Por Azul Alzaga
Buena parte de las actividades que uno ve como oferta de las ferias del libro parecerían apuntar a lo mismo: “No sólo se vive, se hace cultura”, dicen por ahí. Y sí, pero el diablo está en los detalles. Una pregunta de entrada sería: ¿qué cultura?
Mientras escribo esto, dos grandes ferias del libro están teniendo lugar en México, como escaparate casi literal de dos modelos culturales, dos proyectos de país en disputa: la de Monterrey y la del Zócalo de la Ciudad de México.
El objetivo primordial de la Feria Internacional del Libro (FIL) del Zócalo, cuya sede es nada menos que la principal plaza pública del país, es poner libros en la mayor cantidad posible de manos, generar comunidad e inspirar la participación social en la cosa pública. Un dato son los mítines en que resultan las charlas o debates que ahí confluyen. Pensamiento crítico, reencontrarse con la historia, que es fundamental para entendernos, escucharás decir a Paloma Saiz, directora de la feria, que anda caminando por todos lados regalando libros.
La cosa es muy distinta para Consuelo Sáizar, a cargo de la Feria de Monterrey. En una entrevista exponía como objeto de esa feria que los alumnos del Tec (institución organizadora) conozcan a los “mejores escritores del mundo”, se vean inspirados con sus habilidades y, además, aprendan a vender sus proyectos. La FIL de Monterrey es, literalmente, “un laboratorio para la formación del mejor capital humano”. Es, digamos, otro tipo de comunidad: una diseñada para hacer de la palabra y del pensamiento una mercancía.
Y no podría ser de otra manera en un evento que es propiedad de una universidad privada cuya máxima es el emprendedurismo. Que sea esa su principal feria dice mucho de la cultura política, económica y social de un estado, Nuevo León, en el que la noción de lo público parece inexistente. No es de extrañar que encajara en ella, como anillo al dedo, la funcionaria emblema de la política cultural de Vicente Fox y Felipe Calderón. En oposición, figura la Ciudad de México como base de una cultura que no cesa de empujar derechos igualadores.
En Monterrey no escucharás sobre el impulso de ninguna transformación, sino de cómo detenerla; tampoco verás promoverse la idea de organización popular; quizás, sí, de alianzas y sociedades. Tendrás acceso, eso sí, a un abanico de razones por las que ningún camino cuyo final sean los derechos colectivos es posible o deseable. Quizás te toque un Lorenzo Córdova en lugar de un Hugo López Gatell y verás un homenaje a Héctor Aguilar Camín, paladín del salinismo, en lugar de a Rosario Ibarra, emblema de la defensa de los derechos humanos. El diablo. Los detalles.