Los buenos escritores son aquellos que conservan la eficiencia del lenguaje. Es decir, lo mantienen preciso, lo mantienen claro. // Ezra Pound
Partió ayer de este mundo Salvador Hernández Landeros, “Chávalo” para los amigos, pero nos deja el legado de un enorme ejemplo de lo que debe ser un periodista.
Formado en la talacha, uno de los mayores orgullos de Hernández Landeros era asumirse y presumirse como reportero, a pesar de que llegó a ser director de periódicos; él decía que era un simple reportero y agregaba “y de policía”.
Fuente dura, difícil, para la que hay que tener valor y coraje, muchas tripas y carácter para reseñar los sucesos y no involucrarte, ni cargar con el peso de las historias.
Lo conocí a finales de los 70’s en el entonces naciente Diario de Monterrey, primero como compañero, después como director y luego volvió a ser compañero, siempre, siempre, con el mismo talante, con esa sonrisa imborrable, con ese chascarrillo a flor de labios, con esa humildad y bonhomía que le caracterizaron.
Era tan buen reportero investigador que el entonces director de la Policía Judicial, el entrañable Fernando Garza Guzmán, lo llevó a su lado y lo hizo hombre de sus confianzas; ahí compartimos el servicio público desde distintas trincheras, excepcional como compañero.
Pero de Chávalo debo presumir, y esto es de verdad para presumir, su amistad, su cariño y afecto, su trato amable. De esos con los que puedes contar siempre, no importa la hora ni circunstancia, Salvador siempre estuvo ahí, dispuesto, listo para dar la mano en lo que fuese necesario.
Compartimos tareas y sueños y siempre admiré esa forma de vivir en la que jamás se cansaba de soñar, de pensar en algo nuevo, de volver a emprender.
Se va y nos deja tristes, pero a la vez orgullosos de haber coincidido en la brega diaria o en simple espacio del café para charlar.
