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Mircea Cărtărescu lanza ‘Theodorus’

Con autorización de la editorial Impedimenta, MILENIO ofrece un adelanto de ‘Theodorus’, la nueva novela del narrador rumano Mircea Cărtărescu, Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2022.

Con autorización de la editorial ImpedimentaMILENIO ofrece un adelanto de Theodorus, la nueva novela del narrador rumano Mircea Cărtărescu, Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2022. La obra fue traducida al español por Marian Ochoa de Eribe y ya está disponible en librerías.

Tudor es el hijo menor de dos sirvientes de la corte de un gran boyardo de la atrasada Valaquia. Desde su nacimiento, la ambición parece guiar cada uno de sus pasos, y en su arduo ascenso al poder no dudará en dejar su camino sembrado de cadáveres.

“Tu madre nunca vendió kosso, eso fue siempre un alivio para ti, pues no hubo ultraje mayor durante los años de tu reinado que saber que eso pensaban, día tras día, incluso tu orgullosa reina, incluso tus obispos, por muy grande y poderoso que fueras. Lombrices, lombrices, lombrices llenaban las canciones de la gente en las aldeas; lombrices, murmuraban los embajadores y los misioneros; lombrices, te susurraban los espías emplazados entre los soldados para descubrir si hablaban mal de ti. Se te amargó el alma por ese insulto, que siempre castigaste con torturas hasta la muerte, pero no pudiste evitar que campara bajo los deslumbrantes cielos de África. No fue tu madre, sino la de Kassa, la que vendió remedios para las lombrices que todos los etíopes tenían, pues comían carne cruda como las fieras de los bosques, y en las aldeas del oeste perdidas entre la maleza llegaban a comerse incluso a los muertos; al fin y al cabo, la mujer no había hecho nada vergonzoso, pensabas tú, no había vendido su cuerpo como tantas otras cuando se encontraban en apuros, sino que había sobrevivido, junto con su hijo, vendiendo aquel remedio del que se burlaban todos los que lo compraban a escondidas y que, tras tomar una cucharada o dos, sacaban por abajo unas tiras asquerosas de casi dos metros de longitud y toda clase de lombrices 44 que hasta entonces los habían devorado por dentro y los habían debilitado. Lombrices, lombrices, lombrices, reían ellos criticando la ralea de la que procedía el emperador, pero la madre de Kassa había recorrido las montañas y los valles cubiertos de rocío mañanero en busca de los escarabajos wareza, verdes, grandes y pesados, y de unas setas negras llamadas trompetas de la muerte, para obtener, molido todo ello y mezclado con orina de cabra, el remedio infalible; luego lo vertía en cántaros de barro y lo llevaba al mercado de Gondar, abigarrado y ruidoso, para venderlo a cambio de unos céntimos o un trozo de pan. Por las noches —le contó en otra época Kassa mientras estaban los dos de cuclillas, bajo el cielo rojo, fumando tabaco en unas pipas largas, recostados en el muro del monasterio junto a Debre Tabor, decorado con los rostros de los patriarcas—, mi madre se envolvía en su amplio mantón y caía muerta de cansancio. Dormía como un tronco en su esterilla hasta el amanecer, cuando se echaba de nuevo a los caminos en busca de los escarabajos que le aseguraban la comida de cada día. Kassa lloraba cuando recordaba a aquella mujer —cuyo nombre no conocerías jamás, pues él la llamaba solo madre en lengua ge’ez, que no dominabas bien todavía, aunque si hubieras sabido cómo se llamaba tal vez la habrías buscado y la habrías recompensado en nombre de tu antigua amistad con su hijo—, y tú lo consolabas hablándole de tu propia madre, tan viva todavía en tu corazón que para ti no era una mujer, sino un mundo con sus montañas y sus valles, sus ríos y mares y sus innumerables islas, porque tu madre había venido del Archipiélago, había pasado por Constantinopla y se había instalado desde muy joven en las nevadas tierras de Valaquia, en el otro extremo del mundo. Tenías todavía en tu morral, junto a las pistolas y los cuchillos que no querías llevar a la vista en el cinto, y junto al pan y el queso curado, lleno de puntos negros por las cagarrutas de cabra, con los que te conformabas por aquel entonces, un paquete de papeles sujetos con un cordel: las epístolas de Sofiana dirigidas a ti a lo largo de tus peregrinajes por el ancho mundo. «Mi querido capullito Teodoros», así empezaban todas, seguían un 45 montón de hojas en blanco y terminaba con «Que Dios te guarde y te proteja de todo mal», tras lo cual venía su firma en caracteres griegos. Junto a la cruz de cristal del pecho y el cuadro pequeño, ovalado, que representaba a una joven doncella de una belleza triste, guardado en el bolsillo del corazón de tu camisa de lino, las cartas de Sofiana eran el objeto más sagrado que poseías, y no te habrías separado de ellas como no te habrías separado de tu mano derecha. Poco antes de morir arrojaste al fuego la cruz, el cuadro y las cartas, y contemplaste largo rato el humo delicado que se elevaba de ellas, como se eleva de todos los objetos del mundo en su final establecido.

