Por Joaquín Hurtado
En lo que nuestros hijos aplauden al influencer fascista —ese muñeco de trapo con lengua de plastilina— nosotros seguimos apilando pólvora bajo la cama, como si el porvenir se pudiera iluminar con un chisporroteo de feria. Bailemos, pues, entre casas plagadas de riesgo: al fin y al cabo, la vida del pobre siempre fue una coreografía entre la necesidad y la estupidez decorada.
El pequeño idiota autoritario —el que se siente emperador del barrio porque heredó el cráneo de un cucaracho— traza círculos de pólvora en el aire como si firmara un testamento anticipado. Sueña que besa una de sus palomas desdichadas, la prende, la avienta como bendición vaticana, la mira estallar con la devoción de un profeta del desastre. Luego otra, y otra más, hasta que incluso el Diablo queda medio sordo y enteramente fascinado ante tanta pirotecnia desalmada.
El derroche del artificio que vale más que un libro y arde en segundos. El desparpajo del papel volando. La épica de la tontería. Y los perritos sin culpa, que corren enloquecidos detrás de su propia cola.
Y uno se pregunta: ¿por qué un hombre común guardaría una tonelada de pirotecnia en su casita de interés social? ¿Por qué convertir un hogar en volcán? ¿Por qué llenar de pólvora la sala donde deberían estar las fotos de la primera comunión y el perro dormido?
La respuesta es vieja como la miseria: “Porque en diciembre se vende todo”. Porque “qué tanto es tantito”, porque “yo sé lo que hago”. Porque, en estos tiempos, cualquiera puede ser Dios en pijama.
La necesidad se disfraza de oportunidad, la oportunidad se vuelve negocio, y el negocio, velorio. Porque cuando la lumbre decide hablar, manda techos y muros hasta la chingada.
Mientras tanto, el hombre común —héroe involuntario del catálogo de desgracias nacionales— se convence de que es más listo que el fuego. De que la explosión es para los tontos, los otros. Él no: él envuelve su cajita de cerillos en un paño con agua bendita.
Y sonríe. ¿Cómo no, si la autoridad es omisa, negligente, descaradamente corrupta? Le pidieron “para el refresco”, “para la gasolina”, “para el jefe”. Y con esas palabras mágicas se abrió la puerta y se dejó a la muerte dormir en el clóset, bien tapadita con una colcha de caricaturas.
La autoridad recorre las calles con ceguera cívica. Llega al domicilio denunciado, mira por encima del hombro, observa las cajas sospechosas, revisa las estibas inflamables y sentencia:—Todo en orden, vecino. Nada que reportar–. Luego se marcha con el bolsillo lleno y la conciencia en los huesos.
Porque el uniforme no hace al protector: a veces solo sirve para disimular al cómplice. En la colonia todos saben quién guarda pólvora, quién la vende, quién la transporta. Y aun así, nadie hace nada.
La burocracia firma papeles inútiles y se golpea el pecho administrativo: “Hicimos inspecciones”, “cumplimos protocolos”, “fue una tragedia evitable”. Lo dicen cuando ya es tarde, cuando las casas se han convertido en cráteres con sartenes chamuscados.
Mientras las brigadas hacen lo que pueden para socorrer damnificados, los funcionarios ensayan discursos de condolencia, el político se toma la foto y promete nuevas viviendas, entrega cobijas, condena —ahora sí— “el uso irresponsable de pirotecnia”. Como si no hubiera permitido que aquello creciera como un tumor encendido.
Y así seguimos: ellos cobrando, el vecino acumulando y comercializando pólvora, los sobrevivientes enterrando a los que se quemaron. Mientras tanto, los hijos imitan al pirómano de TikTok y el país se ilumina, no por el cuete decembrino ni el progreso, sino por la luz súbita de una explosión que todos vimos venir.
Un trueno seco en la recámara de la Nena. Luego otro, y otro más. Las ventanas salen disparadas como aves de cristal; las puertas se arrancan de sus bisagras; las paredes se doblan como papel mojado. Cuatro muertos, decenas de heridos graves, gente trabajadora sin hogar. Gritos, polvo, sangre. Escenas dantescas para llenar un encabezado que se repetirá mañana en otro municipio. Una vida de sacrificios volatilizada en segundos.
Al amanecer, el barrio guarda silencio. El Dios pirómano ha muerto, pero ya surgen otros diez.
(Monterrey, México, 1961. Premio Nuevo León de Literatura 2006. Cronista urbano. Ha publicado los libros: Guerreros y otros marginales, Ruta periférica, Laredo song, Crónica Sero, La dama sonámbula, Los privilegios del monstruo, Vuelta prohibida (obra reunida en dos tomos), Teorema del equívoco, La estructura de Andrómeda, La luna es un tiburón. Creador de plástica amateur. Participa en la defensa de los derechos de las minorías sexuales y personas con vih/sida. Viajero incansable, padece deficiencia renal y colitis crónica. Ama los mapas de ciudades perdidas, ver el mundo a través de la poesía y comer en mercados rodantes.)



