Por Joaquín Hurtado
Desde que murió papá no sabemos nada sobre mi madre.
Mi mamá es alta, blanca, distinguida. Cardióloga muy reconocida. Tiene un lunar prominente en la ceja izquierda, cerca del seño.
Después de la Ocupación, mamá empezó a comportarse de manera bastante extraña.
Le fascina atrapar roedores con las manos. Si un conejito le muerde un dedo, se pone frenética. Los aprieta por el pescuezo hasta casi asfixiarlos. Entre chillidos de rabia y agonía, sin despellejarlos siquiera, los devora vivos.
Mami come conejos vivos de largas colas. Un hábito muy desagradable.
Los medio devora, los medio digiere, los medio vomita, los deja completamente moribundos, a merced de los buitres.
En realidad los conejos están extintos. La Junta de Ocupación publicó un decreto para llamar obligatoriamente conejos a las ratas gigantes. La Ocupación cumple este mes tres años.
Los conejos constituyen la principal fuente de nuestra proteína.
Acabamos con las palomas, los insectos y las mascotas. Los conejos parece que son inagotables.
Tenemos permiso para matar, cocinar, comerlos en caldo espeso. O bien tragarlos vivos. Pero no podemos cazarlos de noche. So pena de muerte.
La Ocupación dividió el país, la Invasión llevó a más violencia, trajo consigo conejos. A veces, antes de dormir, recuerdo las pantallas.
Papá decía que todo empezó ahí, con un virus de ideas supremacistas en las pantallitas. Volvió locos a los adolescentes. Ese virus se transformó en tanques y drones. Ahora tenemos otro virus: mamá lo trae dentro.
Con la Invasión llegó el caos de conejos.
Los conejos llegan en masa al festín de cadáveres.
Mamá enfermó de deseo incontrolable por comer conejos.
Primero para cenarlos, luego solamente para masticarles la carita malhumorada, grotescamente gesticulante.
Y el rostro de mamá en cambio, con un brillo místico.
La noche en que papá murió, mamá salió a cazar conejos. Han pasado ya tres días de eso. Nadie da razón de su paradero.



