Por Félix Cortés Camarillo.
El término no está homologado, pero en México cuando yo hice mi servicio militar un pelotón de infantería constaba de once hombres; a la cabeza estaba un sargento segundo. Luego cuatro soldados fusilero-ametrallador y después otros cinco de lo mismo. En la mitad, un cabo.
Jamás entendí esa división de jerarquías porque, en el servicio nacional militar obligatorio nunca entramos en siquiera un simulacro de combate.
Yo guardo un cálido recuerdo de mi padre llevándome sobre sus hombros el dieciséis de septiembre al desfile de la Independencia para aplaudirle a los soldados. Los únicos que igualaban la intensidad de su aplausómetro eran los bomberos, que venían casi al final.
Desde entonces, hasta hace muy poco, los soldados eran merecedores no solamente de respeto; también de veneración.
Me queda claro que esas condiciones tenían raíces en el miedo que su recia presencia inspiraba; la fama pública, no tan errada, decía en mi niñez que los sardos, que así eran llamados, provenían de capas de extrema pobreza o violencia acendrada.
Ciertamente, hace sesenta años –pero también hace sesenta días– los jóvenes mexicanos saliendo de la pubertad no tenían muchas opciones de progreso en la sociedad mexicana: ni trabajo ni estudio. La opción era la milicia.
No eran precisamente soldados de la leva, que don Porfirio reclutaba a huevo entre los pobres; estos iban impelidos por su propia pobreza que la Revolución les había heredado. En la milicia había botas de cuero, calzones de manta, uniforme de algodón, cuartel donde dormir, rancho que comer. Era una buena opción frente a la choza del pobre.
Pero, sobre todo, adquirían una dignidad que los ciudadanos mexicanos respetábamos.
Luego vino el presidente Calderón y disfrazó a nuestros sardos de policías sin garrote. Un disfraz que el presidente López quiere cambiar por el de la Guardia Nacional.
Hace un par de días, en la Huacana, que es un municipio y área violenta de Michoacán, precisamente un pelotón del Ejército Mexicano que había privado de su armamento ilegal a una pandilla de facinerosos fue sometido por la fuerza por gavillas de lo que los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña reconocieron como legales, dándoles armas y jefe en el señor Alfredo Castillo Cervantes como autoridad armada alternativa para que ejercieran ley en esa zona del estado. Que es lo que están haciendo.
Los facinerosos de la semana pasada en la Huacana atacaron, sometieron, desarmaron, humillaron a soldados de la Nación. Ellos hubieran podido hacer uso de sus armas de cargo y defenderse dignamente, pero sabían que más tarde iban seguramente a enfrentar juicios promovidos por una Comisión Nacional de los Derechos Humanos para la que los soldados no existen.
Los soldados no usaron sus armas. Soportaron la humillación, devolvieron las armas decomisadas por ellos mismos y casi –puede que ni casi– recibieron una patada en el culo.
Me dicen los discursos y los documentos: el Supremo Jefe de las Fuerzas Armadas de la Nación es el Presidente de la República.
Sería bueno que a don Andrés Manuel alguien se lo diga.