…nada tienen que defender sino sus cadenas.
Rosa Luxemburgo
“Tengo miedo, te llamé para sentir que puedo hablar. Estoy mareada. Mi corazón late a velocidad, me cuesta respirar. Mi estómago es un nudo, mis tripas se retuercen, ¡creo que me va a dar diarrea! No quiero llorar. ¿Por qué me pasa esto a mí?, ¿qué puedo hacer?, ¡nada!” Sus palabras se mezclaron con sollozos, colgó. Le marqué y no contestó.
El conflicto se siente en el cuerpo como una enfermedad, produce dolor. Experimentarlo es una sacudida a nuestro ser entero. Nos hace constatar la unidad indisoluble entre mente y cuerpo. El dolor lo siente la carne y la mente. Nos dice el influyente neurólogo Antonio Damasio en su libro El error de Descartes: cuerpo y mente son uno y lo mismo.
El dolor es una señal de alarma, indicativo de ¡algo grave ocurre! ¿Quién no ha sufrido su crudeza? Las experiencias: sensaciones, emociones, sentimientos, hechos impactantes ¿se viven a través de los sentidos y después los procesa la mente? Los neurólogos dirían: no. Todo ocurre de forma simultánea. La mente crea la sensación del discurrir del tiempo. La sucesión de pasado, presente y futuro es una ilusión. Pensar lo anterior perturba.
¿Cómo es posible?, tenemos pruebas palpables del transcurrir del tiempo: ¡envejecemos!”. No obstante, el tiempo no es lineal, no hay sincronicidad, nuestros relojes miden una ficción. Gracias a los satélites se marcan horarios para el mundo, así se logran coincidencias, es un artificio. El tema es complejo, hay infinidad de información al respecto, es una de las mayores pruebas de cómo el conocimiento profundo es contraintuitivo. Realidad y ficción están íntimamente compenetradas en lo cotidiano, pero no somos conscientes de ello. Este hecho es solo un ejemplo de cómo, en la vida diaria, convertimos creencias en verdades. Es muy difícil cuestionarnos a nosotros mismos o a los demás, pocos lo soportan. Obligarnos a procesar información de un modo distinto al habitual requiere un gran esfuerzo, a veces implica un shock emocional.
Cuando alguien o algo nos confronta sentimos un impacto profundo. Si se trastoca nuestro sistema de creencias lo percibimos como amenaza, agresión o violencia. La mente se resiste a la transformación, modificar hábitos, formas de pensar y actuar, demanda un uso muy grande de energía. El cerebro busca a toda costa evitar ese desgaste.
La profundidad del impacto de las experiencias dolorosas puede causar desde asombro hasta un trauma. Por eso la mente se protege ¿cómo?, activa sesgos cognitivos, es decir, se autoengaña, evita sufrir. Las transformaciones personales o sociales requieren disposición voluntaria para enfrentar el dolor y la frustración hasta lograr una toma de consciencia. Nos llevó siglos dejar atrás la esclavitud y aún hay tráfico de personas; eliminar el trabajo infantil, el reconocimiento del voto para las mujeres, la libertad sexual, son relativamente recientes. El desarrollo de la consciencia individual y social no es instantáneo.
Elevamos supuestas certezas al grado de verdades, fundamos en ellas nuestra seguridad, vivimos en esa ficción: la llamamos realidad. Habitamos una ilusión colectiva, participamos en su construcción. Está enraizada muy profundo la idea de una realidad independiente a nosotros, hay quien afirma sin temor a equivocarse: “más allá de las interpretaciones ¡hay hechos!” Pero no es así. No lo digo yo, lo afirman científicos, filósofos, artistas, especialistas de diversas áreas de conocimiento. Los científicos ofrecen pruebas de cómo los fenómenos están compenetrados con quien los percibe.
Las verdades son temporales, Karl Popper diría que son una sucesión de conjeturas y refutaciones. En ese tenor Nietzsche afirmó “no hay hechos,e sólo interpretaciones”, Wittgenstein fue contundente: “El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”. El listado de citas sobre el tema es cuantioso, abarca desde Buda hasta físicos cuánticos actuales.
