En entrevista exclusiva para ‘Laberinto’, el ganador del Premio FIL de Literatura en Letras Romances, traza el mapa de sus intereses literarios, y repasa los hechos históricos que han marcado a su país natal, Mozambique.
Mia Couto nació en 1955 y vive desde entonces en Mozambique, país del sureste africano que se extiende sobre las costas del océano Índico. Es sobre este espacio y su gente que se funda su universo literario. Desde la publicación de su primera novela, Tierra sonámbula (1992), que le ganó el reconocimiento internacional, Couto ha publicado más de veinte libros, en su mayoría novelas y colecciones de cuentos. Dueño de una prosa seductora y profundamente poética, ha construido una mirada sensible y detenida a los complejos recovecos de la historia de Mozambique, que, poco después de conseguir su independencia de Portugal en 1975, entraría en una cruenta guerra civil que duró más de quince años.
El Premio de Literatura en Letras Romances que le fue otorgado por la FIL de Guadalajara el 2 de septiembre no solo reconoce el valor literario de su obra, sino contribuye a poner el foco en la riqueza de las literaturas africanas en lengua portuguesa. De hecho, los textos de Mia Couto pueden ser leídos como una ventana hacia los múltiples mundos que habitan ese territorio prácticamente incógnito para los lectores hispanoamericanos, mundos tan distantes y a la vez cercanos de la realidad latinoamericana. Fue acerca de estas conexiones que nos unen como excolonias ibéricas y como naciones herederas de lenguas romances, que conversamos en la biblioteca de la Fundación Leite Couto, en Maputo, la última semana de agosto.
Usted ha hablado en otras ocasiones sobre la posición periférica de la lengua portuguesa y particularmente de Mozambique en el mercado de la literatura mundial. ¿Qué significa para usted escribir desde la periferia y cuál fue el papel que aquellas otras “periferias” han jugado en su formación literaria?
Comenzando por el sitio donde nos encontramos: el 90 por ciento de los libros que se encuentran aquí pertenecían a la biblioteca de mi padre. En ella se puede ver la fuerte influencia de la literatura francesa, porque Francia ocupaba un lugar prominente en el Mozambique de los años sesenta. Sin embargo, también por medio de mi padre había nombres como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, y sobre todo los poetas brasileños: Drummond, João Cabral de Melo Neto, Cecilia Meireles y, muy especialmente, Manuel Bandeira. Todos esos poetas me marcaron mucho porque “vivían en casa”. La poesía fue para mí la gran ventana al mundo.
Más tarde fui descubriendo otras cosas por mi cuenta, como Julio Cortázar, García Márquez y en particular Juan Rulfo. La lectura de Rulfo me causó tanto impacto como la de João Gimarães Rosa. El descubrimiento de ambos fue una especie de sismo, de revelación. Al leer Pedro Páramo me di cuenta de que lo que estaba descubriendo no era solo un libro sino un lenguaje. Fue el descubrimiento de un potencial para hacer un tipo de literatura que no estaba marcada tanto por lo que se contaba sino por el modo en que se contaba. Los escritores de este lado de África entendimos a través de los escritores latinoamericanos que hay un universo que algunos llaman fantástico o “realismo mágico”, pero que es nuestra realidad. A partir de ahí se establece un vínculo que va más allá del estereotipo, por fuera de las categorías literarias.
Del mismo modo, para mí fue importante ver lo que la lengua brasileña llegaba a hacer con el portugués. A través de la literatura brasileña descubrí el modo en el que la lengua portuguesa podía ser nuestra también, que los personajes de nuestro día a día en África podían entrar dentro de la lengua literaria. Aquello que los escritores africanos de lengua portuguesa queríamos decir ya no quedaba prisionero de un formato o del condicionamiento cultural de la lengua portuguesa de Portugal. Brasil fue un modelo para entender que teníamos licencia —una luz verde— para usar la lengua como quisiéramos, sin tener que imitar a los europeos.
¿Y cómo fue su relación con las literaturas africanas?
