Por Félix Cortés Camarillo
En el debate de los candidatos presidenciales del 2018, el ya casi ex gobernador de Nuevo León, Jaime Heliodoro Rodríguez, en una de sus múltiples fanfarronadas amenazó con que haría mochar las manos a los ladrones, siguiendo una tradición muy antigua.
La amputación de las manos tiene efectivamente larga trayectoria. En el capítulo 25 del «Deuteronomio» se lee: «cuando algunos riñeren juntos el uno con el otro, y llegare la mujer del uno para librar a su marido del mano del que le hiriere, y metiere su mano y le trabare de sus vergüenzas la cortarás entonces la mano». En la versión latinoamericana de la Biblia, Mateo dice en el capítulo 5: «si tu mano derecha te hace pecar, córtala y tírala; mejor es que se pierda uno de tus miembros a que todo tu cuerpo sea echado al infierno».
En las culturas primitivas de China, Persia y la India, amputaban la mano a los ladrones. Los visigodos y musulmanes lo hacían además de azotar a los condenados cuando eran rebeldes. En el siglo XVI, García Hurtado de Mendoza, a la sazón gobernador de Chile, mandó cortar las manos hacia 1556 al indio Galbarino, por rebelde y traidor; éste siguió luchando un año más hasta que lo ahorcaron.
El primigenio texto jurídico de la Humanidad, el Código de Hammurabi establece para el robo, como para la mayoría de los delitos, la ejecución. La amputación de ambas manos se reserva para el hijo que golpea a su padre. Los médicos son muy perseguidos: si con cuchillo de bronce opera mal y el paciente muere o pierde el ojo operado, corte de las dos manos. Lo mismo para el que quite de un esclavo su marca de tal, sin el consentimiento del dueño. Para el que robe la cosecha, igual amputación.
Los romanos, en la conquista de las Galias, amputaban las manos a los rebeldes. Carlos I en España abolió los castigos corporales en 1513: se siguieron aplicando cien años más. Todo esto nos refiere a la llamada Ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…
Nos refiere también al instinto popular de ejercer justicia por mano propia por parte de las víctimas de alguna ofensa o terceras personas. Ayer, en México, en el estado de Morelos, se vivió otra manifestación de ese ardor popular.
La historia, como yo me la sé, es muy simple. En el poblado de Huitzilac cuatro hombres se metieron a una casa a robar; fueron sorprendidos por la presunta víctima y dos de los ladrones huyeron. Los otros dos tomaron en rehenes a la hija del señor de la casa. Los dos fueron capturados por la policía y esposados. La turbamulta se apropió de los dos, les quitó ropas y los llevó al palacio municipal.
Ahí, por lo menos cuarenta personas dieron de golpes y patadas a los dos reos hasta la saciedad. Finalmente, les echaron gasolina y prendieron fuego; para entonces uno ya había muerto y el otro agonizaba. Todo ello sucedió mientras los policías, pocos por cierto, no podían, no debían sacar sus armas por lo menos para aparentar alguna autoridad. Abrazos, no balazos, les dijeron.
Nada de esto sucedió en las antiguas China, Persia o Mesopotamia; vamos ni siquiera hoy en Kabul, donde el renacido poder talibán ha reinstaurado la ejecución de mujeres a pedradas. Todo esto sucedió, y con frecuencia sucede, en el México del Siglo XXI. La gente ardida, el pueblo bueno heredero de culturas centenarias muy superiores a la que nos trajeron los europeos, según el presidente López, captura, lincha, y quema vivos a los infractores. Justicia del pueblo, dicen los cursis.
Nada de lo que estamos viviendo en cuestión de seguridad en México puede llamarse justicia.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Ahora sí que, ya entrados en gastos, ¿por qué no dejarle a la llamada Banca del Bienestar que, además de los sueldos de los burócratas y las remesas de los paisanos, maneje también a huevo todas las tarjetas de crédito que hay en el país? Con todo respeto, señor presiente, ahí está la lana. Y, como decía mi compadre el gordo, ya encarrerado el ratón, fastidie a su madre el gato.
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