Por Eloy Garza González.
Ayer murió el gran crítico literario Harold Bloom a los 89 años. Fue un teórico controvertido, polémico, cuyos ensayos nos sirvieron, a muchos estudiantes de letras, como lectura paralela mientras leíamos las grandes obras de la literatura universal a partir de un marco conceptual abierto, como nos proponía Bloom.
En los diarios de Adolfo Bioy Casares hay una anécdota muy graciosa. Narra una cena entre muchas con Jorge Luis Borges. Medio aburrido, Bioy le dice a su amigo que desde Pío Baroja en adelante no se había vuelto a escribir en España una buena novela. De inmediato Borges le responde: “tampoco antes, tampoco mientras”.
Algo similar pensaba Harold Bloom de la novela latinoamericana. No nos guardaba buena estima. Quizá por su ignorancia del idioma español (que lo hacía asociar ridículamente a Borges con Alejo Carpentier), quizá por un menosprecio a la literatura que no fuera inglesa, norteamericana o francesa (de la italiana sólo veneró realmente a Dante), Bloom dedicó a García Márquez apenas unos breves apuntes de compromiso. A Vargas Llosa lo ignoró olímpicamente. No se diga a las grandes escritoras de América Latina como Elena Garro.
Sin embargo, pese a su extensa bibliografía, ningún libro de teoría literaria de Bloom le llega a los talones a “El arco y la lira” de Octavio Paz, a quien, creo, le tributó siempre una especie de envidia soterrada. Bloom ni siquiera pudo competir como teórico con la obra principal de teoría literaria de Tomás Segovia: “Poética y profética”.
Como crítico de la literatura, Harold Bloom estuvo por debajo de la crítica literaria que se publicó en México durante el siglo XX. Esto porque Bloom era notable más bien en las carreras de corto aliento: estudiaba a un autor con pocos trazos, con un par de brochazos que llegaban a ser magistrales, eso sí. Pero aún la obra que dedicó a autores como Shakespeare, son en todo caso apuntes sobre piezas teatrales sueltas (ni siquiera todas), no visiones de conjunto. Cuando Bloom hacía sociología, decía extravagancias.
¿Qué nos queda entonces de Harold Bloom? Un iluminado pintor de singularidades. Leyéndolo, a mí me contagió su admiración por un escritor vivo que comienza a ser olvidado por los lectores, pero que, como Bloom, lo catalogo como el único genio de nuestra época: Cormac McCarthy.
Por otra parte, desde su cubículo en la Universidad de Yale, Bloom se peleó con feministas, marxistas, multiculturalistas y críticos de literatura que no valoraban una novela o un cuento por su valor intrínseco, sino por razones extraliterarias.
Casi siempre Bloom estaba en lo correcto. ¿Por qué una novela es mejor que otra? ¿Por qué Borges es mejor que Pérez-Reverte? ¿O Rulfo mejor que Luis Spota? Porque responden a un sistema de valores que conforman un canon.
Este sistema al que alude Bloom sirve para discernir y diferenciar lo bueno de lo mediocre y lo muy bueno de lo excelente. En estos años en los que predomina la simple crítica “impresionista” (de puro gusto personal), el riguroso Bloom nos hará falta a los amantes de la gran literatura. Descanse en paz.