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Alain Delon y la belleza, aunque parezca amarga

Su muerte ha marcado el fin de una ambigüedad que trascendía lo físico, que se desplazaba hasta el ámbito político. Llamado a ser un símbolo sexual, el actor francés supo imponerse como el rebelde legendario de su tiempo.

I

En 1968, en México, se escuchaba la canción “Je t’aime, moi non plus” de Serge Gainsbourg. En el estribillo se oía a una mujer gimiendo. Los padres de familia se sonrojaban; sus esposas no sabían si entregarse al placer de escuchar o tapar las orejas de los hijos que sonreían pícaramente; comunicó MILENIO.

En ese México se hizo famoso Alain Delon. Los capitalinos lo veían en el cine Diana o el Chapultepec en cuyo antiguo predio hoy se levanta la Torre Mayor. Cuando los cinéfilos salían de ver A pleno sol de René Clément (disponible en Amazon) podían pasear por las calles de la Zona Rosa. Se encontraban, quizá, con José Luis Cuevas gritando que el muralismo había terminado. Y es que todo parecía superado en aquel tiempo, los años en que brillaron Alain Delon, Brigitte BardotCatherine Deneuve y tantos otros. Eran los tiempos de Rayuela de Julio Cortázar, esa novela para armar que era posible ir leyendo a modo propio: de atrás para adelante o al revés. Lo único imperdible era el jazz y la pasión amorosa de Oliveira por la Maga, pasión que terminaba con un bebé muerto. En la década de 1960 el público mexicano amaba al cine francés. Pero no ese que a menudo resultaba tan radical. Lo que deseaba era ir solo un poco más allá del entretenimiento. La televisión divertía al gran público y los productores, tanto en Francia como en Estados Unidos, podían experimentar. Pasaban en el cine Vaquero de media noche y Sin aliento. Podía uno ver El samurai y discutir si era verdad que Delon había heredado la nueva masculinidad de la década o era tan solo un advenedizo que se había trepado en la fama de James Dean.

Llegaban a su fin los grandes relatos: el de la libertad estadunidense, el del progreso soviético, antítesis siempre en pugna, siempre a punto de iniciar una guerra nuclear. Delon tenía sus partidarios por sobre Dean. Conseguía proyectar una imagen distante, la de un hombre emocionalmente incapaz. Sus ojos poseían una elegancia muy distinta de la que emanaba de los de Jimmy Dean. Uno parecía querer besarte, el otro, tal vez, iba a matarte. Pero los dos eran símbolos sexuales en una generación que había conseguido liberarse gracias a que, desde la década de 1950, se vendía en México la píldora anticonceptiva. La sífilis había sido erradicada y, en el mundo, el VIH no era, ni siquiera, una premonición. Aquel lema que sería utilizado en el 68, “Haz el amor y no la guerra”, era posible por primera vez en la historia humana. Pero seguíamos peleando. En Argelia y Vietnam. El héroe Charles de Gaulle parecía por eso tan avejentado como sus ideas. Como todo lo que representaba. Al igual que Churchill y Jrushov, los ecos de la Segunda Guerra Mundial habían cesado, pero se sentía el olor a napalm. Este es el mundo que simbólicamente murió con Alain Delon.

II

Una pareja mexicana ha salido del cine Latino en Paseo de la Reforma. Es un domingo soleado de 1962. Han visto A pleno sol y el final los ha dejado perplejos. Durante la cena en la Pérgola, discuten qué ha sido exactamente lo que vieron. No se trata solo de ese muchachito enigmático, Alain Delon. Hay algo en él que trasciende el nihilismo de Belmondo en Sin aliento, de Godard. ¿Qué tiene su personaje, Tom Ripley, que llama tanto la atención? Es la cara de niño, claro, pero además la sutil vulgaridad de un joven que está dispuesto a apoderarse del mundo con la fuerza de un tema musical. Es el paradigma del muchacho solitario que se niega a comprometerse tanto con el ideal de vida estadunidense como con el modelo soviético. Los primeros asesinan niños en Vietnam, los otros ofrecen a Aleksandr Solzhenitsyn el material con el que escribirá Archipiélago Gulag.

