De pronto se vieron en un país que desconocían o no sentían suyo. Muchos de los 4.4 millones de deportados de Estados Unidos, desde tiempos de Barack Obama, ni siquiera hablaban español, aunque nacieron en algún estado de la República Mexicana. Criados allá, se vieron sin familia o redes de apoyo aquí, sin documentos ni dólares suficientes para reinventarse; publica MILENIO.
Sin embargo, convirtieron su tristeza y depresión en victorias.
Resilientes, los paisanos retornados se abrieron paso en el día a día mientras la información daba cuentas de sueños robados, familias divididas con un padre aquí y la madre allá o viceversa; de reclutados por el crimen organizado, de los que cayeron en drogadicción, de los desesperados que reingresaron y quedaron fichados y tantos más que aceptaron sueldos de hambre aquí, entre un montón de desafíos.
El estudio Migración de retorno y los retos de la reintegración en México, del Wilson Center y del Mexico Institute, documentó con base en una muestra representativa, que el 50% sufre de estigmas que provocan rechazo social; el 60% tiene problemas sicológicos; 40% dificultades para hablar español y 75% complicaciones para encontrar empleo.
Sin estadísticas oficiales, organizaciones civiles como New Comienzos, con presencia binacional y trabajo directo con la comunidad, calculan que el 30% logra regresar a Estados Unidos; el 60% se reintegra totalmente después de cinco años y el 10% no deja rastro.
En este último grupo se encuentra el 5% de los más exitosos. Esto significa, en números aproximados, poco más de 132 mil repatriados que se convirtieron en líderes de proyectos con impacto social o que dan empleos a otros, explica Israel Concha, presidente de la organización que fundó después de su propia experiencia tras una deportación.
“Muchos han alcanzado el éxito a través de emprendimientos o al continuar estudios en México. Para estos individuos, los conocimientos y habilidades adquiridos en el extranjero han sido clave en su proceso de reintegración”, explica.
Hechos a sí mismos
Un locutor que no pudo resistir visitar a su madre en fin de año y fue detenido en dos intentos por reingresar a Estados Unidos, donde era estrella de la radio y, sin más opciones, creó su propia estación para recuperar la audiencia a miles de kilómetros de distancia de la Ciudad de México. Desde acá, sigue en contacto con su público en Atlanta, Carolina del Norte, Florida, California.
Un profesor que fundó su escuela en un barrio pobre para enseñar inglés a niños y así darles las herramientas del lenguaje que no tuvo él cuando su padre lo trajo a México con 15 años, sin hablar español y sin un peso como escarmiento por meterse en las pandillas.
En general, gente que se hizo a sí misma, lejos de la empatía gubernamental que ha ido de los programas mínimos a la desaparición total de ayuda.
En los últimos seis años, por ejemplo, el gobierno canceló los fondos para que los retornados pudieran crear un negocio. Hizo pagar como si fueran empresas a las organizaciones defensoras de los derechos migrantes. Ignoró las peticiones de ayuda psicológica, jurídica, certificaciones de habilidades y ni siquiera sirvió de enlace con empresas privadas y públicas.
El estudio del Wilson Center y Mexico Institute, encabezado por Anita Isaacs, profesora de Ciencia Política de Haverford College, hizo en 2019 una serie de recomendaciones para que el Estado mexicano emprendiera acciones concretas que aún están vigentes.
Entre otras, facilitar documentos oficiales o estudios; reconocimiento oficial de sus habilidades; apoyar con el español; clínicas de salud mental o campañas contra estereotipos.
Algo para ayudar a pasar de la pesadilla al sueño mexicano.
Radio Mojarra on line
Cuando Luis García piensa en lo que hubiera sido de su vida en Atlanta sin la deportación de hace 16 años, concluye: “Sería un locutor más” y no existiría Radio Mojarra, una estación en streaming que fundó cuando regresó a México sin trabajo ni novia o familia y apenas con unos dólares para emprender un negocio.
En cambio, hoy tiene un contrato con Tunein, uno de los servicios de transmisión de audio más grandes del mundo porque cuenta con dos millones de seguidores, principalmente en Estados Unidos, pero también con impacto en las familias de estos en México y Latinoamérica.
La programación de entretenimiento, “cotorreo”, consejos, chismes e información general está dirigida, producida y comercializada por el propio García con apoyo de una asistente desde la colonia Juárez o la alcaldía Tlalpan de la Ciudad de México, donde se hizo de una casona.
Micrófono al aire, El Mojarro organiza detrás de una cabina en forma de combi-eventos masivos en Estados Unidos a los que acude sólo en espíritu porque no tiene visa, pero sí una comunidad entusiasta que se llama a sí misma “mojarra”, una tergiversación de la palabra ‘mojado’ en referencia a los indocumentados.
A las Mojarrafiestas, Luis García envía en su representación a talentos, personajes y socialités que él mismo encumbra por ser patrocinadores, escuchas muy activos o por hazañas extraordinarias, nada que ver con los famosos impuestos en la televisión o las redes sociales.
Además, vende suvenires de la marca y, sobre todo, da sentido de pertenencia a una comunidad ansiosa de ser parte de una congregación.
—¿A qué se debe su éxito tras la deportación?— García no lo atribuye a una sola causa, sino a una mezcla de tesón y suerte a lo largo de sus 50 años de vida.
“Primero porque soy conocedor de la realidad de los migrantes: en la mañana cuando empiezo el programa envió saludos al 84 norte, por ejemplo, y mencionó ciudades de Georgia, de Carolina del Norte, de California, de Arizona y la gente lo siente tan familiar que me dicen, ‘no es cierto que estás en México’”, describe en entrevista con MILENIO.
