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El laberinto del comercio: proteccionismo, globalización y el futuro económico

Por Carlos Chavarría Garza

Uno de las falacias más persistentes en la política de nuestra época es la afirmación de que es inherentemente beneficioso para un país exportar y perjudicial importar. En otras palabras, se sostiene que el objetivo debería ser exportar más de lo que se importa para lograr un «balance comercial favorable».

Esta conclusión se deriva del mercantilismo del siglo XVI, que se centraba en el seguimiento de las sumas de dinero, sin reconocer que una empresa puede tener un alto índice de liquidez y, aun así, estar en bancarrota. Lo que realmente importa para evaluar la salud económica de una empresa o de un país es su patrimonio neto actual, no su grado de liquidez.

Recientemente, se ha hecho evidente que la economía mundial sufrirá un mayor retraso debido al proteccionismo que ahora regira  el comercio internacional. Nadie puede predecir la magnitud de los efectos ni su duración antes de alcanzar un nuevo equilibrio. Sin embargo, es seguro que todos los países soportarán una parte de los costos, en función de sus circunstancias particulares.

En relación con los aranceles, como señaló Milton Friedman, «la libertad de comercio, tanto dentro como fuera de las fronteras, es la mejor manera de que los países pobres promuevan el bienestar de sus ciudadanos. Hoy, como siempre, hay mucho apoyo para establecer tarifas, eufemísticamente llamadas proteccionistas, una buena etiqueta para una mala causa». El proteccionismo en realidad es un subsidio a la ineficiencia a costa del bienestar de los hogares.

Si alguien afirmara que solo conviene exportar y evitar las importaciones, el valor de la divisa extranjera se desplomaría, lo que frenaría las mismas exportaciones que se desean promover. El mercado cambiario regula las actividades de exportadores e importadores. Por supuesto, si los gobiernos manipulan el tipo de cambio y las deudas externas gubernamentales sustituyen las entradas genuinas de capital, todo se distorsiona (como en el caso de Estados Unidos).

México se encuentra en una posición vulnerable debido a la alta incertidumbre política y económica que genera la forma en que el gobierno se desenvuelve, ofreciendo pocos incentivos para el crecimiento económico. A esto se suma el error de un estado distribuidor, que ya no tiene margen de maniobra para su programa emblemático de reparto de recursos directos a ciertos segmentos de su interés electoral.

Ahora estamos obligados a pensar en el futuro con mayor profundidad, dejando atrás las ambigüedades y los falsos dilemas ideológico-económicos en los que la política nos ha mantenido sumidos y dando bandazos en cada sexenio, por supuesto amparados en un modelo de libre comercio que ahora ya no existe en la práctica. Se dice fácilmente «abrirnos al mundo diversificando nuestros mercados» como nueva política, pero sin incentivos apropiados y de largo plazo, es imposible.

En la actualidad, el mundo humano es una complejidad organizada en torno a una mesa donde solo se sientan ocho naciones, que a su vez formularon un modelo de operación mundial que depende de un actor preponderante y de acuerdos que nunca se convirtieron en consensos.

Desde Bretton Woods (1944), ha transcurrido casi un siglo durante el cual se apostó por la narrativa del liberalismo. El sistema de Bretton Woods estableció un marco para la cooperación económica internacional que influyó en la economía mundial durante décadas, y solo se hicieron ajustes en el último tercio del siglo XX, con énfasis en que fuera el mercado el que condujera la distribución perfecta de los costos y beneficios, y que guiara la asignación de los recursos globales mediante el sistema de precios. Esto no suena mal y funcionaría si los mercados operaran bajo modelos de competencia perfecta, lo cual los economistas han demostrado que es falso para la mayoría de las naciones y el intercambio global.

El Consenso de Washington, formulado en 1989 por John Williamson, representó un conjunto de diez recomendaciones de política económica destinadas a países en desarrollo que enfrentaban crisis. Este conjunto de políticas, “promovidas” u obligadas  por instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, buscaba fomentar el crecimiento económico a través de la liberalización del mercado y la reducción de la intervención estatal en la economía.

Entre sus pilares se encontraban la disciplina fiscal, la liberalización comercial y financiera, la privatización de empresas estatales y la desregulación. Estas medidas buscaban crear un entorno favorable para la inversión y el crecimiento, bajo la premisa de que los mercados libres asignarían eficientemente los recursos.

El problema actual es que los países promotores del Consenso dieron el consejo y se quedaron sin él, olvidando que la economía real siempre nos enseña que la certidumbre es frágil y sensible a las crisis económicas sucesivas que surgieron de la «exuberancia irracional» (Alan Greenspan), que se pretenden acallar con la misma narrativa salvadora del mundo, pero cuyos costos se cargan a la sociedad en general y no a sus causantes.

Fue irracional tolerar la enorme libertad para que los grandes banqueros y el circuito de capital desataran su capacidad para tomar riesgos morales en nombre de todos y con dinero ajeno, amparados en la idea de que «somos demasiado grandes para caer».