Pero, a pesar de ser así, una multitud afirma de manera categórica la existencia de realidades incuestionables. Quien cree algo con firmeza, al escuchar argumentos en contra se siente ofendido, pide ¡respeto!, puede agredir. Lo real es un territorio muy resbaladizo. No hay fronteras claras entre realidad y ficción. Cuando vivimos un conflicto las creencias caen. A pesar de la afirmación de Bertrand Russell: “… no moriría por mis creencias porque podría estar equivocado”, admiramos a quien defiende, incluso con su vida, sus convicciones. Olvidamos cómo, cada verdad, a lo largo de la historia, se destruye por la contundencia del universo tal cual es.
Cayeron los dioses mitológicos, el Dios antropomorfo, la Tierra plana, el derecho divino, la Tierra como centro del Universo, el humanismo y su idealización de la razón, las ideas de tiempo y espacio como absolutos. Estas y tantas verdades más, al desvanecerse provocaron cismas. Cualquier idea, teoría o explicación, tarde o temprano muere o se rectifica. No somos capaces de describir al universo, solo tenemos interpretaciones, modelos, metáforas, alegorías para comprenderlo.
¿Qué es el conflicto?
Paola perdió su trabajo, me llamó después de recibir la noticia. No le darían liquidación, la acusaron de robo. Fabricaron un video con inteligencia artificial para incriminarla. Se desmayó mientras hablábamos por teléfono, al caer se golpeó la cabeza en la esquina de un escritorio. Fue necesario llevarla a urgencias para detener la hemorragia.
Al llegar al hospital la encontré con la cabeza vendada, me dijo con tristeza: “Sabía que podrían correrme en cualquier momento. Han despedido a muchos, necesitan hacer recortes fuertes, pero ¡acusarme de robo!, ¡eso no lo esperé! Me sugieren no demandar, si lo hago, ellos abrirán un proceso penal en mi contra, ¡puedo ir a la cárcel!, ¡es increíble! Ofrecieron no hacer nada si me quedo callada y no actúo contra ellos”.
Las situaciones límite se imponen con violencia, nos someten, lastiman, no las podemos controlar, evadir o restarles importancia. El conflicto sin un proceso reflexivo desencadena rabia, depresión, resentimiento, conduce a actos violentos. Incluso puede llevar a la locura, nos desquicia. En momentos extremos, cansados de sufrir, hay quien ve en la muerte una buena manera de huir. El conflicto tiene el poder de volvernos autodestructivos.
En medio de la vorágine el estruendo confunde, es como recibir un golpe seco en la cabeza. Para Paola no fue una metáfora. Ante la sensación de peligro no supo qué hacer, cómo actuar, lo resintió todo su ser, sucumbió en un desmayo. Ya en casa, más tranquila, pudo reflexionar y tomar una decisión, me contó: “me voy a proteger, no haré nada contra la empresa”. Buscó herramientas para negociar, le propuso a sus agresores: “si me dan las mejores cartas de recomendación no haré ningún revuelo”. No fue fácil, pero lo logró.
Cuando sus compañeros se enteraron recibió mil críticas, incluso ataques físicos. “Eres una cobarde” le gritaron; otros más conciliadores quisieron apelar a su consciencia: “¿por qué permites esta injusticia?”; también hubo reclamos: “¡qué falta de solidaridad!”; incluso alguien la empujó y le dijo con coraje “¡eres una pendeja!, algunos le arrojaron cosas. Pocos le brindaron apoyo. Ella, como muchos en circunstancias similares, se preguntó más de una vez: ¿puedo evitar el conflicto?, ¿es posible transitar por él sin violencia?
Ante las rupturas o el abuso experimentamos una confrontación dolorosa. Hechos inesperados como un asalto, fenómenos naturales como los sismos o la pandemia, resquebrajan nuestro mundo interior y el entorno. Somos vulnerables, perdemos la salud, afectos, trabajo, bienes; mueren seres queridos, los duelos destruyen nuestra vida normal. Sentimos desilusión cuando alguien o algo no eran cómo creíamos. Todo lo anterior son solo algunas de las infinitas formas de vivir un conflicto.
El conflicto es confrontación, un combate interno o con otros, es la tensión entre fuerzas antagónicas. En él habita la contradicción: queremos conservar y a la vez dejar ir, recordar y olvidar, buscar el bien de todos sin afectar el propio, cambiar las cosas para seguir igual. Cuando el orden conocido se altera se avecina el caos, sentimos temor. El conflicto late en las guerras, es una colisión de opuestos.
