Por Félix Cortés Camarillo.
¿por qué no me enseñaste
cómo se vive sin ti?
Frank Domínguez, Tú me acostumbraste
Es vocación humana la de consagrar fechas específicas a celebraciones determinadas. Sabemos del día de las madres, del niño, del abuelo, del médico o del maestro. Cada mañana me entero que hoy es día de alguien o de algo: del árbol, del dentista –como si no fuera un torturador mayor– del músico, porque es Santa Cecilia, o del albañil que es de la Santa Cruz.
Ya no hay vacantes, por si a alguien se le ocurre el día del huachicolero o del transportista urbano; para mí tengo que en algún rincón del moderno Galván hay un día del sicario. Prefiero no averiguarlo.
Por lo general, esas festividades tuvieron raíz eminentemente comercial. Don Rafael Alducín, fundador hace más de un siglo del periódico Excélsior en la Ciudad de México, lanzó el diez de mayo como el día de las madres porque los comerciantes del centro de la capital le habían convencido de que las ventas de la Navidad y los Reyes habían tenido índices de consumo que en mayo descendían y la fiesta de los enamorados, San Valentín, no había acabado de prender.
De origen más incierto, aunque más merecido, es el día del Maestro, que celebramos hoy miércoles 15. ¡Felicidades!
De todas las personas que influyeron en la conformación de nuestro ser, es el maestro y la maestra la más importante. Ni mamá, mucho menos papá, pasó tanto tiempo a nuestro lado –aunque estuviera, en la tarea, a distancia– que el profesor, la miss o como le haya tocado a usted denominar. Los nombres de estos seres divinos quedaron grabados en nuestra vida de modo indeleble.
En la mía, Xóchitl, Rafaela, otras que no menciono, y desde luego la recién fallecida Ernestina Garza Reyna –de todas las cuales estuve profunda e infantilmente enamorado– son nombres que pesan mucho más que los de tantas pretendientes, novias, amantes o parejas.
Tú me acostumbraste, ustedes todos, me acostumbraron a todas esas cosas; no solamente a esa magia que domina mi vida desde entonces que es el alfabeto; a la tabla del nueve, a la inútil raíz cuadrada, o a la lista de los elementos de Mendeléyev. Tú me enseñaste honestidad, decoro, higiene personal, amor a mi país que se llamaba civismo, lengua nacional, que es el español que nos trajeron los hoy vituperados conquistadores. Dejo fuera la religión porque, afortunadamente, en mi país esa materia se daba en otro salón, al que yo no iba.
Por eso me duele el vilipendio que se ha hecho de los maestros, a los que hoy íntimamente celebro. Numeroso, inteligente, activo, cívico, el gremio ha sido convertido –desde hace cincuenta años– en botín de los políticos, en alfil del ajedrez del poder. Lo acabamos de ver con la llamada reforma educativa que sustituye a la llamada reforma educativa.
¿Por qué no nos enseñaron a vivir sin aquellos maestros?