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Por Joaquín Hurtado

He vuelto.

Apenas llego, me reporto con el palo que sostiene la cortina de encaje. Hace veinte mil años que la pobre se fue a grises, amarillea con el sol directo que sin pudor la baña.

Hoy cumplo trescientos cuarenta y dos días de venir a ver por vez primera, en la historia de mi locura, una muerte en directo.

Hace casi un siglo que mi padre se muere. Lo sigo viendo agonizar a la misma hora de cada día que va pasando.

Han pasado casi veinte lustros desde que mi padre perdió la guerra.

Colgado a lo largo y ancho del ventanal, a través del tejido y el polvo acumulado en la cortina, lo veo todo. Es mucho lo que sucede en la habitación del moribundo.

También vigilo el sur del continente.

Desde aquí lo veo disolverse, postrado, jalando de repente otro golpe de aire y moho.

Observo la solitaria y dolorosa partida de mi padre, lo miro con el meridiano encima. Muriendo para siempre.

Me dispongo a analizar cualesquier detalle, cualquier gesto del vetusto rostro, cualquier lágrima operística; esa tosecilla nocturna, el divino murmullo de la culpa…

Estamos callados entre sueños, al acecho, hasta que aparezca el instante. La transformación incalculable. Estoy esperando que ofrezca disculpas.

Mi padre se muere por siempre, pero durante una sola vez que se extiende a través de la recámara. Desde que papá sigue siempre muriendo por una vez sin fin han pasado noventa mil cuatro años. Esto equivale a casi un segundo de vida normal.

En la proximidad de mi papá, nada es normal.

Cuidado, amor, hasta mañana.

Cosas así, innecesarias, decía.

Y el cariñito se confundía con un hilo de sangre.

La cosa es seria.

Un minuto después de que mamá murió mi papá la obligó a pasar a forma Colgate.

Murió en el hospital muy dentrífica ella, mi madre, convertida en pasta dental. Papá la exprimía desde el medio. Ella lo odiaba.

Papá le dijo un día cuando estaban en el degenere: si no me aguantas más abajo te aprieto más arriba.

Mi hermana es la lámpara de perlitas con un colibrí de diamantina. Obra de un artista de Munich. Y Roberto, nuestro mayordomo, yace convertido en Biblia con pasta humana, muy dura. Mi papá…

Yo sostengo la cortina corrida para evitar que la vergüenza nos vea, la última voluntad. Puedo establecer un coloquio objetivado en juegos de sombras y silencios con cada uno de los miembros del espacio, eternizados en objetos domésticos. Pero no lo hago, siento pena.

Solo nos miramos siendo cosas entre las cosas. Acumulamos polvo y tiempo. Esperamos a que termine de morir el impune.

Cada vez que vengo acá, hago lo mismo. Solo espero que hoy suceda. Que papá termine. Que acabe de pasar al lugar de las cómodas pantuflas austriacas.

Pero solo pasa encima de la gravedad con los años girando. En vano. Apenas papá va a lanzar el último suspiro y todo se detiene.

Algo muy serio interrumpe la metamorfosis.

La casa se ve más sombría, hundida en sus crímenes. A los ojos de los días, la mansión se viene abajo hecha pedazos, directo a la ignominia. No al olvido. Muy pronto el sitio se irá al cielo con un edificio moderno de veinte pisos.

(Monterrey, México, 1961. Premio Nuevo León de Literatura 2006. Cronista urbano. Ha publicado los libros: Guerreros y otros marginales, Ruta periférica, Laredo song, Crónica Sero,  La dama sonámbula, Los privilegios del monstruo, Vuelta prohibida (obra reunida en dos tomos), Teorema del equívoco, La estructura de Andrómeda, La luna es un tiburón. Creador de plástica amateur. Participa en la defensa de los derechos de las minorías sexuales y personas con vih/sida. Viajero incansable, padece deficiencia renal y colitis crónica. Ama los mapas de ciudades perdidas, ver el mundo a través de la poesía y comer en mercados rodantes.)

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Vía / Autor:

// Joaquín Hurtado

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Autor: lostubos
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