Por Félix Cortés Camarillo
El otro día el presidente López se burló de lo escrito por Denise Dresser, en el sentido de que su decreto, transformando en asunto de seguridad nacional y por tanto intocable, secreto, e indiscutible, había equivalido a un golpe de Estado. Con su ridícula risita de je je je lanzó su enigmático “imagínense”. Con eso le quitaba todo sustento de veracidad al asunto. Desde luego, cada quien entiende su golpe de Estado como quiere.
Mañana, seis de enero de 2022, se cumple el primer aniversario de un hecho ominoso no solamente para la historia reciente de los Estados Unidos, sino para la esencia de la democracia misma, aunque la memoria colectiva haya estado tratando de hundir ese acontecimiento en el cómodo olvido.
El seis de enero de 2021, a unos días de que Joseph Biden rindiera protesta como presidente de los Estados Unidos en la escalinata del Capitolio –sede del poder legislativo de los gabachos– unas setecientas personas tomaron el edificio insigne de la división de poderes en Norteamérica de manera violenta y tumultaria. Habían sido instigados por Donald Trump, el candidato republicano que perdió las elecciones en el noviembre anterior y fueron doblegados pronto. Unos 150 de ellos se declararon culpables del asalto, unos cincuenta fueron condenados a penas de prisión que oscilan entre un par de días y tres o cuatro años; el resto purga penas en libertad condicional.
El asunto no pasaría de ser un episodio lamentable del anecdotario de la historia reciente del país vecino: el germen que hizo nacer e impulsó esa manifestación de fuerza bruta en contra de las instituciones, que equivale sí, a un intento de golpe de Estado sigue vivo. Y muy activo. Y se sigue llamando Donald Trump.
Los cálculos más moderados en los Estados Unidos aseguran que el sesenta por ciento de los que se confiesan republicanos siguen pensando en que las elecciones de noviembre 3 del año pasado le fueron robadas –de una manera u otra– a Trump. Y que solamente él es capaz y digno de hacerse cargo del poder en los Estados Unidos para corregir el rumbo.
Esa convicción y esa actitud no son de suyo preocupantes: son inherentes a la democracia, que cuando aspira a la uniformidad totalitaria está cavando su propia tumba. Esos ciudadanos que no apoyan a Biden tienen ese derecho inalienable. Pero esos millones de norteamericanos, simultáneamente, consideran que si es necesario acudir a la fuerza para imponer en la Casa Blanca a Donald Trump, ello debe hacerse. Y esa es una amenaza grave al pensamiento y a la realidad democrática.
El mismísimo encargado de la seguridad física del inmueble atacado hace un año y un día afirma que en la víspera de tan infame aniversario la sede del Congreso de los Estados unidos no es más seguro de lo que fue hace un año. La fragilidad de las instalaciones refleja seguramente el peligro que enfrentan las instituciones.
Hoy miércoles el presidente Biden y el ex presidente Trump van a dirigir mensajes a la ciudadanía; podemos esperar que Biden convoque a la cordura y a la legalidad. Lo que Trump va a promover es muy claro. Y peligroso.
PREGUNTA PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): los que le dicen al presidente López que los niños son poco proclives a enfermar gravemente de Covid y por tanto no hay peligro si regresan a sus clases presenciales masivamente tienen razón muy probablemente; en lo que se equivocan de cabo a rabo es que esos niños pueden fácilmente ser portadores del virus y llevarlos de su casa a la escuela a sus maestros y compañeros y de ahí a la inversa hacia sus casas, sus abuelos y padres, menos indemnes.
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