El Premio Alfonso Reyes 2024 es el hilo conductor de esta entrevista en donde la autora mexicana habla de su pasión por la historia mexicana y de su doble condición: escritora y funcionaria cultural.
Por Adriana Cortés Koloffon
En Rosa Beltrán cohabitan, sin conflicto, la escritora, la académica y la funcionaria. Recién obtuvo el Premio Nuevo León Alfonso Reyes 2024 que le será otorgado en noviembre por su destacada trayectoria. Autora de más de diez libros de cuento, novela y ensayo, entre otros, La corte de los ilusos, El paraíso que fuimos, América sin americanismos y Radicales libres, el más reciente, ha obtenido numerosos reconocimientos, uno de ellos el Premio José Emilio Pacheco 2022 otorgado por la Universidad Autónoma de Yucatán, la Feria Internacional del Libro de Yucatán y UC-Mexicanistas. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, es coordinadora de Difusión Cultural en la Universidad Nacional Autónoma de México; publicó MILENIO.
¿Cómo cohabitan la funcionaria y la escritora en Rosa Beltrán?
Uno podría pensar que son animales de distinto corral, porque hay personas que nacieron para ser políticos o funcionarios en el sentido convencional. Sabes que he llegado a la cultura en la UNAM porque me han buscado, no porque yo lo buscara, ni en la Dirección de Literatura ni en la Coordinación de Difusión Cultural. Esto me ha permitido ser la escritora que he sido desde el inicio; la crítica, porque la Universidad permite la autonomía; la profesora, porque me gusta impartir clases en la Facultad de Filosofía y Letras, y en otras universidades; la editora. De manera que este trabajo significa la posibilidad de transitar de un ámbito al otro, todos dentro de la literatura y la cultura, que son mis pasiones. Le he podido tomar el pulso y la temperatura a mi momento histórico de una manera más cercana, a veces muy intensa, sobre todo en la época de los festivales, pero que no podría hacer desde la trinchera de escritora. Ha sido un trabajo apasionante y complementario, de enorme responsabilidad, pero también sé que acotado a un momento de mi vida. Es una oportunidad única que tiene un principio y un fin, para aprender y a la vez aportar todo lo que pueda.
¿Qué recuerdos tiene de la Facultad de Filosofía Letras, primero como estudiante y después como profesora?
Yo digo que nací dos veces, un poco emulando a cierta figura del cine que lo dijo en otro sentido: una cuando mi madre me parió y otra cuando entré a la UNAM en los años ochenta. Para mí fue encontrarme con lo que es México: sus niveles socioeconómicos, culturales, de oportunidad, identitarios. Recuerdo los años de estudiante como una de las mejores etapas de mi vida porque la Facultad contaba todavía con muy buenos profesores, los hijos del exilio español, y también los exiliados latinoamericanos porque era la época de las dictaduras. En la Feria Internacional del Libro Universitario acabamos de tener a Ida Vitale, quien estuvo exiliada en México entre 1974 y 1984. El diálogo a nivel de conocimiento era efervescente. La pasión por la literatura era tal que había suplementos, revistas, folletos. Nosotros mismos en la Universidad publicábamos cada uno su revista que no duraría muchos números, pero que nos hacía experimentar no solo el acto de escribir, sino de leer a otros, de publicar, de distribuir. Tuve maestros magníficos. Me tocó la colita de los grandes escritores. Quiero decir que la Facultad cambió como cambió el sistema universitario en Estados Unidos, en Francia y en algunos países de Latinoamérica, porque la balanza se inclinó hacia la teoría literaria y los estudios culturales, a veces a expensas de la propia literatura. Yo tuve lo mejor de los dos lados. Leí a los clásicos. Estudié Letras Hispánicas desde el latín, la lingüística, los primeros escritos que se publicaron en nuestra lengua, la tradición de la poesía de los Siglos de Oro, la poesía del Romanticismo y la literatura contemporánea porque estaban en boga los autores del boom —aunque ya habían pasado más de diez años de la publicación de sus obras—. También era una época en que se traían autores a la UNAM. José Agustín, María Luisa Puga, Salvador Elizondo daban conferencias. Existía aún el Auditorio Justo Sierra. De hecho, tuve una conversación con Susan Sontag porque me invitaron a moderar esa mesa, y escuché a Umberto Eco, el último conferencista en el auditorio antes de que fuera tomado. Existía el cine independiente en pequeños foros o cineclubes, uno muy cercano, en Copilco, que cobraba diez pesos la entrada. Conocí a Godard, Kurosawa, Fellini, Visconti. Era un momento de una riqueza cultural y de una avidez por aprender la cultura que no volví a sentir nunca más. También le debo a la Universidad los amigos que tengo. Empezamos a escribir en los talleres informales, con una fidelidad absoluta porque sabíamos que íbamos a vivir para la literatura, como realmente fue.
La historia: ¿una constante en su obra de ficción?
