de probar no solo tu habilidad para contar historias, sino tu disposición para arriesgarte, para estar en el lugar donde ocurre la noticia, incluso cuando eso implica poner en juego tu seguridad. En aquella época, yo quería demostrar que podía ser un buen periodista y arriesgar la vida. Y lo sigue siendo. Mira el caso de México: es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Y, sin embargo, los periodistas siguen jugándosela todos los días. Siguen saliendo a reportear, a pesar del miedo y de las amenazas. Eso es una forma de demostrar coraje, de afirmar que nada los va a detener. Por eso creo que sí, que es algo que sigue siendo necesario: demostrar que estás dispuesto a contar la verdad, sin importar lo que cueste.
Has cubierto grandes acontecimientos y conflictos. ¿Cómo impacta eso a un periodista a nivel personal?
La adrenalina del periodismo de guerra es tremenda. Estás muerto de miedo, no duermes, puedes estar despierto por días. Y cuando regresas a casa, tienes síndrome postraumático. Durante el conflicto no sientes nada para sobrevivir, pero al regresar, te bloqueas emocionalmente.
¿Hay un retiro en el periodismo?
Ningún gran periodista se retira. No importa la edad, siguen vigentes.
Imagen portada: Ángel Soto / MILENIO