Por Francisco Villarreal
Estaba organizando mis archivos digitales, cuando me topé con una vieja serie para TV, producida por la BBC. Se llama “I Claudius” (1976), tomada de una novela homónima de Robert Graves, y que sintetiza esa y otra: “Claudius the God and his wife Messalina”. No pude contenerme y volví a verla toda, los 13 capítulos. Está llena de actores shakesperianos, encabezados por un camaleónico Derek Jacobi. Inolvidable la maligna Livia Drusila, caracterizada por Sian Phillips, antes de encarnar a la Reverenda Madre Mohiam, en “Dune” de Lynch. Sorprende ver a Patrick Stewart como Lucio Elio Sejano, ¡con pelo!, años antes de que capitaneara el “USS Enterprice”, clase Galaxy. La serie transcurre durante la llamada “Pax Augusta”, o “Paz Romana”, que duró dos siglos y cuyo inicio se ubica en el muy relativo triunfo de Octavio César Augusto sobre tribus ibéricas, y cuando el propio emperador decretó la paz entre los romanos, el año 29 a.C. ¿Hubo paz? Sí, la hubo entre los romanos; la suficiente como para expandir el dominio de Roma por Europa, Asia y África. Esa homogeneidad forzada bajo control militar creó nuestra noción de una “civilización occidental”. Tampoco fue una paz muy pacífica, porque si no hubo guerras internas sí las hubo en las fronteras del imperio. Precisamente durante la dizque “Pax Augusta”, tribus germánicas encabezadas por un tal Armin, exterminaron en Teutoburgo, hoy Kalkriese, Alemania, a tres augustas legiones, seis cohortes y tres unidades de caballería. La serie de TV y las novelas se enfocan más en las intrigas palaciegas, con muchísimas licencias literarias desfigurando a la Historia, pero la “Pax Augusta” fue real sólo que no fue pacífica. Bajo el criterio romano fue una paz interna, sin guerras civiles. Esto significa que fue un período de estabilidad social bajo el rígido control del estado, es decir, de los emperadores; el Senado romano ya era un mero adorno tras desaparecer la república romana que, seamos honestos, nunca fue del todo popular y mucho menos democrática.
Todavía no acababa de rumiar las últimas escenas de “I Claudius” cuando leí que el presidente de Estados Unidos anunció la paz en Gaza, ¿otra “Pax Augusta”? No me extraña que Estados Unidos imite al Imperio Romano, las señales son más que claras desde su fundación. Sólo que para que Trump pretenda decretar una paz, como lo hiciera Octavio César, tendría que ser también augusto (venerable), príncipe (principal ciudadano) y emperador (comandante supremo), tres títulos que en Roma implicaban ser líder religioso, líder en el Senado, y líder en el ejército. Además tendría que controlar completamente el territorio que gobierna, porque Octavio César acabó brutalmente con las guerras civiles, pero no las provocó, como sí lo hace Trump. Adicionalmente, Octavio también aseguró las rutas comerciales básicas para tener bien alimentado y contento a los romanos (“Pan y Circo”); en cambio, don “Arancelio” Trump no. Así llegó el ansiado día del otorgamiento del premio Nobel de la Paz. Ese premio no me inspira mucha confianza sobre los galardonados y los criterios para otorgarlos. A pesar de eso, era imposible que se lo hubiesen dado a Trump. No creo que a los jurados del Nobel les repugne tanto politizar premios, pero en el caso de Trump hubiera sido el desprestigio total e irreversible para el galardón. Al menos, a nombre del jurado, Jorgen Watne Frydnes, tuvo la peligrosa cortesía de afirmar que dos cosas deben caracterizar a un ganador de este premio: “coraje e integridad”. ¿Así o más claro? Trump no llena el molde, sólo tiene rabia y cinismo.
