Por Félix Cortés Camarillo
No se olvida.
Con esa debilitada cantaleta un par de centenares de muchachos una vez más habrá de marchar hoy por las principales calles del centro de la Ciudad de México en memoria de lo acontecido la tarde del dos de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, allá en Tlatelolco. Precisamente en donde cayó en 1521 el poderoso y pusilánime imperio de los Aztecas, cuando sus guerreros sobrevivientes tuvieron que beber agua teñida de rojo por la sangre de los muertos y por lo tanto de un sabor ácido, como cuentan los textos reunidos por Miguel León Portilla en su portentosa Visión de los Vencidos.
Yo solamente espero que a los marchantes de hoy no les llueva, aunque a la mayoría su juventud les protegerá de las consecuencias de los aguaceros.
Es que la mayor parte de ellos estará invocando una memoria inexistente porque no figura en su experiencia de vida. Casi todos no habían nacido aquella tarde en que una cantidad imprecisa de mexicanos murió sobre la explanada al lado de la iglesia de la Cruz de Santiago, cerca del Colegio que fundó un iluso Sahagún para educar indios, y al pie del amarillento Edificio Chihuahua de la unidad habitacional popular que construyó el arquitecto Pani.
Los que nacieron en 1968, como uno de mis hijos, tienen hoy 55 y se enteraron al igual que los más jóvenes, de la “masacre de Tlatelolco” por crónicas orales o escritas, la mayor parte de ellas teñidas de un sesgo político que esencialmente se uniforma en el concepto de que se trató de un crimen de Estado perpetrado esencialmente por soldados del Ejército Mexicano. De ahí en adelante surgen las confusiones: no hay certeza de que solamente los verdes hayan abierto fuego, pero sobre todo no hay certeza de quién dio la orden de proceder en consecuencia. Se asume lógicamente por la evidente cadena de mandos la responsabilidad del General Marcelino García Barragán, el secretario de Gobernación Luis Echeverría y el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Díaz Ordaz fue el único en admitir rápida y públicamente, no solamente su responsabilidad por los hechos: fue más allá y los consideró acertados para evitar daños mayores a la Nación.
¿Dos de octubre no se olvida? Tal vez. Pero de lo único de que podemos estar ciertos es que nunca sabemos lo que realmente pasó; ni siquiera el número de muertos, que –según la fuente- oscilaría entre cincuenta y trescientos.
Tampoco sabremos jamás quién mandó matar a Colosio o a John F. Kennedy, aunque se haya castigado a los supuestos autores materiales. Ni del atentado a Ruíz Massieu y la baleada al Papa Juan Pablo II.
Hay cosas que la historia prefiere no revelar y se conforma con una marcha despintada. Tal vez tenga razón.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): La inteligencia artificial va a tener consecuencias más terríficas que las llamadas redes sociales: como éstas, se convertirá en herramienta de malhechores del pensamiento sólo que más efectiva. Las víctimas, ingenuos consumidores de todo lo que nos quieran vender, seguiremos siguiendo nuestros impulsos ovinos. Es una pena.
felixcortescama@gmail.com