Por Francisco Tijerina Elguezabal
“El suicidio sólo debe mirarse como una debilidad del hombre, porque indudablemente es más fácil morir que soportar sin tregua una vida llena de amarguras”. // Goethe
Hace ya un montón de años en Monterrey las cantinas abrían todos los días, incluidos los domingos y uno de esos, en el mes de enero de no recuerdo bien el año, se jugaba un Súper Bowl y un pequeño grupo de clientes acudieron a verlo en el televisor Sony Trinitrón (lujo de aparato) que tenía “El Chapeados”.
Tras la barra Miguel Robles, hermano de Sergio y también dueño del lugar, atendía a los parroquianos con su particular estilo de estar renegando de todo la mayor parte del tiempo, aunque en realidad era un excelente anfitrión, un ser humano sensacional y un mejor amigo.
Tenía Miguel, eso sí, su carácter y era sumamente difícil sacarlo de sus casillas, pero quienes lo consiguieron lograron enterarse de que el hombre era de una sola pieza y con él no cabían las mitades y con todo, a pesar de lo enfadado que pudiese estar con un asistente al bar, lo atendía con esmero, por su vocación y amor al Chapeados.
Cerca del mediodía llegó un hombre, conocido de algunos, que ingresó por la puerta de Porfirio Díaz, justo a un lado de donde estaba la clientela, recorrió la barra y fue a sentarse a la mesa ubicada en la otra puerta, la que da a Padre Mier y pidió una cerveza que Miguel se sirvió con prisa pues el partido estaba muy reñido.
Aquel señor, tiempo después lo supieron, venía de estar en misa en la Purísima y traía consigo una pequeña bolsa de papel de estraza. Dio apenas un par de sorbos a su Carta Blanca y de pronto de entre sus ropas sacó una pistola y se pegó un tiro. La bala, tras traspasar su cabeza, quedó incrustada en la pared del bar.
Todos voltearon y miraron incrédulos la escena de aquel hombre tirado en el piso con el arma en la mano y el río de sangre que fue saliendo hacia la banqueta de Padre Mier. De inmediato llamaron a una ambulancia pero nada había qué hacer, el hombre literalmente se “voló la tapa de los sesos”.
En minutos los clientes abandonaron el bar y llegaron los paramédicos y agentes de la entonces Policía Judicial a hacer las indagatorias; levantaron evidencias, tomaron declaraciones, retiraron el cuerpo y la cantina volvió a quedar sola.
Y fue entonces que Miguel, cuando con un trapeador limpiaba la mancha de sangre en el piso cuestionaba: “¿y quién me va a pagar la cerveza?”.