Por Juan Javier Córdova
En la política contemporánea, las imágenes de los líderes no nacen de la nada, sino que se construyen a partir de narrativas, relatos que han sido moldeados y reinventados a lo largo de la historia. Estas historias no son creaciones innovadoras de los políticos actuales, sino que responden a estructuras profundas que existen desde hace siglos. En realidad, las narrativas políticas son parte de un tejido cultural y social que ha ido evolucionando, pero que, en su fondo, se sigue alimentando de las mismas historias de poder, legitimidad y lucha.
No existe un político contemporáneo que pueda decir que ha inventado algo completamente nuevo en términos de narrativa. De hecho, estas historias han sido contadas por generaciones de líderes a lo largo de la historia, adaptándose a las circunstancias y a los tiempos, pero conservando su esencia. Ya sea la narrativa del «líder salvador», la «revolución popular» o la «defensa del pueblo», todas forman parte de un repertorio que los políticos utilizan para ganar fuerza, legitimidad y, sobre todo, poder.
Es importante subrayar que esas narrativas no son inherentemente buenas ni malas, sino que su valor se evalúa en términos de eficacia comunicativa. ¿Funcionan o no funcionan? ¿Logran conectar con la gente? La política no está exenta de utilitarismo: los políticos son narradores, y como tales, buscan contar historias que resuenen con sus audiencias. Y aquí radica el núcleo del poder político: en la capacidad de crear y apropiarse de narrativas que movilicen a las masas, que generen identificación y que consoliden su legitimidad.
En este sentido, las narrativas no discriminan ideologías. Tanto en la extrema derecha conservadora como en la izquierda radical y progresista, las mismas estructuras narrativas se utilizan para un mismo fin: el control del poder. De hecho, las diferencias ideológicas no cambian la naturaleza de las narrativas, sino que, más bien, muestran cómo un mismo relato puede ser moldeado y adaptado para satisfacer los intereses de distintos grupos de poder.
Un claro ejemplo de esta práctica es la narrativa de “El pueblo votó por este proyecto y no le podemos fallar al pueblo”, una frase que ha sido utilizada tanto por figuras de la derecha como de la izquierda. La hemos escuchado en distintas partes del mundo, y también en México, especialmente ante declaraciones que vienen de personajes como Donald Trump. Este tipo de narrativa se construye sobre una supuesta «voluntad popular», apelando a la legitimidad del pueblo como fuente primaria de poder. Es, en esencia, un juego de poder basado en el principio de la democracia directa: un mandato otorgado por la gente que no puede ser traicionado bajo ninguna circunstancia.
Sin embargo, esta narrativa puede ser vista desde distintas perspectivas dependiendo del espectador. Para algunos, puede ser un genuino compromiso con la democracia; para otros, una forma de consolidar un poder autoritario al erigirse como el único intérprete legítimo de la «voluntad popular». Lo que está claro es que, en este tipo de discursos, el líder se coloca en una posición central: el defensor del pueblo, el garante de lo prometido, el protector de una causa que no debe ser abandonada.
Lo que distingue a un político que sabe construir una narrativa efectiva es su capacidad para apropiarse de estas historias y adaptarlas a las circunstancias del momento. En el caso de Trump, por ejemplo, la narrativa de «El pueblo votó por este proyecto» se traduce en una constante apelación a su base electoral y a la idea de que sus políticas no solo representan sus intereses, sino los de un pueblo que requiere de ser restaurado en su grandeza. Por su parte, figuras de izquierda también han sabido usar la misma narrativa, aunque con un enfoque distinto, apelando a la justicia social y a la reivindicación de los derechos de los grupos históricamente oprimidos.
Al final, la política no es solo cuestión de ideologías opuestas, sino de quién sabe utilizar mejor las herramientas narrativas para consolidar su poder. Tanto Trump como líderes progresistas han entendido que la imagen política se construye sobre relatos profundos, sobre historias que han perdurado en el imaginario colectivo y que, al ser recitadas en el momento adecuado, pueden ser la clave para movilizar a las masas. En esta dinámica, lo importante no es tanto si la narrativa es correcta o no, sino si logra conectar y generar un cambio real en el poder.
Las narrativas son, por tanto, las verdaderas artífices del poder político. Son las historias que los líderes cuentan para legitimar sus acciones, para posicionarse como los guardianes de la voluntad popular y, sobre todo, para garantizar su permanencia en el centro del escenario político. La historia, al fin y al cabo, es solo un relato más, y quien logre contarla mejor, tiene la llave para dominar el presente y el futuro.