Los chinos están por lanzarse a la Revolución Cultural. Y este hombre en la película A pleno sol, Alain Delon, es algo más que un símbolo sexual. Es el paradigma de una juventud que se ha quedado sin un lugar para escapar. En México, Luis Buñuel ha estrenado Viridiana, García Márquez está por comenzar a trabajar con Arturo Ripstein. Hay un hombre que ha vuelto de París. Se llama Felipe Cazals. Porque todo viene de París: la moda, la irreverencia, el cigarro un poco chueco y el alcoholismo sin culpas; las ganas de volverse Tom Ripley y mandarlo todo al carajo: a Estados Unidos a Rusia y a China por igual.

Ya lo ha escrito García Riera: el mal llamado cine de oro ha dejado de ser pertinente en esta década. Ya a nadie le interesan los valores nacionales de la familia rural, de los tacos de canasta y el agua de jamaica. El “pégueme, Pepe, pégueme a mí, para que se desquite” que suplica La Chorreada con masoquismo en Nosotros los pobresPedro Infante se ha vuelto un paradigma trasnochado. Otras cosas quieren mirar los jóvenes que, como Tom Ripley en A pleno sol, se han modernizado. O se han aburguesado, tal vez, llena la cabeza con tanto jazz. No quieren ser uno más de Nosotros los pobres, quieren hacer el amor sin compromisos, besarse sin compromisos. No están interesados en la liberación mundial que plantean los intelectuales desde los Estados Generales del Cine, que en París se alistaban para discutir las reformas que necesitaba la industria para afrontar la segunda mitad del siglo XX. No, Ripley no. El personaje de Alain Delon quiere ser rico para dedicarse al arte. Y, aunque no lo parezca, en este sentido se parece a Rimbaud.

Alain Delon camina durante un descanso en el set de 'Los sicilianos'. (Archivo)
Alain Delon camina durante un descanso en el set de ‘Los sicilianos’. (Archivo)

III

Hasta el día de hoy, Alain Delon ha influido toda clase de películas de gángsteres. No puede entenderse ni la evolución de Wong Kar-Wai ni la de Jacques Audiard si se quiere pasar por alto la presencia que imprimió Delon en cada sociópata al que dio vida en la década de 1960. Todo lo otro que hizo fue decadencia. O casi todo. Sin la incapacidad para amar del descamisado Alain Delon, ¿cómo podríamos entender lo profundo de los personajes de la Trilogía del amor de Wong Kar-Wai? ¿Cómo inteligir la presión a la que el hongkonés sometió a cada uno de sus actores y actrices en Días salvajesDeseando amar y 2046? Para tanto estrés hay una razón: Alain Delon. Había que volverse como él. Igualmente, el protagonista de Un profeta, la magnífica película de Audiard que ganó el Premio del Jurado en Cannes en 2009, ¿cómo podría entenderse sin la ambigüedad que se espera del actor Tahar Rahim? Tenía que proyectar el aspecto a un tiempo sofisticado y vulgar que dio Alain Delon a su personaje Tom Ripley en A pleno sol. Porque, además, Ripley puede pasar también por miembro de la más baja ralea del mundo criminal.

La muerte de Alain Delon el 18 de agosto de 2024 ha marcado el fin de muchos que gozamos con esta ambigüedad que trascendía lo físico, que se desplazaba hasta el ámbito político. Ambigüedad de no alinearse ni con Dios ni con el diablo. Saltar en la frontera ideológica de la Guerra Fría. Delon representa a esos hombres y mujeres que se resistieron a dar su vida promoviendo los ideales hollywoodenses, pero que tampoco estuvieron dispuestos a fumarse un manifiesto de Godard. Fue una generación criada por padres que nacieron en la Segunda Guerra Mundial, como Alain Delon. Estaban fastidiados ya de los héroes de aquella vieja generación.

El nombre De Gaulle decía tan poco a los chicos franceses de aquel tiempo como a los muchachos mexicanos el del Tata Cárdenas. El arte que representa a Delon goza de obras extraordinarias; las hay también muy entretenidas y muchas francamente mediocres. Luego de su primer protagónico en 1958 (Amoríos), Delon se convirtió en protagonista de toda suerte de escándalos de tabloide. Su relación con la hermosísima Romy Schneider, los rumores de su bisexualidad y el hecho de que algún diario publicase que participó en orgías donde se reunía lo más decadente de la aristocracia de Francia (Georges Pompidou, el presidente del país con muchos otros), no hizo más que darle aún más fama de la que ya se había ganado en A pleno sol. Y eso que, en esta obra, la novelista Patricia Highsmith consiguió ver que Alain Delon había retratado el espíritu de su personaje. Y con todo y que el director Clément decidió cambiar el final.