Las tragedias nos unen, decimos los mexicanos. Pero después de la emergencia retomamos los desacuerdos. Rechazamos a quien nos hizo daño, queremos a los delincuentes y criminales lejos, aislados. Ante la amenaza es difícil sentir compasión, no pensamos en el dolor de quien nos hirió, solo vemos cuánto nos lastimó. No aparece como posibilidad intentar comprender, solo clamamos castigo a la voz de ¡justicia!, no buscamos conciliación.
El camino de la conciliación implica integrar, respetar a todos los seres sin importar sus acciones, aceptarlos tal como son. Los delincuentes tienen dignidad, reconocemos sus derechos humanos. Conciliar es crear armonía, comprender para generar un nuevo orden. El arte brinda valiosos ejemplos, en música el contrapunto es la concordancia armoniosa de voces contrapuestas, los sonidos y silencios son una unidad, no polaridad. Lo mismo ocurre con las partículas elementales: onda y corpúsculo son uno y lo mismo. Diseccionar los fenómenos, clasificar, juzgar, es parte de los métodos de conocimiento, no una descripción fehaciente de hechos.
La polaridad se alimenta del deseo de imponer una postura, de la creencia en una razón única, mejor o superior a otras. Demostrar el error requiere esfuerzo, es una tarea a veces titánica, por momentos se antoja imposible y renunciamos a ella. Evitamos la confrontación. Con frecuencia escucho decir: “es mejor no tocar ciertos temas, hablar de política y religión termina mal”, ¿será porque no sabemos convenir? Mi abuela me decía: “respeta a los mayores, no los contradigas”. En mi educación no hubo entrenamiento para acordar, ¿ahora se enseña en las familias a construir acuerdos? Mis maestros, padres, abuelos y demás figuras de autoridad en la infancia creían con ingenuidad: el mejor modo de evitar un conflicto es prevenirlo, extirpar sus causas. Su primer impulso era evitar a cualquier precio la alteración, todavía me pregunto ¿se puede?
El universo es caos
Nada permanece igual a sí mismo, incluso la materia inerte cambia, no podemos predecir el rumbo de los acontecimientos, solo visualizar posibilidades. La vida es fruto del azar, fue un hecho fortuito, nació del caos. Para sobrevivir infringimos violencia: la vida se alimenta de vida. El caos no es ausencia de orden, es amorfo e indefinido porque escapa a nuestra comprensión y control.
El universo es el reino del azar, de la libertad, de lo impredecible. Las reglas, teorías, el orden, lo creamos nosotros. Nuestro conocimiento no es descriptivo, hacemos un esfuerzo muy grande por hacer una parábola lo más abarcadora posible para conocer.
Un conflicto no es sinónimo de dificultad, hace evidente la contradicción inevitable en cualquier afirmación o supuesto, obliga a reconocer y aceptar la naturaleza ficticia del orden, nos recuerda: el universo es caos. Las estructuras se rompen cuando ya son inoperantes. El conflicto nos avisa: es necesario cambiar, se requieren soluciones nuevas. Si nos resistimos o negamos a reconocer la contradicción, porque queremos permanecer igual y conservar el antiguo orden, sufrimos; a nivel individual provocamos rupturas internas: depresión, conductas autodestructivas; a nivel social, los regímenes totalitarios, el autoritarismo, son maneras de forzar, de imponer la permanencia de un orden. Si queremos solo orden se restringe la libertad. El Gatopardo de Giuseppe Tomasi Lampedusa mantiene su vigencia.
La necesaria e inevitable contradicción
Ante la ausencia de verdad y la imposibilidad de conocer con certeza ¿estamos condenados al relativismo? La respuesta es: no. Karl Popper en su conferencia “Sobre las fuentes del conocimiento y de la ignorancia” nos brindó lucidez ante el problema: las verdades científicas tienen una disposición a ser revisadas, se someten a discusión, eso permite aprender de los errores. Si un postulado resiste el cuestionamiento mantiene su vigencia. Para Popper el avance está en la posibilidad de corregir. La condición provisional del conocimiento, y por tanto de las soluciones, debería liberarnos de la vanidad, del deseo de querer tener razón, de la creencia en principios absolutos.