Eso llegó mucho más tarde. Hay un par de autores de Nigeria que me marcaron: Amos Tutuola, que escribió El bebedor de vino de palma (1952), y Buchi Emecheta, autora de Las delicias de la maternidad (1979). Ambos me impresionaron incluso más que Chinua Achebe o Ngūgī Wa Thiong’o, porque no eran tan “respetuosos” con la lengua inglesa.
Fue muy importante lo que vino de Angola, con Luandinho Vieira, y a través de nuestro poeta nacional mozambiqueño José de Craveirinha, quienes exploraron, por así decir, “una manera africana”, de nuestra África (que son varias). Nuestra África tuvo que casarse con la lengua portuguesa, enamorarse de ella y descubrir cómo hacerlo. Eso implicaba hacer de la lengua portuguesa una cosa que no fuera forzada, sumisa, que no quedara vencida, sino que sedujera, que entrara en una relación de noviazgo con ella. Craveirinha nos enseñó a ver Mozambique, no solo por cómo trabajó la lengua portuguesa sino por cómo levantó la posibilidad de una patria, de una nación por encima de aquello que nos dividía. Fue un visionario.
¿En qué medida cree que el proyecto nacional después de la independencia se gestó también como un proyecto literario? ¿Cuál fue el poder del relato en la construcción de una identidad nacional?
Creo que sin duda se ejerce una cierta violencia cuando se impone una lengua única en una nación que de hecho son varias naciones. Hay más de 28 lenguas en Mozambique. La imposición de una única lengua oficial es siempre un acto de violencia. Entonces, la literatura cumple una función mediadora, para transformar la disputa en una suerte de cortejo, de enamoramiento. Escuché al propio Craveirinha decir en una entrevista en la que le preguntaron si no se sentía “dividido” por tantas lenguas, y él respondió: “no, yo estoy repartido”. Esa repartición no se siente fraccionada o fragmentada, sino que costura un conjunto. La idea es que esa diversidad no nos disminuye, sino que nos multiplica.
Me parece que esa misma situación que se da dentro del país se refleja en África como continente, que quedó marcado por las divisiones lingüísticas que fijó el colonialismo, anulando o disminuyendo la comunicación entre pueblos vecinos.
Efectivamente. En ese sentido, África quedó dividida y no repartida. Fue fragmentada por criterios coloniales y lingüísticos. No nos traducimos, no nos publicamos, no sabemos ni lo que están haciendo nuestros vecinos sudafricanos de aquí al lado. Los países con los que tenemos frontera: Tanzania, Zimbawe, Zambia, Malawi, no nos conocen y viceversa. Y ese es un problema muy serio. Hay pocos libros que llegan en otras lenguas de África y es una pena porque me parece que no hay ninguna voluntad de los gobiernos de asumir algún papel en esa mediación. Prevalece el criterio del mercado, de las editoriales. No obstante, observo con mucho placer que poco a poco van surgiendo algunas iniciativas que buscan integrar las literaturas africanas en varias lenguas, como el festival del libro africano de Marrakech, el Hay Festival, o el Festival Macondo, ambos en Nairobi.
En sus libros está muy presente la realidad extraurbana del país. Sus historias transcurren en regiones muy distintas y distantes, donde se hablan lenguas diferentes, donde habitan diferentes pueblos. ¿Cómo ha sido su aproximación a esos espacios más rurales, apartados de Maputo?, ¿ha tenido que viajar mucho por el país?
La realidad es que a veces se da casi lo inverso: es el país que está viajando por nosotros. Aquí en Maputo, la frontera entre lo urbano y lo no urbano es muy tenue. Cuando en 1910 los portugueses decidieron mudar la capital del país a lo que antes se llamaba Lourenço Marques, faltaba mano de obra especializada y tuvieron que traerla del norte. Así la ciudad pasó a ser un crisol de lenguas y culturas.
Esas otras ciudades que cohabitan en el mismo espacio urbano tienen casi un horario: a medida que va cayendo la noche se despiertan, surgen las historias, y los dioses más antiguos se sienten como en casa. Hay una dualidad que domina la propia ciudad y es muy difícil mantenerse fuera de eso porque cotidianamente, sin tener que desplazarse uno muy lejos, se puede establecer un diálogo más íntimo con las personas y entrar en contacto con otras lenguas.
