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‘Opus’, la nueva cinta de Mark Anthony Green, explora el secreto como núcleo del drama

Por Fernando Zamora

En torno al secreto comenzó a edificarse el arte del drama: la tragedia inicia no con lo que se dice sino con lo que se revela en el momento exacto; publica MILENIO.

Opus, la última obra (de Mark Anthony Green) retoma esta clase de secretos y la lleva hasta un cine de atmósfera en que el espectador se introduce al estudio de un artista desaparecido (John Malkovich). Pero, ojo, también se ha evaporado la periodista (Ayo Edebiri) que guía la película. Porque hay un leit motiv, una suerte de organismo social que piensa, dialoga y actúa para que el secreto del que hablamos no se desmorone. En la creación de esta película, el principal logro de Green está en el silencio, materia sobre la cual se constituye todo secreto. Pero este silencio, más que ausencia sonora, resulta, según veremos, administración del poder.

En Opus, la última obra, nadie calla porque sea tímido; al contrario, todos saben demasiado, de modo que la ausencia del artista que sirve de hilo narrativo se transforma en mecanismo que ordena la conducta de quienes lo rodearon produciendo un pequeño teatro del mundo que recuerda en muchos sentidos las grandes obras teatrales de Agatha Christie (estoy pensando en La ratonera). Lo suficientemente pequeña como para necesitar más y lo suficientemente grande como para tratar de fingir que no existe. El artista ausente les sirve para evadir la verdad y buscar reconstruir un mito de horror. Se trata no tanto de una muerte concreta como de la putrefacción que implica la supervivencia de un icono que mantienen, como si fuera su Gólem, los que vivieron de él.

Hay que decir pues que Opus, la última obra es buen cine de misterio que, sin embargo, evidencia más bien el modo en que la cultura contemporánea trata la fama: la verdad de lo que es una figura pública importa menos que el rendimiento económico y emocional que produce. Y, aunque no es gran cine, cumple lo prometido: la atmósfera ya dicha, encierros físicos, psicológicos y afectivos.

El diseño de producción es el primer narrador. La casa estudio del músico es un santuario de excesos minimalistas, instrumentos acomodados con obsesión ritual y rincones donde, además de polvo, hay reliquias. Todo está demasiado puesto, demasiado ahí. O al menos lo suficiente como para producir la sospecha pues, en efecto, el diseño de producción es el cómplice silencioso del engaño de una obra que consigue hacer que la claustrofobia se mueva en nosotros. Los actores no lloran ni gritan. Es más, a veces ni siquiera administran información. Cada personaje cuida el fragmento del relato colectivo que le ha tocado administrar y lo ofrece casi remilgosamente al espectador. Porque, claro, nadie miente abiertamente, de modo que (otra vez, como en Agatha Christie) el drama avanza no por revelaciones sino por contradicciones: un tono en la voz, matices, versiones que no encajan del todo. Pero ¿deberían encajar?

En esta misma lógica el fotógrafo coloca la luz en sitios incómodos. Más que embellecer el ambiente lo suyo es generar sospechas, producir encuadres angustiantes, estrechos. La cámara parece tener miedo de retroceder demasiado porque podría revelar algo que no debemos saber. Y como es común en esta clase de cine, el fotógrafo se instala en la frontera entre el documental y el artificio: los relatos sobre genios invisibles son en realidad una construcción idealizada que tiene que ver más con un tótem o un Gólem que con una persona de carne y hueso, un ser humano de verdad.

Imagen portada: IMDb

Fuente:

// Con información de Milenio

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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