Las verdades son presunciones, cada época ha creado las suyas y las ha impuesto con violencia, hoy podemos ser conscientes de lo absurdo de ese modo de proceder. Karl Popper nos advirtió: “…la búsqueda de la verdad debería de comenzar por la crítica de nuestras más caras creencias, puede parecer un plan perverso, pero no lo es así para quienes desean hallar la verdad porque no la temen”.
La contradicción es necesaria, facilita revisar, aceptar el error, reconocer las nuevas evidencias, rectificar el modo de proceder, nos da flexibilidad. Creer en la posibilidad de principios universales conduce a condenar a quien cambia de opinión, explora nuevas opciones, niega un principio de identidad o se atreve a señalar errores. La incoherencia no es una falta, delito o crimen, cuando nace de la revisión honesta significa aceptar la contradicción, permite tener consciencia.
Las personajes históricos y literarios icónicos se vuelven memorables porque enfrentaron un gran conflicto, despliegan la complejidad del ser humano, recordamos cómo resolvieron sus dilemas personas como Malala Yousafzai, Juana de Arco o nuestra Malintzin, también seres imaginarios como Ana Karenina, Clarissa Dolloway, Nora Hellmer, Elizabeth Bennet y Jane Eyre. La contradicción no es incongruencia es la discrepancia evidente entre mis ideas y el mundo tal cual es. Reconocer el error, enfrentar el conflicto, permite construir criterio.
Construir criterio
La posmodernidad cuestionó las grandes teorías, demostró su ineficacia. El filósofo Edgar Morin abrió una ruta para reconocer la contradicción, convertirla en conocimiento y conciliar: el pensamiento complejo. Estamos viviendo un momento fantástico para explorar nuevas formas de construir paradigmas y resignificar, son urgentes categorías flexibles. Cuando un sistema de creencias ya no funciona es evidente: son más altos sus costos que los beneficios.
Todavía conservamos rasgos primitivos de antiguas civilizaciones en actos cotidianos, los ejemplos abundan: mantener el orden mediante el sometimiento y castigo; sostener sistemas productivos y comerciales a través del estímulo a la competencia; someter y derrotar al adversario bajo la justificación de que prevalezca el mejor. El cambio climático, la desaparición de especies, la crisis del sistema financiero mundial, las limitaciones de la democracia, las guerras, y tantos conflictos más, son pruebas contundentes de lo inoperante de esos principios y su carencia de ética.
Los conflictos piden a gritos reconocer la necesaria e inevitable contradicción para crear otras formas de entender. La filósofa mexicana Roxana Rodríguez Ortiz, estudiosa de las fronteras, le ha dado un nombre poético a la búsqueda de nuevas categorías: Ecología del afecto.
Integrar, articular diferencias, conciliar, disolver la polaridad, son tareas mentales, actos de consciencia individual. La filósofa María Teresa Oñate lo explica con gran claridad: la fuerza del pensamiento está en construir criterio no en alcanzar la verdad. El criterio es una gran herramienta para contrarrestar el relativismo de las opiniones ignorantes, ejercerlo mina al capitalismo de consumo dedicado a convencernos de cualquier cosa, debilita el intento del neoliberalismo de homogeneizar.
Mi amiga Paola aprendió mucho sobre cómo relacionarse con los demás a raíz de su conflicto. Necesitó conciliar consigo misma, con sus ex compañeros, antiguos jefes y nuevos empleadores. Una tarde, ante un café, me compartió: “logré recobrar la tranquilidad al observarme, la autocrítica me salvó del victimismo”. Se nos olvida: las margaritas no son blancas, así las vemos. No todos los seres con ojos ven el cielo azul.
Para justificar la imposición, hablamos de la necesidad de orden y justicia, todavía creemos en el uso legítimo de la fuerza pero ¿sigue siendo válido y útil? Toca a cada individuo y a la sociedad responder: ¿cuál es tu más cara creencia, tu mayor certeza?, ¿la cuestionarías? Perder el miedo al caos, reconocer errores, enfrentar el conflicto, son actos de consciencia. No más destrucción en nombre de la verdad.
Imagen portada: Simón Serrano | MILENIO