En varios de sus libros se percibe la influencia de su otra faceta profesional, la de biólogo. En El sueño de la leona aclara desde el comienzo que la historia fue inspirada durante un trabajo de campo en el norte del país. ¿Cómo han incidido este tipo de experiencias profesionales en su escritura?
Creo que el hecho de ser biólogo me ayudó a entender que lo que busco en un árbol es encontrar un habla, una conversación, un diálogo: ahí hay una entidad que nos está diciendo cosas. A partir de ese descubrimiento, hubo una especie de reencuentro con una familia muy antigua, de una religiosidad muy particular. Yo vengo de una familia muy pequeña, de cinco personas, y mi necesidad de encontrar una familia más grande, de generar otro tipo de parentescos, formar comunidad, fue vital. En muchas de las lenguas de Mozambique no existe una palabra para decir “naturaleza”, lo que quiere decir que no tiene piel, no estamos separados. La noción de que hay bosques, o montañas, que son seres sagrados, tiene que ver con la forma en que son habitados y por cómo habitan en nosotros. La transición de un ser a otro, de que la gente puede migrar ontológicamente —tal y como lo desarrolla por ejemplo Gimarães Rosa em sus cuentos—, esa percepción de que el humano puede transformarse en animal y a la inversa, es leído aquí como algo posible y realista.
En la trilogía Las arenas del emperador, recrea un momento histórico muy simbólico para Mozambique: la expansión y la caída ante los colonos portugueses del último gran emperador del reino de Gaza, Ngungunhane ¿Cómo fue el proceso de investigación para estos libros y cómo cree que alimenta esta historia a los mitos fundacionales de Mozambique?
Hice una investigación bastante extensa en diferentes archivos, pero tardé más tiempo en librarme de ellos que en encontrarlos, pues había tantas historias fascinantes clamando por ser contadas, diciendo “¡yo quiero existir!”, que seleccionar fue una tarea muy difícil.
Creo que escribí esos libros no tanto para contar la historia de Ngungunhane sino para mostrar hasta qué punto esa historia y todas las otras que contamos son construcciones que hacemos colectivamente para inventarnos una nación. Y eso es una tarea muy delicada pues esta es una nación hecha de olvidos. Como casi todas, ciertamente, pero esta muy en particular, porque se construyó sobre olvidos casi obligados. Cuando el país se independizó de Portugal se instaló la idea de que todo lo que nos dividía era un pecado: “no hay blancos, no hay negros, no hay etnias, somos todos mozambiqueños y punto”. Ese pensamiento homogeneizante, que llevó incluso a prohibir que se hablaran las lenguas indígenas en los espacios públicos, inspiró ese momento de embriaguez que fue la independencia, y quizá sirvió para algo, pero dejó muchos traumas y muchas heridas que siguen abiertas.
Su escritura captura muchos de esos momentos traumáticos que vivió la nación mozambiqueña, así como problemas y desafíos presentes. El año que viene, en 2025, se cumplen 50 años de la independencia. ¿Cómo valora la contribución de la literatura en la consolidación del proyecto de patria proyectado por el Frelimo (Frente de Liberación de Mozambique) en los años setenta y cómo se perfila el rol de la literatura hacia adelante?
Creo que la literatura tiene el papel de inventar un sentido para el mundo. Hace 50 años había una cosa, que era expresada más por la poesía, que era la exaltación de un mundo futuro, de la revolución, del hombre nuevo… Ese discurso de ir hacia otro mundo ya no tiene más sentido. Para mí, la propuesta que la literatura puede hacer hoy en día, en este mundo tan disperso, tan fragmentado, tan lleno de cosas inmediatas y efímeras, es dar a entender que el otro tiene una historia e ir al encuentro de ese otro a través del intercambio de historias. Es un intercambio profundamente humano y solo así, a través de ese intercambio de tu historia y la mía, puede generarse una relación auténtica y genuina; publicó MILENIO.
Imagen portada: MILENIO | LABERINTO.