Por Félix Cortés Camarillo
“París bien vale una misa” dicen que dijo Henri de Bourbon cuando su adhesión al protestantismo le impedía reinar sobre Francia si no se convertía a la religión católica. Él había sobrevivido a las guerras religiosas de católicos contra hugonotes en 1570 y a la infame matanza de San Bartolomé que arrancó el 24 de agosto de 1572 con el secuestro y acuchillamiento de los nobles protestantes que estaban en el Louvre, pero que duró en las calles de toda Francia por meses.
Después de la paz de Saint Germain, en 1570, lo habían casado con Margarita de Valois, hermana de Carlos IV, aunque ni él ni ella estuvieran de acuerdo en la unión: mucho menos el Papa. Así se usaban los matrimonios en esos tiempos. Toda Europa venía de la Reforma y sus consecuencias bélicas y la intolerancia religiosa entre hugonotes y católicos. En 1589 se desató la guerra de los Enriques, supuestos herederos del trono de Francia. Enrique III manda matar a Enrique Primero de Guisa: poco después “alguien” hace matar a Enrique III. Así se llevaban los parientes de entonces.
Con la dificultad, de que en la guerra de los Enriques nuestro personaje de Bourbon –que hoy es la casa real de España– había logrado conquistar ciertos territorios, pero París no. Cuando alguien de su entorno le dijo que todo se solucionaba si él renunciaba al protestantismo y se hacía católico. Fue en ese momento en que se supone dijo la famosa frase: París bien vale una misa.
Enrique IV no se coronó en Reims, comme il faut, pero reinó más de veinte años hasta que después de doce intentos fracasados, un fanático lo mató de dos puñaladas. Además de la supuesta declaración sobre París y la misa, los franceses le recuerdan como un gran rey por darle cuerpo a su frase, dirigida a los campesinos: la poule au pot, un pollo en cada cacerola, cada domingo. Algo similar prometió Roosevelt a los norteamericanos después de la Gran Crisis: un pollo en cada cacerola, un carro en cada garage. El populismo a todo lo que da.
Todo esto viene a cuento por el teatro fantástico que las dos candidatas a presidir nuestro país acaban de armar en torno a sus subsecuentes y entre sí muy próximas citas con el Papa Francisco el argentino. Haya sido como haya sido, Xóchitl Gálvez llevaba mano: primera en tiempo, primera en fe. Aunque su catolicismo al grado de que –dice ella– a su marido casi se le cae la conciencia en presencia del Santo Padre, no había sido tan explícita y pública, la ausencia de catolicismo en doña Claudia Scheinbaum sí ha sido evidente. Tanto, que en los sucios mensajes de agresión y descalificación le llaman «judía» como si estuviésemos en la Alemania de 1935.
Lo único que nos queda es que ambas candidatas le otorgan a Francisco y su poder de convocatoria un valor enorme: la señora Xóchitl, me dicen, le regaló un retrato del cura Hidalgo con el estandarte de María Guadalupe iniciando la guerra de Independencia.
Yo no me acuerdo de cuánto cuesta un boleto de México a Roma, con escalas en Madrid o Miami. Mi pregunta sería a Henri IV revivido: ¿la silla presidencial vale una audiencia privada con el Papa?
PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Él era excesivamente cachondo y ella tremebundamente bella. La esposa de él era ridículamente obsesiva; él se enamoró de ella, los dos se casaron, aunque él no se había divorciado aún. Pero él era José López Portillo y ella era Alexandra Popovic. A él se le recuerda como el que iba a defender el peso como un perro y a ella como Sasha Montenegro, reina de las ficheras que se encueraban.
Sin que encuerarse sea, en plena cuaresma, pecado.
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