“Les describo cómo se siente cuando cruzas las fronteras, los miedos, cuando ves una patrulla, al policía y empiezas a temblar; soy conocedor de sus sueños, de lo que batallan para construir una casa, de lo que cuesta mandar la lana, de la añoranza”, añade el locutor.
Hasta hace poco, El Cachetón, como también lo llaman en el relajo radiofónico, creía que su fortuna no era más que el resultado de coincidencias. Porque él no votó por el gobernador de Georgia que autorizó –por un tiempo– las licencias de conducir sin importar su situación migratoria, razón por la que se mudó a Atlanta.
Tampoco buscó que un locutor fuera al restaurante donde él trabajaba como mesero, aunque sí le pidió chamba y el otro aceptó; mucho menos pidió nacer con el vozarrón que grabó en un casete con ayuda de un modular y luego envió a una estación más grande: La Qué Buena.
No pidió que se fueran los conductores del ‘morning show’ y le ofrecieran suplirlos, ni conocer a un jefe tirano con el que se entendió por la disciplina ni que esté un día le ofreciera la gerencia para entender poco a poco cómo se administra una empresa.
Por humildad o modestia, quizás, él repetía a quien lo escuchaba que tuvo suerte en la vida hasta que su hermano le abrió los ojos: “No solo fue eso, te has roto la madre”, le decía.
Desvelos, viajes por México para promover la estación y mostrar a sus seguidores el país que ya no pueden ver, el mismo del desastre, la inseguridad y la hermosura, a la vez. Horas y horas de producción, grabación, redacción.
Ahora está más tranquilo, más sabio, paga impuestos, formalizó su empresa con media docena de empleados fijos y decenas de freelance. También cuenta con un canal de YouTube en el que comparte viajes y reparte dinero que le hacen llegar los migrantes para gente pobre.
En breve piensa solicitar el perdón a Estados Unidos, un trámite oficial que deben hacer quienes entraron sin papeles y fueron descubiertos.
“Lo haría por los radioescuchas, por mi hermana, por mí y Radio Mojarra”, resume. “Voy a agarrar una camioneta y cruzar la frontera y saludar a la gente”.
–¿Y luego?
–Me regreso a México.
Gys English Language Institute
Cuando Jorge Alejandro González descubrió que gracias a su nivel de inglés podría ganar lo mismo que un ingeniero en México, perdonó un poco al destino por todo lo que había pasado desde bebé: el rapto que lo alejó de su madre, la soledad que lo empujó a las pandillas de Lincoln Heights en el Este de LA, la venganza de su padre.
Su reinicio en México con 15 años y apenas un poco de español a lado de una abuela que vivía en una casa de cartón, en la que lo dejó su progenitor, aunado al desapego de la mamá que no lo acogió con cariño, los años de droga, su trabajo en la basura desde el cual saltó a las oficinas cuando por casualidad vio un anuncio que ofertaba empleo a gente bilingüe.
Empezó dando clases en varias escuelas de inglés. Un tiempo hizo ventas para clientes angloparlantes en call centers de Telvista, Compucom, Skyes e icorp antes de volver a la enseñanza particular, con empresas como Volvo, BASF, Electroquímica Mexican y otras, capacitando a sus empleados, a contadores, a secretarias, administradores que pagaban por su dominio del idioma aunque sólo había estudiado hasta la secundaria.
Paso a paso tuvo más oportunidades, dinero y, con este, el libertinaje. Tuvo seis hijos con cinco mujeres y cayó en la drogadicción en la convivencia con sus estudiantes de alto nivel socioeconómico que lo invitaban a sus tertulias y se enganchó con la droga, tomó malas decisiones hasta que cayó preso. En la cárcel se rehabilitó, estudió la preparatoria, metafísica y, finalmente, maduró.
“Yo nunca supe amar porque nunca tuve amor. En la graduación de mi primaria nadie llegó para abrazarme y yo aprendí a estar siempre viviendo a la ligera. Me casé para hacer una familia que yo no tuve, pero no funcionó”, recuerda en entrevista con este diario en el salón de clases que fundó después de su recuperación, cuando decidió emprender su propio proyecto.
Gys English Language Institute se encuentra en una complicada y empobrecida zona del municipio de Ecatepec, Estado de México, y está por razones estratégicas y del corazón.
“Quiero darle a los niños de aquí la oportunidad de aprender un nuevo idioma y que les vaya bien en los trabajos, porque pagan más si hablas inglés y porque el cerebro bilingüe es más ágil: no lo digo yo, sino la ciencia”.
De frente al salón de clases, José Alejandro percibe de sus alumnos, en unas cuantas lecciones, quiénes serán angloparlantes en un futuro, y lo sabe por la atención que ellos ponen. Reconoce su sensibilidad y sabe hasta dónde los puede llevar.
“La diferencia de estas clases y otras es que hay mucha práctica”, observa Ana Jessica Lun, madre de uno de los estudiantes.
Al profesor no le hubiera gustado dar clases en la Secretaría de Educación Pública (SEP) , como a muchos repatriados que se les han cerrado las puertas del gobierno porque no están certificados o porque el sindicato hace muecas: los repatriados son agentes externos que llegaron de otro mundo y despiertan suspicacias.
“Yo creo que hago más falta en este lugar”, concluye González. “Pero eso no quita que sí nos gustaría ser reconocidos por lo que estamos aportando”.
Imagen portada: MILENIO