Parece increíble que todavía se empleen argumentos retrógrados y primitivos para bloquear transacciones de bienes y servicios a través de las fronteras, como si estas fueran delimitaciones mágicas que alteran los principios de sensatez en un contexto de culturas interconectadas.

La base central para derribar las trabas al comercio exterior es que permite el ingreso de mercancías más baratas, de mejor calidad o ambas. Es idéntico al fenómeno de los aumentos en la productividad: reduce los costos de las operaciones, liberando recursos humanos y materiales para otras actividades, lo que a su vez amplía la lista de bienes y servicios disponibles, mejorando el nivel de vida de los habitantes del país receptor.

Este es el progreso. El aprovechamiento de los recursos escasos se traduce en aumentos de salarios e ingresos reales, consecuencia directa de las tasas de capitalización.

El futuro imaginado con Bretton Woods y el Consenso ya ocurrió, y sus desviaciones se evidencian en la pérdida de apoyo político para la globalización. Sin embargo, no nos engañemos, ll planeta no fue pródigo por igual en recursos y cada sociedad ha evolucionado de acuerdo con sus propias circunstancias y por ello

el intercambio es la mejor manera de crecer mas eficiente.

¿Cuáles serían las prescripciones básicas en busca de un nuevo modelo económico para la próxima generación, digamos los próximos 60 años? Recurramos a la experiencia adquirida a través de nuestros errores:

  1. Acelerar la reforma fiscal mundial para combatir la desigualdad. Acabar con la economía del fascismo: «una economía donde las grandes corporaciones se quedan con las ganancias mientras los contribuyentes financian las pérdidas» (Murray Rothbard).
  1. Para tener caldo de pollo, primero hay que tener el pollo (anónimo). No se puede repartir riqueza que no se ha creado, y mucho menos a base de deudas. «El mayor engaño de la pasada década fue llamar crecimiento a lo que en realidad era deuda, y el actual, llamar austeridad a lo que no es sino un despilfarro contenido» (Daniel Lacalle).
  1. El intercambio debe impulsar la competitividad y no solo apoyarse en distorsiones cambiarias provocadas por la intervención gubernamental. «Si los fondos de bajo costo se hubieran empleado bien, por ejemplo, si hubieran ido a apoyar la inversión en nuevas tecnologías o la expansión de empresas, tendríamos una economía más competitiva y dinámica» (Joseph Stiglitz).
  1. Los gobiernos deben apoyar, y no obstaculizar, a las economías y a sus agentes productivos. «La visión gubernamental de la economía puede resumirse en unas cortas frases: si se mueve, póngasele un impuesto. Si se sigue moviendo, regúlese, y si no se mueve más, otórguesele un subsidio» (Ronald Reagan).
  1. «Los orígenes de nuestro sufrimiento son relativamente triviales en el orden del universo, y se podrían arreglar con relativa calma y facilidad si en los puestos de poder hubiera suficientes personas que comprendieran la realidad. Además, para la gran mayoría de la gente, el proceso de arreglar la economía no tendría que ser doloroso ni implicar sacrificios; al contrario, terminar con esta depresión sería una experiencia que haría sentirse bien a casi todo el mundo, con la sola excepción de los que están sumidos en la política, emocional y profesionalmente, en doctrinas económicas obcecadas» (Paul Krugman).

Un programa integral para apoyar la economía real debe enfocarse en fortalecer los sectores productivos que generan empleo y riqueza tangible. Esto implica impulsar la inversión en infraestructura, tanto física como digital, para mejorar la conectividad y la eficiencia de las empresas.

Es crucial fomentar la innovación y el desarrollo tecnológico, especialmente en las pequeñas y medianas empresas (pymes), que son el motor de la economía real. Se pueden ofrecer incentivos fiscales y programas de capacitación para facilitar la adopción de nuevas tecnologías y la mejora de la productividad.

El acceso al financiamiento es otro pilar fundamental. Se deben crear líneas de crédito con condiciones favorables para las pymes, así como promover la inversión en proyectos productivos a largo plazo.

Además, es necesario fortalecer el mercado interno, promoviendo el consumo de productos locales y apoyando a los productores nacionales. Se pueden implementar políticas de compras públicas que prioricen a las empresas locales y programas de promoción de productos en el exterior.

Finalmente, un programa de apoyo a la economía real debe incluir medidas para mejorar la calidad del empleo, fomentando la formalización del trabajo y la capacitación de los trabajadores. Esto contribuirá a aumentar la productividad y el bienestar de la población.

«Todo el mundo quiere vivir a expensas del Estado. Se olvidan de que el Estado vive a costa de todos» (Frédéric Bastiat). La frase de Bastiat destaca la carga que representan los impuestos para los individuos y las empresas. Cuando el Estado gasta más de lo que ingresa, la deuda pública aumenta, lo que puede generar problemas económicos a largo plazo.

Fuente:

Vía / Autor:

// Carlos Chavarría Garza

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Autor: lostubos
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