Por Ernesto Ángeles
En años recientes los videojuegos han dejado de ser una simple distracción juvenil para convertirse en uno de los aparatos culturales más influyentes del siglo XXI; millones de personas en todo el mundo no solo interactúan con estos productos de manera lúdica, sino que participan en universos que reproducen narrativas, valores y visiones del mundo de forma constante, sistemática y, muchas veces, acrítica. Lejos de representar un terreno neutral o apolítico, la industria del videojuego se ha convertido en un dispositivo eficaz para la validación simbólica de estructuras de dominación, exaltando el individualismo, el militarismo y una lógica binaria que clasifica el mundo entre “buenos” y “malos” desde coordenadas colonialistas y conservadoras.
En este contexto, no sorprende que las principales franquicias de videojuegos —especialmente aquellas ubicadas en los géneros shooter, aventura o rol— repliquen una estructura narrativa centrada en héroes solitarios, usualmente hombres, blancos y heterosexuales, los cuales restauran un supuesto orden alterado mediante la violencia justificada. En videojuegos como Call of Duty, el jugador adopta el rol de un soldado occidental enfrentado a enemigos deshumanizados, frecuentemente racializados, en escenarios inspirados por conflictos geopolíticos reales; así, la guerra deja de ser un fenómeno trágico para transformarse en una experiencia divertida y limpia, funcional para naturalizar el intervencionismo y justificar el uso de la fuerza como herramienta de estabilidad internacional. ¿No resulta llamativo que el terrorismo islámico se haya vuelto un “nivel desbloqueable” justo después del 11-S?
Este tipo de representación no es casual ni inocente, sino que forma parte de una arquitectura ideológica que se refuerza no sólo desde las pantallas, sino también desde las prácticas empresariales de los grandes conglomerados que dominan la industria. Compañías como Activision, Ubisoft o Rockstar no solo han sido señaladas por ambientes laborales tóxicos y explotación, sino también por colaborar con estructuras militares, como es el caso de America’s Army, videojuego financiado directamente por el ejército de Estados Unidos con fines de propaganda y reclutamiento; a esto se suma la presencia de soldados “influencers” en Twitch, la creación de equipos de eSports patrocinados por fuerzas armadas y campañas de comunicación militar que utilizan el lenguaje gamer para construir una imagen heroica, moderna y deseable de la vida militar.
Pero el problema no se reduce a las tramas o a los vínculos con el aparato militar-industrial, ya que las comunidades digitales que han emergido alrededor de muchos de estos videojuegos se han convertido en espacios donde florecen la misoginia, el racismo, la homofobia y una hostilidad virulenta contra todo intento de transformación o inclusión, así como sucedió con el caso Gamergate en 2014: bajo el disfraz de una defensa de la “neutralidad cultural”, diversas comunidades de videojuegos desataron una campaña de acoso masivo contra mujeres desarrolladoras, periodistas y voces críticas, utilizando herramientas digitales propias de la guerra cultural y replicando tácticas de la extrema derecha digital. No es casualidad que figuras como Steve Bannon hayan reconocido, justamente ahí, el potencial de estas comunidades para operar políticamente en favor de proyectos reaccionarios.
A partir de entonces, plataformas como YouTube, Reddit o Discord han servido de canales para difundir discursos de odio enmascarados de sátira o irreverencia antisistema; sin embargo, esa supuesta rebeldía apunta siempre en una misma dirección: el rechazo visceral a cualquier forma de diversidad que cuestione el canon dominante del sujeto gamer, es decir, el hombre joven, blanco y políticamente apático, al menos en apariencia.
Cada intento por modificar esa estructura, ya sea a través de personajes diversos, temáticas alternativas o inclusión de otras identidades, es respondido con campañas de boicot, amenazas coordinadas y acusaciones de “ideologización” o “agenda política”. Curiosamente, para estas voces, lo político no es que un juego retrate al Medio Oriente como un terreno bárbaro que debe ser salvado por soldados estadounidenses, ni que las mujeres aparezcan hipersexualizadas y los pueblos no occidentales como amenazas: lo político, al parecer, es intentar cambiar ese guion.
Entonces, ¿en qué momento los videojuegos dejaron de ser “sólo juegos” y se convirtieron en armas culturales? ¿Por qué incomoda tanto que otros cuerpos, otras voces y otras narrativas entren al terreno del entretenimiento digital? ¿Y qué papel juegan las grandes empresas tecnológicas y mediáticas en la construcción de estos imaginarios colectivos?
Lo que está en disputa no es solo una estética ni una mecánica de juego, sino la posibilidad de imaginar mundos diferentes; y en esa disputa, la neutralidad proclamada por muchas compañías funciona como una coartada perfecta para sostener el statu quo. Porque cuando una empresa dice que su juego “no es político”, lo que realmente está diciendo es que está cómodamente alineada con una visión de mundo donde la violencia es divertida, la exclusión es invisible y la dominación se disfraza de libertad.
Imagen portada: SPR