También los tabloides hicieron al mito. Por más que Delon participó en películas tan importantes como Rocco y sus hermanos (1960) y la que, desde mi perspectiva, es la mejor película en la que participó, El Gatopardo (disponible en Disney), filmó también El eclipse y El samurai. Trató de conquistar el mercado en Estados Unidos, pero, a pesar de lo azul de sus ojos, la idiosincrasia anglosajona no dejó de considerarlo un latin lover, nada más. Hizo ¿Arde París? y El clan de los sicilianos y en Francia comenzó a ser tan reconocido que consiguió inventar un ingenioso método de cobro que luego imitarían muchos actores: el método Delon consiste en cobrar poco, pero tomar parte de los derechos de distribución de la película en la que se le propone participar. Amasó tanto dinero como el talentoso Tom Ripley; por eso A pleno sol lo representa. A él y a toda una generación que escupió contra la moral reinante no por una cuestión política sino por algo más simple y sutil: el placer.

Alain Delon a bordo de un Alphajet de la Patrulla de Francia de la Fuerza Aérea Francesa en Salon-de-Provence. (Foto: Jacques Demarthon | AFP)
Alain Delon a bordo de un Alphajet de la Patrulla de Francia de la Fuerza Aérea Francesa en Salon-de-Provence. (Foto: Jacques Demarthon | AFP)

​IV

La infancia de Alain Delon sirvió no solo para la creación de personajes espinosos, también para afligir a todos aquellos que se relacionaron sentimentalmente con él. La separación de sus padres sirvió como pretexto para que lo expulsaran de varios colegios hasta que se unió, mejor, a la marina, pero no soportó la disciplina militar y se hizo mesero. Fue descubierto en 1957. Las circunstancias de dicho descubrimiento no están claras, pero el rebelde francés consiguió el embrujo y la fortuna que anhelaba su personaje Tom Ripley. Era fascinante y un poco malévolo. Helado. Dueño del atractivo de un antihéroe capaz de enamorar a Romy Schneider: el hombre fatal para la chica fatal. En 1964 se casó con Nathalie Barthelemy y tuvieron un hijo. Se divorciaron, claro. Su relación más duradera fue con Mireille Darc quizá porque establecieron una relación sin compromisos, lo cual le permitió volverse amante de la cantante Dalida y de la modelo Rosalie van Breemen con quien tuvo dos hijos.

El caso más notorio en su existencia de tabloide tuvo lugar en 1968: se le implicó en el asesinato de su guardaespaldas Stevan Marković, pero Delon negó siempre cualquier participación. Gracias al contacto estrecho y a menudo sexual que tuvo con la política francesa el caso fue desestimado. Apoyaba a la derecha del país y era partidario de la eutanasia. Como Orlando (el hombre-mujer de Virginia Woolf), Alain Delon se llevaba mejor con los perros que con los seres humanos. Enterró a 54 en su jardín y, al momento de su muerte, vivía con 11. Sin duda, es mejor recordarlo en el cine.

En El Gatopardo, su obra más relevante, no solo por las imágenes sino, ante todo, porque la trama nos recuerda quién gobierna de verdad. Puede que los dueños del mundo hayan tenido que decapitar a un rey aquí y allá, pero, como sabía Delon, los que gobiernan siguen siendo los mismos. Lo supieron también quienes en la década de 1960 se negaron a comprometerse políticamente. Por eso sostengo: la película paradigmática de Alain Delon es A pleno sol. El ensamble actoral que consiguió Clément y en el que el joven protagonista de ojos azules se mide con Maurice Ronet proyecta en la pantalla pura intensidad dramática. No se trata solo de su forma de mirar y caminar. Es su modo de hablar y dirigirse a todos los otros personajes. Su relación con la hermosísima actriz Marie Laforêt goza de todos los registros que necesita un trepador, un hombre sin compromiso que, sin embargo, justamente por eso resulta tan seductor.

A pleno sol es una obra fascinante que, además, se regodea en los paisajes de Ischia y Nápoles; en el mar y en una trama que parece querer eclipsar todo lo que los intelectuales de la época consideraron importante. ¿A quién le importa? Eso habrá pensado Ripley: yo lo que quiero es sentar a la belleza en mis rodillas, aunque sepa amarga. Que todo termine a pleno sol o en un hermoso atardecer; publicó MILENIO.

Imagen portada: MILENIO | LABERINTO

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Fernando Zamora

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Autor: lostubos
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