Soñar como sueñan los árboles (Alfaguara, 2023), la más reciente novela de Brenda Lozano, se sitúa en 1946 en la Ciudad de México. La historia gira en torno al secuestro de una niña de dos años, Gloria, la menor de cuatro hijos de Gloria Felipe y Gustavo Miranda. La familia vive en la calle de Bucareli, en un Distrito Federal donde se ha desatado una ola de robos y secuestros de menores. Aquí “el racismo, el clasismo, la xenofobia, crecieron en las calles como la hierba que se abre camino entre el cemento”; publica MILENIO.
La pareja Miranda-Felipe contrasta con otro matrimonio, el que forman Nuria Valencia y Martín Fernández Mendía. Entre estas parejas se trenza el nudo de una historia criminal en que la narradora se hace presente desde las primeras páginas y le deja saber al lector que no intenta controlar la historia. “Tradicionalmente”, explica Lozano, “la voz omnisciente o la tercera persona es una voz que lo sabe todo, como un dios que ordena los relatos y decide en qué momento hablan los personajes, qué piensan, qué sueñan. Lo hace a su conveniencia. Me interesaba cuestionar ese modo totalitario de contar historias y hacerlo desde un punto de vista no patriarcal, que no fuese solo una voz, sino que tuviera un cuerpo, el cuerpo de una mujer, y que fuera cómplice de algunos personajes femeninos. No había escrito una novela en tercera persona y era un lugar que me interesaba explorar”.
Por otro lado, Ana María Felipe, madre de Gloria, una mujer divorciada y exitosa, se impone como un personaje definitivo para los propósitos de una historia que ventila ciertos temas relacionados con la situación de las mujeres, tanto de mediados del siglo XX como de hoy. Brenda Lozano vierte aquí una parte emocional, relacionada con la memoria de sus abuelas. “Usé sus nombres, como una manera de conectar con ellas. Me hice preguntas que me hubiera encantado hacerles. Mi bisabuela fue una mujer que se divorció en los años cuarenta, cincuenta, y sobre ese hecho me contaba historias terribles. Mi abuela creció con el estigma de ser hija de una mujer divorciada. Quise que este personaje fuera luminoso y excepcional, que triunfara sin miedo al éxito, pero también ver su lado oscuro. Cómo incurre en la corrupción, cómo trata de resolver todo a billetazos. Y también que ese empoderamiento significa la opresión de alguien más. Me interesaba explorar lo que sienten los personajes. ¿Qué habrá sentido mi abuela con una madre que trabajaba cuando eso no era bien visto?”.
Discusiones actuales como los derechos reproductivos, de la salud, de las infancias, el matrimonio heterosexual, la familia convencional o las paternidades, se reflexionan y son cuestionadas en esta novela, no obstante que sucede en 1946. “Esa distancia era importante”, dice Brenda Lozano, “porque la narradora puede meter su cuchara, referirse, por ejemplo, a la expresión ‘madres solteras’, que seguimos usando como si fuera un estado civil cuando se trata simplemente de una madre. El léxico ha cambiado. En la época de nuestras abuelas no estaba la palabra ‘lesbiana’. A los ‘feminicidios’ se les consideraba crímenes a secas o crímenes pasionales. Me funcionaba que la narradora estuviera mirando hacia atrás, siempre con el ojo crítico del presente. Las paternidades también tienen un lugar y los personajes van moviendo los hilos de la historia, pero me interesaba que la narradora se inclinara más por las emociones de los personajes masculinos; por ejemplo, sus sueños y frustraciones; la maternidad, tener o no tener pareja, qué te impone la sociedad. Quería que la novela explorara cómo se sienten los personajes, qué piensan, enfocarme en esas tensiones”.
Sin victimizar a las mujeres ni criminalizar a los hombres, en esta historia los protagonistas conviven con sus propias contradicciones. La novela acierta al mantener un equilibrio y evitar juicios morales o posturas maniqueas. Brenda Lozano comenta: “Me interesaba que la idea del bien y del mal se contextualizara, cuestionar dónde están los límites. He ido a muchos penales y quise abordarlos también desde la ficción. En uno de estos, conocí a una mujer que había asesinado al feminicida de su hija. Su caso me pareció interesante por las preguntas que arroja. ¿Qué hubiéramos hecho nosotras en su lugar? ¿Buscar la venganza? Quise contar la historia de un crimen, retratarlo en su contexto, con sus complejidades y, más que buscar respuestas, tener empatía con lo que ocurre en estas estructuras en las que vivimos las mujeres”.
A la novela no le falta humor. En la segunda parte, cuando se descubre cómo ocurrió el secuestro, la narradora le otorga la voz a los testigos. Dos de ellos, sobre todo, van creciendo conforme transcurre el relato: Rubén Darío, comandante del Servicio Secreto, y Josefina López, administradora del Edificio La Mascota, donde habita la familia Felipe Miranda. “Se dice que en la escritura femenina encontramos también una literatura del escucha”, apunta Brenda Lozano, “y me gustó esa idea de escuchar también a los personajes, cederles completamente la voz. Cada uno tiene sus formas, su slang. Fue muy gozoso abrir el oído a cómo hablaban estos personajes”. A través de ellos, la autora también se plantea el problema de la justicia y la corrupción, de las diferencias de clase y los privilegios inherentes al poder económico.
Cerca del desenlace, estando en la cárcel de Lecumberri, uno de los personajes se pregunta: ¿no puede pasar la ficción por donde sea? “Esto sucede”, responde Brenda Lozano, “cuando en un salón del penal reacomodan las sillas para que miren hacia un muro. Se crea, así, un escenario donde se da la ficción. En cualquier circunstancia, con lápiz y papel, con gestos pequeñísimos, ya sea en teatro o literatura, hacemos ficción. La palabra es la prueba de que el arte sucede en cualquier espacio, con un gesto mínimo. Me importaba plantearlo”.
¿Hay una literatura feminista? ¿Las mujeres nos preocupamos más por ventilar ciertos temas?, le pregunto a Brenda Lozano. “Prefiero pensar en la perspectiva de género que en el feminismo. Una perspectiva no patriarcal engloba más formas de contar, pero si leo la historia de un señor que habla de cómo se liga a una mujer y luego a otra y el modo en que las retrata, sí me da el patatús. No puedo entrar, hay algo en esa perspectiva que no me interesa. Creo que hay otras maneras de enfocarse en estas historias”.
Imagen portada: Octavio Hoyos | MILENIO