Por Carlos Chavarría
Una cosa es el estilo de liderazgo y otra muy diferente es ejercer el poder sin cortapisas. En México los que acceden al poder ejecutivo, en cualquiera de sus tres niveles, incluidos los órganos del estado reputados como autónomos y a pesar de todo un andamiaje de leyes, reglamentos, procedimientos e indicadores, toman sus decisiones sin un medio de control o aseguramiento de que los resultados finales de sus acciones significaran mejorar el estado que guardan las cosas.
Todos los supuestos aparatos de control agrupados bajo el concepto de transparencia y auditoría no son sino medios para nutrir y acrecentar el mismo poder omnímodo y el despliegue del morbo popular y la represión hacia núcleos específicos de la administración, entendida la transparencia, como una rama más del ejercicio del poder mismo.
Todos los procesos de retroalimentación sostenidos en la abundante pero inútil información no conducen a la mejora continua y el abandono de malas prácticas sino a perpetuar y estandarizar la misma manera de ejercer sin controles reales.
Todos los días, desde los más altos niveles del poder de cada geografía, surgen nuevos focos que atraen la atención pública y que alimentan la agenda diaria de la sociedad y un discurso en apariencia disruptivo, pero que en el fondo solo es para ganar tiempo y dejar hacer, siempre con gran cuidado de ocultar aquello que puede debilitar el enorme poder público al estilo México y sus debilidades.
En el México postrevolución, hemos sido testigos por desgracia de frecuentes casos, donde los miembros del poder ejecutivo se alejan del concepto de “poder razonable” que sostiene al espíritu liberal y eso ha sido uno de los lastres que más nos ha retrasado en el desarrollo.
Tenemos todo el arco iris de posibilidades. Desde la trivialización del poder por Fox, Peña y López Portillo, hasta la obcecación de Díaz Ordaz, Echeverría y López Obrador, pasando por la frialdad tecnocrática de Salinas y Zedillo. Todos ellos disfrutaron del inmenso poder presidencial para usarlo “razonablemente”. Todos ellos con capacidades personales diversas, pero siempre con los mismos pobres resultados.
Para Hobbes, Spinoza, Locke y muchos otros pensadores liberales, la noción de “razonabilidad” significa un estándar moral y legal para juzgar la aceptabilidad y, por extensión, legitimidad de la conducta de un gobierno. Para que una directiva o política publica constituya una legítima obligación sobre los ciudadanos, esta debe ser compatible con los dictados de la razón y tratar todos los asuntos con seriedad, objetividad y eficiencia en una manera “razonable” y sin distingos.
La corrupción es solo uno de los ejemplos de los efectos negativos del ejercicio irracional del poder y que si creemos al propio gobierno representa el 10% de PIB y a otras fuentes hasta el 20% [https://www.imf.org/external/pubs/ft/fandd/2019/09/pdf/the-true-cost-of-global-corruption-mauro.pdf].
México nunca saldrá del atolladero en tanto la toma de las decisiones ocurra bajo criterios de exclusiva oportunidad de quien ocupa la silla. Podemos repavimentar las calles de los 2,500 municipios del país solo para darnos cuenta que en la primer lluvia todo esta destrozado como al inicio.
Seguiremos con cientos de proyectos de inversión pública sin repago, fondeo y resultados que implican nuevas cargas financieras, así como empresas públicas sin salida para satisfacción del ejecutivo.
A todo lo largo y ancho del país se instalan programas diversos para el desarrollo social con el único fin de ensalzar un falso discurso reivindicatorio y que serán abandonados al no tener sustentabilidad alguna en el mediano y largo plazo.
La enumeración puede seguir de más ejemplos de un diseño del poder público que ya no puede responder para el tamaño de los retos imperantes y los que tenemos hacia delante, en tanto todo dependa de una sola persona y su voluntad por más buenas intenciones que digan tener.
“El gran error estriba en seguir juzgando a los gobiernos por sus intenciones y no por sus resultados”. // Milton Friedman.