Horas antes, cuando Netanyahu nominaba a Trump para el premio, era muy sabido que la decisión del jurado había sido tomada desde principios de la semana. Si un hijo de vecino como yo lo sabía, con más razón un premier que tiene a sus órdenes el personal y los recursos tecnológicos más sofisticados del espionaje. Así que la sugerencia de Netanyahu me sonó más a burla. Trump insiste que no promovió SU paz en Gaza para obtener el Nobel, aunque llevaba meses casi exigiéndolo, y no creo que desista para el 2026. Como sea, ahora, mañana, en el 2026, retroactivo o hasta póstumo, otorgar el Premio Nobel de la Paz a Trump sería la tumba para ese premio y el oprobio para todos los demás, con carácter aquí sí de retroactivo.
Pero Trump no podrá quejarse. El premio fue otorgado a la activista política venezolana María Corina Machado. Ya alguna vez, hace años, la señora fue señalada por promover la intervención militar de Estados Unidos en Venezuela para derrocar al chavismo. El jurado del Nobel otorgó así su premio de consolación a Trump. Lo hace justo cuando Trump militariza el mar Caribe y agudiza su amenaza a Venezuela y a Colombia. Corina, tan afín a la ultraderecha gringa, fue investida por el Nobel como cabeza de playa para una eventual intervención gringa en tierra venezolana. Tiene razón el inmigrante chino ahora director de Comunicación de la Casa Blanca, Steven Cheung, al afirmar que: “El Comité del Nobel demostró que prioriza la política por encima de la paz”. Esa tendencia es tan obvia que hasta la Global Sumud Flotilla coincide con el nuncio de Trump, aunque con argumentos distintos y mucho más razonables. Mi favorito era el médico neerlandés Hussam Abu Safiya. El galeno no detuvo su labor en el hospital Kamal Adwan, en Gaza, a pesar de estar bajo bombardeo y que la horda “nazionista” le “castigó” asesinando a su hijo. Al final fue secuestrado, usado como rehén, luego torturado y encerrado en una cárcel israelí. Así es la “paz” de Trump y Netanyahu, que ni siquiera es permanente sino sólo temporal y condicionada. Lo siento tanto por los hermanos palestinos que celebran la paz pero que se verán obligados a vivir bajo el acecho del carnicero Netanyahu, apoyado por las armas y tropas de Trump. Es como poner a Drácula como director de un banco de sangre.
Además, el jurado Nobel metió en un brete a la izquierda universal, al menos aquella que se vea obligada a pronunciarse sobre este premio. Aunque con más razón que humildad la propia Corina dice no ser digna del premio, la obvia repulsa zurda contra la ganadora se oirá como aprobación al gobierno de Nicolás Maduro. La democracia en Venezuela es bastante cuestionable, pero quién sabe si sea mejor que la imposición de un régimen de títeres de Estados Unidos y, con ello, la enajenación de su soberanía y la cesión de sus recursos a la codicia estadounidense, cuya voracidad es proverbial. Más peor: el galardón de Corina no tardará en convertirse en milagrosa reliquia de la religión MAGA, para reforzar su nefasta evangelización en Sudamérica. El ídolo ultraderechista se desmorona. Imposible encubrir su decadencia. En Perú, destituyen a la no grata Dina Boluarte, y aunque el remedio no cura ni un catarro, sí corresponde al descontento popular generalizado. No está menos incómodo el régimen del gringo Daniel Noboa en Ecuador; el inocuo y peñascoso atentado en su contra ilustra que no tiene apoyo popular. Ni hablar de Javier Milei, el “rock star” de migajón y caniche de Trump, a quien los argentinos sazonan con insultos cada vez que aparece en público. La visión es clara y amplia: gobiernos rechazados por los ciudadanos. Cuidado, porque con la tutela descarada de Washington, tan sólo por imitación se propone una solución devastadora: militarización abierta o mal disfrazada en contra de los ciudadanos. Igual que en la “Pax Augusta” de Octavio: la ejecución sumaria de la democracia.



