La obra de la “nana fotógrafa”, a punto de convertirse en fenómeno artístico global, se expone por primera vez en México en el Museo Franz Mayer.
Tuvo una identidad borrosa y una vida sin sustrato. Es Vivian Maier, la “nana fotógrafa” a punto de convertirse en fenómeno artístico global. Nació en 1926 en una modesta familia neoyorquina, de rama materna francesa. Divorciados los padres, su infancia transcurre en la granja de una tía en los Alpes. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial vuelve al barrio de Queens; la venta de la granja le permite adquirir una Rolleiflex y ponerse a practicar seriamente la fotografía, aunque con nula habilidad para la autopromoción. El empleo de niñera la confina en el anonimato pero favorece caminatas que asientan su temática visual en el retrato y el paisaje urbano. Los once años que pasa en Chicago cuidando a los tres hijos de la pareja Gensburg ⎯no tienen inconveniente en que instale un cuarto oscuro en su baño⎯, serán la etapa más prolífica e inventiva de su creación. Solitaria, hermética, sin vida social, Vivian Maier mantendrá secreta esta actividad hasta su muerte; publicó MILENIO.
¿Acaso esta sorprendente artista sufría de alguna patología como el autismo? Anne Morin, la curadora de la exposición Rev(b)elada. Vivian Maier Fotógrafa montada hasta el 19 de mayo en el Museo Franz Mayer de la CDMX, desconfía de las interpretaciones psicologizantes. Ninguna pista las autoriza, desde que en 2011 inició su investigación: ni un escrito personal, apenas algunas grabaciones en que Maier conversa con los niños o finge ser periodista o espía. Aparte de la intuición, la única ruta de aproximación al enigma Maier es el maremagnum archivístico que emergió a su muerte en 2009, por renta impagada de una bodega. De allí salen algunas cajas a subasta en un remate de barrio y quedan en manos del joven artista John Maloof, cuyo documental Finding Vivian Maier (2013) conquistará todas las plataformas. Se exhuman 150 mil imágenes, 2 mil 500 carretes sin revelar, 300 películas en Super 8 realizados entre 1950 y 1994, que van suscitando exposiciones cada vez más importantes. La proyección internacional, asumida por Morin, con el apoyo de Maloof y del galerista neoyorquino Howard Greenberg (portavoz de la sucesión), transita de Ámsterdam, Berlín, Roma, Pekín y Seúl al Musée du Luxembourg en París, de la que la escala en México es una versión abreviada.
Si bien Vivian Maier “no era nadie”, buena parte de su obra se basa en el autorretrato, tronco del archivo y de la presente exposición. Ardua debió ser la selección: ¡calculando que Maier hizo 500 autorretratos al año durante casi cinco décadas, suman 22 mil en total! En ellos, apenas si cobran presencia el rostro adusto y la silueta medio hombruna. Mejor dicho, ella se somete a un desdoblamiento continuo: una sombra que se perfila en el piso o un indicio que se refracta en el cristal de un escaparate, en un espejo o un charco. Podría pensarse que el gusto por los juegos ópticos y la construcción del espacio prevalecen sobre el impulso narcisista. Sin embargo, cohabitan dos opuestos: la obliteración de sí misma y un íntimo deseo de aparecer.
En la calidad de street photographer, Anne Morin detecta cierta filiación de la artista con la tradición humanista de la segunda posguerra (Cartier-Bresson, Doisneau y Edouard Boubat), pero sobre todo la capacidad de sintonizar con los marginados que, como ella, pertenecen a un tejido social invisibilizado. O con los niños, en cuyo mundo de tíovivos, columpios y torniquetes se inmerge como si fuera una prolongación de sí misma. La experiencia del mundo justifica su obra, señala Morin, en “una búsqueda siempre renovada de su propia identidad, que capta los signos de aquello que la define en el rostro de los demás”.
Por las aceras de Nueva York y Chicago, Maier aplica escalas complementarias de distancia, desde la panorámica hasta el acercamiento al detalle fortuito. Se interesa en la rapidez de los densísimos flujos humanos, tanto como en la inmovilidad del instante residual (la bastilla descosida bajo el abrigo de piel, una pantorrilla con la media corrida). La cámara de pronto se detiene en una pulsación aislada: un altercado o un idilio… Determinados ademanes se engarzan en fragmentos significativos: entre los transeúntes que circulan en marejada, el campo de visión se encoge en haces de piernas que introducen una cadencia diagonal; por otro lado, hay planos y escenas que resaltan el gesto de la mano al acomodar un mechón de pelo, cubrir una frente cansada, triturar una vieja cajetilla de Pall Mall.
Vivian Maier se lanzaba a la calle cargando tres cámaras: una en blanco y negro, la otra en color y la última para filmar. La exposición recoge los frutos de esas tres técnicas, si bien acierta en destacar la precaria cultura cotidiana de los anónimos. También da cabida a experimentos formales a los que Maier dedicó abundantes esfuerzos: ejercicios de estructuras cinéticas, construcciones seriales y yuxtaposiciones geométricas que tienden a la abstracción y multiplican la sensación efímera de la deambulación urbana. Maier fue autodidacta, pero no ignara. Se deduce, de su dominio compositivo (encuadre vertical o en contrapicado, contraluz, profundidad de campo, sensibilidad para el “instante decisivo”) y de la biblioteca de arte encontrada en su bodega, que asimiló una refinada cultura visual. Acudía a exposiciones, al cine, al teatro y a conciertos; se mantenía al día de la creación contemporánea, prueba de ello los catálogos de Thomas Struth que conservó.
Melancólica, la sección final de la exposición despliega fugaces ensayos cromáticos y la compulsión de fotografiar diariamente las páginas del periódico, una tras otra, hasta la alienación: la sustancia se agota, a Vivian Maier no le queda nada que decir. Afortunadamente, el rescate reciente de esta fotógrafa no apunta al canon ni la priva del rango de amateur. Nunca tuvo ella la intención de mostrar su obra; aquello le dio una versatilidad, una libertad de la que carecieron otros profesionales. Lo suyo se desarrolla en un grado volátil difícilmente ponderable en un momento preciso de la historia. Si cristalizamos a Vivian Maier en una categoría predeterminada, impediremos que siga creciendo con aquella fluctuación inestable y oscilante que singulariza su fotografía.
Imagen Portada: LABERINTO | MILENIO.