En todo lo que escribo me doy cuenta de que hay un marco histórico que servirá de contexto a las pequeñas historias domésticas que estoy contando, a los personajes a los que me quiero referir. El momento histórico hace que seamos nosotros quienes escribimos la historia. No necesitamos pasar a los libros de texto para ser parte de este momento y tampoco podemos escapar a él. No podemos ser creaturas del futuro o del pasado, negando que en nuestro país ocurre lo que está ocurriendo. Me parece que escribir es dejar testimonio. Así que, más allá de los conflictos que los personajes tienen en las historias, siempre está el gran marco de la Historia e inevitablemente, en mi caso, México, dejando la huella de lo que ha sido, desde La corte de los ilusos —cuando decidimos ser independientes, pero imitando en todo al imperio del que nos independizábamos— hasta el día de hoy, después de transcurrido todo un arco que tiene que ver con el priismo y las etapas posteriores que son derivaciones del priismo. De hecho, lo que escribo ahora es una historia que tiene que ver con patriarcados, pero con el marco histórico de nuestros gobiernos, que tienen mucho en común. La redención sólo puede venir por la literatura. No creo en los finales felices de la literatura de autoayuda: “si uno sigue ciertos pasos, alcanza la liberación o la felicidad o el conocimiento”. Creo, en cambio, que los ciclos a veces hacen que nuestros errores se repitan, pero que, en la medida en que escribimos quienes escribimos, podemos tomar conciencia de ellos y de sus variantes. El gran privilegio de estar vivas, nosotras que vivimos para la literatura, es ser testigos de este momento único. En términos históricos —sociales, económicos, globales—, porque nos tocó un cambio absoluto. Desde los años ochenta hasta ahora el mundo ha cambiado muchísimo; también en cuanto a las mujeres.
¿Qué opinión le merece que tengamos por primera vez a una presidenta electa? ¿Qué le diría a la doctora Claudia Sheinbaum?
Le diría lo que muchas mujeres querrían decirle: que nos vea, que nos visibilice, que nos dé carta de cabal existencia. Estoy usando una primera persona del plural, aunque normalmente escribo en una primera persona del singular, porque estoy pensando en todas las mujeres a pesar de que sé que decir esto es decir muy poco. No es lo mismo ser una mujer de clase media que tuvo la oportunidad de ir a la universidad como yo, siendo la primera de su generación, de su familia. Ni mi madre ni mis abuelas soñaron jamás tener una carrera universitaria. Me doy cuenta del privilegio que esto es, y que no tiene nada que ver con ser una mujer con otro tipo de trabajo si no accede a la cultura, ser una niña que vive en Guerrero o en Oaxaca, donde venden a las niñas, y que si tienen educación valen menos y si no la tienen valen más; por eso es una situación de vida o muerte que accedan a la educación y a la cultura. Sé que estoy hablando de muy distintos casos de mujeres, mujeres que han perdido a sus hijos, a sus hijas, y los buscan —una de las grandes tragedias de este país—, mujeres a las que levantan (un verbo que no existe en ningún otro país de habla hispana), pero también de mujeres que están dejándose escuchar en los campos de la ciencia, el arte, las humanidades, el deporte, ocupando puestos que nunca antes se había sospechado que ocuparían y que han servido para decir: un, dos, tres por mí y por todas mis compañeras. Un ejemplo tan solo: aquí, en Cultura UNAM, uno de los énfasis puestos en esta gestión tiene que ver con la visibilización del trabajo que hacen otras mujeres. Tenemos compositoras, intérpretes, mujeres en los museos de arte contemporáneo y arte conceptual. Visibilizamos a las mujeres a través de la historia y la ciencia, pero también de colecciones como Vindictas, de autoras que la mayoría ni sospecha que existieron, con una respuesta extraordinaria. Acabamos de reeditar las Cartas a Ricardo de Rosario Castellanos con prólogo de Elena Poniatowska. También tenemos una colección en lenguas originarias. La naturaleza, el quehacer y la forma de vida de todas estas mujeres, de todas las que hemos sufrido distintos tipos de violencia: eso es de lo que yo le hablaría, y ella lo entendería porque es mujer y universitaria.
¿En las obras de las autoras mexicanas contemporáneas hay una ruptura con el canon?
Creo que desde las nacidas en los años sesenta la literatura escrita por muchas mujeres es una respuesta al canon, una contradeclaración al mundo; incluso lo hacen las mujeres de mi generación. No hay manera de no escribir dentro de una tradición que ha sido patriarcal, pero además riquísima, extraordinaria. En mi caso, me ocupo de contestar a ese canon, es decir, de tener otra mirada, una mirada oblicua, y rescatar lo que se consideraba intrascendente, impertinente, el discurso que no era el oficial, el épico. Eso lo ves desde La corte de los ilusos. Fue muy deliberado contar esta historia rescatando materiales. Es la literatura ancilar, la literatura pequeña, el otro lado, la vida privada, y poner el cuerpo en todo lo que escribo.
¿Su conferencia de recepción del Premio Alfonso Reyes versará sobre la literatura “menor” de Alfonso Reyes?
Me referiré a su literatura incidental, a todas esas crónicas deliciosas sobre la basura, la piel, las bomboneras, todo aquello a lo que aparentemente no le daba importancia, pero que es una fiesta del idioma, y que Borges reconoció, porque es la vida cotidiana. Y mucho más por el hecho de que Alfonso Reyes escribía de esto en sus diarios, en 1911, mientras las ráfagas sucedían en la calle. Había guerra y él lograba ver, encerrado, a través de una ventanita en el lugar donde estaba, las botas de los soldados. No sabía si habían matado a 2 mil o a doscientos, pero decía: a mí lo que me va a rescatar es la literatura. Hay un libro maravilloso que antologó Jesús Silva-Herzog Márquez con un título insuperable, La cosa boba, porque a eso se refería también Santa Teresa cuando decía que dejaba fluir la pluma, aunque lo que surgiera fuera la cosa boba. Hablando de eso, está hablando de todo: de lo que siente, de lo que piensa, de lo que mira. Esa mirada creo que vino, en parte, de algunas de nosotras: esa voluntad deliberada de no contar una gran historia a través de datos y cifras y discursos épicos, y del rescate de figuras que siempre son las mismas, porque eso empezó a producir un discurso redundante, previsible, estructuras acotadas en la academia. Parte de esa contradeclaración consiste en utilizar otras formas discursivas.
Imagen portada: MILENIO | LABERINTO.