Por José Francisco Villarreal
Sin restarle mérito a “Los Alegres de Terán”, “Luis y Julián”, “Los Rancheritos del Topo”, “Las Jilguerillas”, y otras joyas de la época, la canción favorita de mi agüelo era “El Nocturno a Rosario”, con quien la cantara, de ser posible “El Palomo y el Gorrión”. Aunque me parecía más “darks” que romántica, también me gustaba; o tal vez yo era el “darks”, porque también me gustaban “La Tísica”, “La Cama Vacía” y “Bodas Negras”. Pero ya en plan festivo, mi agüelo y yo coincidíamos en una canción: “La Higuera”. Gusto no compartido por mi agüela, que apenas si aguantaba la versión emitida en la radio. Una estrofa, una sola estrofa le molestaba a doña Blanca. Aquella que, en voz viva de esas raras veces que la cantaba don Toño, decía: “Ay qué torres tan retealtas, cómo no las mueve el aire. El que no lo quiera creer que vaya y chingue a su madre”. Estallaba entonces el “¡Antonio!, no seas grosero”. Don Toño, que en realidad se llamaba Mateo, se reía y la contentaba con otra estrofa: “¡Ay que paredes tan altas!, y mi amor tan chaparrito. Quisiera ser albañil para bajarlas tantito”.
Doña Blanca no decía “malas palabras”, hasta batallaba para decir un inocuo “sonso”. En cambio, papá Antonio y yo salimos bastante malhablados. Algo por lo que pudimos estar casi fuera de la ley si no se hubiera frenado esa mentada iniciativa sobre los insultos presidenciales. ¡Todo un despropósito! Porque el insulto es tan inaprensible, que para legislarlo habría que codificar el vocabulario soez del mexicano, lo que terminaría por enmudecernos. Como nadie se conformaría con blindar sólo al presidente contra los insultos, todos tendríamos derecho a estar a salvo de cualquier tipo de improperios. Ya imagino la cantidad de amparos que se solicitarían, no contra la ley, sino para compartir la trinchera presidencial.
Don Toño, desde donde esté, no me dejará mentir. Si nos restringen la facultad, casi derecho humano de insultar a los presidentes, aniquilarían el poco espíritu crítico que nos queda, ese desquite que no cura el mal pero lo desahoga. El deporte favorito de los jodidos, durante todos los regímenes, ha sido mentarle la madre a los que nos joden, sean diputados, senadores, regidores, alcaldes, gobernadores o presidentes. La única diferencia es que en este régimen, los insultos al presidente se publican y hasta se firman. Algo insólito bajo esta “dictadura” represiva estaliniana.
No bien se había propuesto esa divertida iniciativa, un sujeto que se ostenta como periodista lanzó su crítica desplegando todo un florilegio de insultos contra don Andrés. El tipo ya de por sí es un insulto al periodismo, aunque hace poco hizo una larga lista de periodistas reprimidos por el gobierno federal en la que osadamente se incluyó. Sus recientes vituperios demuestran qué tan reprimido está. En sus textos de opinión, hasta las conjunciones saben a mentadas de madre. Por supuesto que yo no esperaba un análisis objetivo de la desafortunada iniciativa. Si algo escasea en estos tiempos en el periodismo de opinión es precisamente la objetividad. Aclaro que no sigo las publicaciones de ese sujeto. Las leo cuando las reproduce un amigo (uno de varios) que se dedica sistemáticamente a difundir cualquier cosa que insulte o ridiculice al presidente. Un pasatiempo muy respetable pero difícilmente compartido por una persona sensata. Supongo que en el fondo a esto se quería referir la iniciativa original: al insulto gratuito, visceral, delirante, insidioso.
Creo que en todo esto se olvida algo medular en esta forma de comunicación del mexicano. El insulto no lo dan las palabras sino el contexto. Un poco de Semiótica elemental aclararía esto, en el supuesto de que hubiera un poco de educación, tanto en el cuerpo legislativo como en furiosos pasquineros y en ingenuos replicantes. El presunto periodista que mencionaba antes, por ejemplo, no lanza su letanía de palabrotas desde una postura crítica sino desde su rabiosa frustración. Sus resonadores deben andar más o menos en la misma crisis “hidrofóbica”, pero son un poco más pudorosos a la hora de exhibirla. Con gusto ofendería yo al sujeto carcundo luso adredista, tachándolo de enfintoso rufián de prosa desandrajada, baldragas y socio de la bahorrina, zascandil y refitolero, taimado sicofante. Me abstengo, no vaya a ser que de repente prospere alguna iniciativa no contra el insulto sino contra hacer el ridículo. Porque aunque las palabras son adecuadas y hasta causal de duelo a machetazos, ahora todos, hasta el interpelado, morirían de risa. Preferiría llamarle Cicerón de tuit, Demóstenes de la libre expresión on line, sumo pontífice de la crítica. No parecen ofensas pero son más letales, porque inflan al ego con helio, y lo elevan tanto que termina perdiendo piso… y el descenso siempre es rápido y doloroso.
El insulto es algo tan sutil, tan ambiguo, que siempre dependerá de quien lo recibe y de cómo lo interpreta. Si no hay ese enlace dinámico, no hay ofensa. Sin embargo, en esta novedosa moda del insulto público a funcionarios y políticos a través de los medios de comunicación, no se insulta para ofender a alguien, sino para predisponer a los “mirones” contra él, o involuntariamente ponerlos a su favor. Legislar adecuadamente sobre el tema es imposible para los prejuicios y las pocas luces de nuestros legisladores. Muchos de ellos (y ellas) ya ejercen el insulto como virtud y la insidia como devoción. Más ahora que muchos opinadores han llevado la muy liberal, divertida o trágica hociconeada de cantina y de vecindad a las mesas de redacción. Lo vulgar como último recurso para camuflarse entre el pueblo no para comunicarse con él. Tenía gracia en el difunto Polo Polo… en estos no. La soberanía popular de la procacidad, ahora invadida, apropiada, impostada, caricaturizada, desprestigiada, injuriada, insultada. Con leyes o sin ellas de por medio, ya ni ese consuelo nos quieren dejar a los jodidos.