Por Mónica Muñoz
Tanto la cultura mexicana como la peruana tienen una trascendencia en los rituales de la muerte. Mario Bellatín, al ser un escritor de padres peruanos que ha vivido muchos años en México, toca este tema en su novela Salón de belleza, una novela de una profundidad absoluta.
El escenario a donde nos traslada esta novela se llama el Moridero, donde ya vemos un indicio funesto de lo que va a pasar. Resulta que el protagonista comienza a hablar de las personas que pasan por el lugar, sin embargo, no las individualiza, es decir, pasa sin involucrarse en lo más mínimo con ellas. Se trata de enfermos terminales cuya enfermedad se presume que es el SIDA y pasan uno a uno sin tener un rasgo que los caracterice más allá del sufrimiento.
En esta despersonalización, podemos ver un reflejo de la situación social, una violencia continuada que ha provocado la indiferencia hacia la muerte de grupos de personas, en este caso, enfermos terminales de una enfermedad que se presume es el SIDA.
La expresión estética de la muerte
Hay una normalización de la muerte, no se nombra al individuo, se trata de muertes expuestas a granel y nos referimos a los genocidios, feminicidios, enfermos terminales. En México, hay una muerte en masa de grupos vulnerables, cuyos cadáveres: indiferentes, despersonalizados, nos explican lo que ocurre con nuestra sociedad. En el caso de Salón de Belleza, se trata de la muerte en masa de un grupo de personas marginales que, sin esperanza, van al Moridero a pasar sus últimos días.
Se trata pues, no sólo de un grupo vulnerable por la enfermedad que les aqueja, además, son personas que se distinguen por la precariedad económica, en donde menciona que “Otro de los motivos de mi remordimiento, era el dinero que gasté en aquella ocasión. Aunque no era mucho, se trataba de un dinero que me habían entregado para otra finalidad. Hice uso de parte de los ahorros de una anciana”, menciona Bellatín en el texto.
En tales circunstancias, no se puede comparar esta situación más que con la tortura, pues existe una situación llevada al límite de la enfermedad irreversible aunado a sus escasos recursos, hace caer en “estado inerme que limita dramáticamente su quehacer y su agencia, es decir, su humanidad misma” 1 y por tanto, la diégesis de la novela se convierte en una fosa común en el que los organismos alguna vez tuvieron vida, sin embargo, no pueden ni siquiera nombrarse, “Salí por una pequeña ventana y dejé a los huéspedes a merced de la turba”, menciona Bellatin: siempre como huéspedes, nunca por sus nombres. Y de ahí del horror de los cadáveres en el texto: “Los demás muertos van a dar a la fosa común. Sus cuerpos son envueltos en unos sudarios que yo mismo confecciono con las telas de sábana que nos donaron. No hay velatorio ni nada. Se quedan en sus camas hasta que unos hombres que tengo contratados los trasladan en carretillas”.
La voz anónima siempre representa la voz de todos, una voz colectiva, en la que se expresa de forma muy general de la muerte: “No me conmovía la muerte como muerte. Lo que quería evitar era que esas personas perecieran como perros en medio de la calle, o bajo el abandono de los hospitales del Estado”.
Se trata pues, de una denuncia ante la muerte, pero también una resignificación estética, que tiene lugar en un espacio determinado: El moridero, el lugar que el protagonista ha transformado para hacer la muerte de los huéspedes un poco menos indigna.
La intrascendencia
Rivera Garza también analiza la muerte en la literatura como un acto performativo, en el que hay una simulación, un acto efímero que empieza y concluye en una sociedad donde no hay una reivindicación, un retorno, justo como la fatalidad que ocurre en El Moridero, que si bien cuestiona cierto orden, no por ello representa una transformación.
Los artes en Occidente, de acuerdo con Rivera Garza, son un juego entre las artes mecánicas y las bellas artes, no en su exotismo, sino en su contexto de tensión social y cultura de este tipo de prácticas; lo mismo que sucede con la marginalidad y los enfermos de VIH en México y que representa Mario Bellatín en la obra, no como una metáfora, sino una simple representación.
Hay una secuencia repetitiva en que entran y salen objetos desvinculados de cualquier condición humana: “Ni para los huéspedes ni para mí significa una ventaja eso de estarse muriendo en forma interminable”, se narra en la novela, sin embargo, no se busca un significado sino más bien, el sujeto busca humanizarse a través de darles alimento y techo a los moribundos, sin ninguna necesidad de buscar opciones de curación ni tampoco reivindicarlos en sus sentimientos o emociones o algún logro que hayan tenido, simplemente, los deja como objetos, como esa muerte en su representación como una “realidad que trasciende los límites comunes” que representa apenas un ser vivo más que deja de respirar y se convierte en un cadáver.
Espacio de muerte y su representación
El Moridero no sólo adquiere su significado por el lexema que hace referencia a la muerte, la experiencia del espacio nos la da su discontinuidad, como sugiere Rivera Garza, y dicha relación de no continuidad, nos la otorga la relación que existe en el espacio.
Por un lado, el Moridero representa el lugar que ocupan los huéspedes que irremediablemente van a morir: “aceptar sólo a los que no tenían ya casi ninguna vida por delante”, narra el protagonista.
El contraste, es lo que da el acto discontinuo de la novela, tenemos, como ya lo indica el título, que en sus inicios, el espacio de representación comenzó siendo un salón de belleza, que señala la narrativa infinita en la que el autor va y viene del pasado al presente, recordando en todo momento lo que fue el salón de belleza.
El símbolo de transformación que vincula el salón de belleza con lo que en el futuro va a convertirse en El moridero, son las peceras y los peces. El protagonista, inicia con la ilusión de convertir el salón de belleza en un lugar distinguido: “Lo primero que hice fue comprar una pecera de dos metros de Largo” y conforme iba creciendo el salón, también las peceras y los peces “Así fue como tuve los acuarios libres para recibir peces de mayor jerarquía”. Vinieron también las Carpas doradas y los Ajolotes.
Sin embargo, con la llegada de los huéspedes, el acuario debe ir desapareciendo hasta que finalmente le quedan apenas dos o tres y ya no puede llevar la cuenta.
Este contraste da cuenta más allá del espacio, es un símbolo referencial de lo que sucede por dentro del lugar, es decir la esperanza contra la desesperanza. Aquí se traza el paralelismo de la historia: la ilusión contra la pérdida inevitable de la vida:“La sensación de encontrarse sumergidas en un agua cristalina mientras eran tratadas, para luego salir rejuvenecidas y bellas a la superficie”.
En el lado del Moridero, no hay marcha atrás, el narrador en primera persona deja muy claro que no hay expectativas ni esperanzas: “La enfermedad es igual para todos. Que tanto aquellos que no pueden más con los dolores de cabeza o con las llagas que les supuran por todo el cuerpo, tienen un proceso similar al de los que están con las largas y aparentemente interminables diarreas. Hasta que llega un día en que el organismo se ha vaciado por dentro de tal modo que no queda ya nada por eliminar. En ese instante no queda sino entrar en la espera final” .
La muerte, en el mundo de la novela, retrata que la violencia y discriminación ante los grupos vulnerables se ha cosificado, convirtiendo la violencia en una cuestión “normal”, así que, no nos parece sorprendente leer que se haya muerto un grupo de personas de las cuales ni siquiera sabemos su historia ni tenemos la más mínima conexión de empatía.
Así, podemos ver que no se trata de un morir para renacer, sino simplemente, morir. ¿Tendrá entonces otro significado más allá de la muerte?, o quizá sólo el arte mismo en su inutilidad.