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Por Joaquín Hurtado

Para Alejandra Rangel y María Zebadúa

A veces me pregunto qué habría sido de la vida cultural —y de nuestras propias vidas, atravesadas por la urgencia del sida— sin la aparición de Conarte. Antes de 1995 caminábamos a tientas por un paisaje cultural disperso, acomodado en sus privilegios, vigilado por unos cuantos apellidos y sostenido por estructuras tan rígidas que el aire mismo parecía coagularse en sus pasillos.

Éramos activistas en una ciudad que no quería oírnos: hijos de un tiempo en el que la cultura era barniz del poder, sala exclusiva, mesa con el mantel siempre reservado. Teníamos pocos frentes de batalla y mucha terquedad. Por eso, cuando nació Conarte, no lo vimos como un simple organismo, sino como un resquicio luminoso en el muro de la ultraderecha local: un pequeño ágora donde cada gesto creativo podía convertirse en acto político.

El sida se combatía también con voces prestadas: artistas, intelectuales, académicos y figuras públicas que se atrevieron a nombrar lo innombrable y a enfrentar leyes y discursos que querían devolver a Monterrey a la obediencia cultural. La censura rondaba como una sombra antigua; se oía en los alcaldes, los empresarios, los rectores. En esas bocas que dictaban lo decible.

Y de pronto, Conarte. Recién creado, todavía incierto, pero ya respirando con autonomía. No solo tendió puentes: derrumbó muros. Trazó caminos entre la alta cultura y la cultura popular, entre lo local y lo universal, entre lo íntimo y lo político. Ofreció una alternativa horizontal en una ciudad acostumbrada a una cultura piramidal, ornamental, diseñada para el lucimiento de la élite.

Treinta años después, la nostalgia devuelve el latido de aquellos días: el cansancio feliz, las luchas mal dormidas, la sensación de estar empujando el reloj humanista de Monterrey hacia una hora más justa. No fue sencillo abrir grietas en la arrogancia cervecera, futbolera, antiintelectual; ese olor a res chamuscada que aún gobierna buena parte de los hábitos culturales del regiomontano promedio.

Mi Conarte estaba en manos de una dirigencia que no temía. Defendía a los gremios como si en ello se le fuera la vida. Fue un refugio en la batalla por la libertad de expresión; un escudo contra el panismo de cripta que pretendía devolver la cultura al silencio. Edificó infraestructura, creó públicos, publicó libros improbables, sembró pluralidad y transparentó decisiones que antes se tomaban en cuartos cerrados. Sus frutos siguen dando sombra, aunque hoy algunos políticos los presuman sin haberlos cultivado.

La Derecha local, vieja en sus rencores, nunca vio con buenos ojos esos vientos nuevos. Intentó presionar, cercar, domesticar. Pero en aquel Conarte el embate fracasó. La lucha ideológica fue a ratos susurrada, a ratos feroz. Aprendimos a no claudicar.

Y entendimos algo más: los enemigos de la cultura no siempre son personas. Son fuerzas que erosionan, silenciosas y persistentes, la posibilidad de crear, pensar y disentir.

Ahí siguen:
 la precarización de los artistas;
 la burocracia convertida en política cultural;
 el entretenimiento masivo reemplazando la imaginación;
 la polarización y su odio a lo distinto;
 los recortes presupuestales;
 la idea de que la cultura es un lujo;
 el abandono de la memoria;
 la indiferencia social.

Quizá el peor enemigo sea ese último: cuando la cultura deja de importar, todos los demás avanzan sin resistencia.

Por eso vuelvo a mi Conarte, a la memoria de lo que fuimos capaces de hacer cuando creíamos, tercamente, que la cultura podía cambiar el pulso de una ciudad. Y todavía lo creo.

(Monterrey, México, 1961. Premio Nuevo León de Literatura 2006. Cronista urbano. Ha publicado los libros: Guerreros y otros marginales, Ruta periférica, Laredo song, Crónica Sero,  La dama sonámbula, Los privilegios del monstruo, Vuelta prohibida (obra reunida en dos tomos), Teorema del equívoco, La estructura de Andrómeda, La luna es un tiburón. Creador de plástica amateur. Participa en la defensa de los derechos de las minorías sexuales y personas con vih/sida. Viajero incansable, padece deficiencia renal y colitis crónica. Ama los mapas de ciudades perdidas, ver el mundo a través de la poesía y comer en mercados rodantes.)

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// Joaquín Hurtado

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Autor: lostubos
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