Por José Francisco Villarreal
En abril de 1914, el general lampacense Antonio I. Villarreal González asumió el gobierno de Nuevo León. Empezó su gobierno impulsando leyes laborales y prohibiendo el culto religioso en los templos. Anticlerical, pero no el “comecuras” que han querido pintar algunos historiadores fifís. Las tropas carrancistas que lo acompañaban se tomaron un descanso, aunque algunos estaban tan aburridos que se entretenían fusilando imágenes religiosas.
A uno de aquellos jefes militares se le ocurrió organizarles alguna fiesta a sus tropas, pa’l desestrés (los ociosos soldados ya amenazaban con agotar las estatuas de santitos). Para eso contrató al periodista veracruzano Rafael Sánchez Escobar, que estaba en Monterrey y que, como simpatizaba con la revolución, no conseguía trabajo fácilmente, así que se dedicó a amenizar fiestas tocando el piano.
Dicen que cuando los soldados le agotaron el repertorio, ya no se ocurría qué tocar, así que improvisó una vieja tonadilla a la que se le adaptaban estrofas fácilmente. La cancioncilla era pegadiza y alegre, y encantó a la tropa. Y cuenta la leyenda que así se difundió por todo México “La Cucaracha” revolucionaria. La pieza en cuestión conservó su vocación militar y satírica, ya que se le conoce desde el siglo XV; por entonces se cebaba en moros y judíos, cuando eran expulsados de los dominios hispánicos por los Reyes Caóticos… ¡perdón! quise decir, Católicos. Otra revolución, pero con la bendición papal, y donde se acribillaba a los “herejes” no a las estatuas de los santos.
Como en aquel tiempo, creo que en la Revolución Mexicana la fe, mayoritariamente católica, debió pasar por pruebas muy duras; matar no es muy cristiano que digamos. Me refiero a la fe de la gente del pueblo, porque la élite religiosa era bastante reaccionaria y seguramente añoraba el estatus aristocrático que les reivindicó el viejo masón, don Porfirio. Plutarco Elías Calles provocó al clero al proclamar que la lucha revolucionaria iba contra el capitalismo, el latifundismo y el clero: “Nosotros no venimos combatiendo ninguna religión; como revolucionarios hemos luchado en contra del clero mismo, porque se respeten todas las creencias y todas las opiniones”, aclaraba El Turco a los cristeros que apenas empezaban a agitar el país.
Se entiende por qué Calles reconoció y apoyó a una singular religión cismática surgida en 1925. Un ex militar porfirista, ex sacerdote, luego masón y finalmente carrancista, el oaxaqueño José Joaquín Pérez Budar, se apropió de un templo en Iztapalapa, e instaló la Iglesia Ortodoxa Católica Apostólica Mexicana. Aunque algunos han dicho que este fue en esencia el conflicto que desencadenó la Guerra Cristera, y yo mismo lo creí alguna vez, sólo fue un conflicto lateral. El desencuentro de Calles y los “príncipes” católicos mexicanos ya tenía data.
Sí comprendo por qué Calles simpatizó con los cismáticos. La nueva religión tenía reglas muy curiosas. Entre otras cosas, liberaba del celibato a sus sacerdotes, instituía la liturgia en español no en latín, los oficiantes eran voluntarios y sus servicios gratuitos, no se pedía limosna para la iglesia y, además, los sacerdotes estaban obligados a trabajar en cualquier oficio y mantenerse de él. No sé si fue por lo del celibato o por lo del trabajo, pero sacerdotes, patriarca y feligreses fueron fulminados de inmediato con la excomunión católica. Es evidente que a los excomulgados les valió sorbete, pero no era la intención intimidarlos sino señalarlos socialmente como enemigos. Y no les faltaron agresiones a estos neopaleocristianos. Aguantaron un poco, y hasta hubo un Papa mexicano, Eduardo I (José Eduardo Dávila), pero acabaron disolviéndose y volviendo al catolicismo romano que, salvo por detalles de organización, unas pocas diferencias canónicas y otras mínimas evangélicas, era básicamente lo mismo.
Al cabo sí se logró una relativa reconciliación entre el gobierno mexicano y el Vaticano. Aunque el Estado se hizo de la vista gorda en algunas cosas de la iglesia, no cedió en mantener el laicismo oficial y la separación formal entre la iglesia y el Estado. La Iglesia Católica Romana no quedó tan conforme, después de todo ha estado haciendo política durante siglos, tiene paciencia y experiencia. Y también descaro, porque sí hemos tenido joyas de la injerencia clerical en la política, por nombrar alguno ahí está Juan Sandoval, el capellán militar de FRENAA.
Tal vez fue por este sujeto purpurado que me vino a la mente la tonadilla medieval reinventada en Monterrey, en plena revolución. Justo cuando me entero de que una congregación pastoral cristiana anuncia una jornada de oración, el mero 20 de noviembre y en la Explanada de los Héroes. Me gustaría pensar que se trata de una reconciliación entre al menos una o algunas religiones con la Revolución Mexicana como lucha social. Sin embargo, su pretensión de que el Congreso de la Unión imponga una fecha para el Día Nacional de la Oración por México me parece inapropiado. Sí habrá diputados federales que lo harían de mil amores, porque rezuman beatitud y fanatismo (religioso y político). Pero decretar así una fiesta de carácter religioso es romper la frontera establecida entre Iglesia y Estado. Porque la oración es el instrumento personal para hablar con Dios y que todas las religiones ofrecen al creyente. Ningún gobierno mexicano, de ningún nivel, debe involucrarse en un acto de devoción personal como no sea para proteger el derecho de ejercerlo.
Debemos agradecer de corazón, todos los mexicanos, la jornada de oración convocada por estos líderes religiosos para pedir a Dios por México. Pero debemos dejar que sea la propia gente la que instituya eso como una devoción anual (que debería ser cotidiana). Imponer desde el Estado un acto de culto de una, varias, o todas las religiones, es dar un paso a favor del estado confesional. Esto ya se hizo en el Imperio Romano cuando Teodosio (no, no fue Constantino) decretó el Cristianismo como religión oficial. Y fue precisamente entonces cuando se empezó a dejar de pensar en la espiritualidad de la fe para limitarse a obedecer a la Iglesia y al Estado. Algo que no es revolucionario… O tal vez sí, pero como una cucaracha sin mariguana y sin fe.