Portada del libro 'Theodorus'. (Foto: Especial)
Portada del libro ‘Theodorus’. (Foto: Especial)

Tu madre no vendió kosso y nunca oyó hablar de Etiopía, e incluso aunque hubiera oído hablar no habría podido imaginar que alguien de su sangre tendría jamás algo que ver con aquella tierra salvaje, menos aún que el fruto de su vientre llegaría a ser el Rey de Reyes en aquel desierto, pues habría sido como si alguien le hubiera dicho que su hijo, nacido del amor con Gligorie y bueno tan solo para cuidar las ocas en la orilla de la charca, iba a convertirse más adelante en el Rey Rojo de los cuentos y que iba a partir para luchar contra el dragón de siete cabezas. Mientras el cielo se volvía cada vez más oscuro en Debre Tabor y cambiaba de un rojo púrpura a un azul añil salpicado de estrellas, y los dientes de tu hermano de cruz, Kassa, brillaban en la oscuridad, veías con total nitidez, gracias al ojo de la mente, el rostro de Sofiana, tal y como lo veías cuando pasabas junto a ella las tardes invernales de Ghergani, mientras el viento aullaba a través de los postigos cerrados y en la estancia se enroscaban el frío y un olor a tela desgarrada, y desde los iconos de las paredes os contemplaban los ángeles soldado, con las alas desplegadas. A la luz de la vela de la palmatoria, su rostro era transparente, con los rasgos suaves y dulces de una mujer joven, de labios hermosos y recta nariz griega. Tenía unos ojos castaños como los tuyos y las cejas unidas, algo que en aquella época, a principios de siglo, era un rasgo muy alabado en la fisonomía de una mujer. Te sentaba en su regazo y te leía en el cerco de luz, y todo alrededor estaba oscuro y era 46 mágico, y el viento terrible aullaba, sacudiendo los postigos de madera, y tú jugabas con los mechones retorcidos de sus cabellos y te perdías en su perfume de adelfas. Tu madre había recibido de su señor y dueño, Gligorie, su esposo legítimo, el mandato de no enseñarte griego ni para decir kalimera, pero había infringido a escondidas ese mandato terrible, y tú la delatabas, porque aprendías rápidamente esa lengua ceceante y extraña, de modo que Sofiana había conocido, como todas las mujeres de aquella época, la palma ancha de su marido, pero no había cedido. Pues amaba su lengua tanto como su alma, y el orgullo de pertenecer al mismo pueblo que el astuto Odiseo o que el sabio Homero afloraba en su rostro cada vez que le leía a su Teodoros, sentado en su regazo, sobre la bravura de Aquiles y la belleza incomparable de Helena, la más hermosa de las mujeres.

¡Qué curioso, qué brillante te parecía todo a los tres años! Veías en tu mente lo que te leía tu madre, la ciudad blanca de Troya, el mar y los veleros, como si pertenecieran a otra vida en la que tú mismo hubieras vagado por los mares y hubieras luchado con una espada de bronce en las filas de los aqueos llevados a la batalla por Menelao. Todo te resultaba conocido de antemano, así como conocías ya la utilidad de cada olla de la cocina de Ghergani, de cada pincho y cada chuzo, de las coberturas de la cama y del pozo del huerto. Ghergani era entonces todo tu mundo, con objetos duros y blandos, objetos de hierro y objetos de barro y objetos de madera, objetos amarillos y rojos y verdes, con rostros humanos, con animales llenos de barro y aves de corral que cacareaban y picoteaban por todas partes. Era el primer invierno que recordarías, con el pueblo entero sepultado bajo la nieve, entornando los ojos cuando salías de la habitación debido a tanta blancura, tanta blancura y tanto frío. Muchas décadas después, en un país tórrido durante todo el año, recordarías las nevadas valacas como un grandioso remolino del espíritu, como una visión celestial o como un grito de victoria, evohé, en un inmenso campo de batalla. La nieve caía del cielo sin cesar, semanas y semanas, como en Hiperbórea, donde no podías ver por la densidad de las plumas 47 de oca que aleteaban en el vacío; las casas y las chozas se cubrían poco a poco hasta que dejaban de verse, de las iglesias solo quedaban las cruces del tejado, mientras que bajo la nueva tierra blanca y esponjosa los aldeanos excavaban caminos abovedados de una casa a otra y se sentaban juntos en el cuarto del horno, en torno a las mesitas de madera, y bebían ţuica en jarritas de barro y cascaban nueces y devanaban historias y escuchaban espantados la voz de los fantasmas del mundo blanco de arriba, como si fueran ellos unos muertos enterrados y se hubieran mudado a un pueblo situado bajo las raíces de los árboles. En Etiopía, que se derretía con el sol abrasador de África, recordarías ese invierno como si fuera el de un país extranjero, el único donde la Navidad tenía el perfume de los bizcochos de nuez y semillas de amapola, y de las naranjas y el vino caliente con clavo, y el aire olía a frío y a tela desgarrada.

Tu madre no tenía aún veinte años cuando te leía en griego la Odisea, sabiendo que tú no entenderías gran cosa, pero también que no olvidarías la música grandiosa de sus versos. Cuando te notaba amodorrado por su cadencia, dejaba el grueso volumen que tomaba prestado de los aposentos del boyardo, con su aprobación, pues el recaudador Tachi Ghica apreciaba la cultura de su criada, y empezaba a contarte otras historias, esta vez verdaderas, sobre cómo era el mundo cuando ella misma era una niña en su islote con higueras y casitas encaladas de la isla de Tinos, el dientecito de leche del Archipiélago. Su madre, tu abuela —a la que nunca conocerías, pues murió atracada, deshonrada y degollada por unos salteadores cuando regresaba a casa, en Larisa, donde era el ama de llaves del metropolita de la iglesia principal, después de confiar a su hija a una señora rumana en la otra orilla del Danubio—, se llamaba Aspasia y se había criado en Constantinopla, en el barrio de Fanar, de donde numerosos griegos emigraban hacia Valaquia y Moldavia en el séquito de los señores que la Sublime Puerta instalaba en el trono de esos territorios, porque la Puerta no confiaba en los boyardos locales, y los griegos eran siquiera cristianos ortodoxos al igual que los súbditos”; publicó MILENIO.

Imagen portada: MILENIO.

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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