A Jorge Ramos lo aprecio personalmente y lo respeto en lo profesional desde hace muchos años, cuando comenzó en lo que se llamaba 60 minutos aquí en la televisión de México. En el más de un cuarto de siglo que lleva al frente del más importante noticiario de los Estados Unidos de la televisión en castellano, Jorge se ha transformado en la más distinguida personalidad de la comunidad hispanoparlante, gracias a la evolución de Spanish International Network, que, hoy por hoy, es un jugador de grandes ligas de la comunicación al haberse transformado en Univision. Ramos ha evolucionado de destacado comunicador a notable agitador social y promotor de causas tan nobles como la hispanidad, la mexicanidad, las minorías, los oprimidos y, finalmente, la libertad de expresión y la democracia.
Hay que decir que a ese papel de activista ha sido empujado en gran parte por los intolerantes que por el mundo de la política andan. No se nos puede olvidar que, no hace mucho, el presidente Donald Trump mandó sacar por la fuerza a Jorge Ramos de una conferencia de prensa porque no le gustaba la pregunta que le comenzaba a formular, precisamente en torno a la comunidad hispana.
Ahora le tocó el turno a Nicolás Maduro, otro personaje de la zoología política de nuestro continente. Después de haber aceptado darle una entrevista a la cadena y a Jorge, el dictadorzuelo mandó por el informador y su equipo y lo hizo instalar en un salón del Palacio de Miraflores en Caracas. Se sentaron frente a frente al lado de una mesita y con un ventanal enorme viendo a un jardín de la residencia presidencial. Transcurrió poco más de quince minutos de una ríspida entrevista pactada para durar dos horas. En ese momento, Jorge sacó su teléfono celular y le hizo ver al sátrapa imágenes que había grabado en las calles de Caracas. En ellas, tres jóvenes expurgaban en un camión recolector de basura buscando algo rescatable para comer.
Fue ahí que Maduro perdió los estribos, trató de cubrir con sus manos las imágenes del adminículo, se levantó de la silla y se marchó dando por terminada la entrevista. Antes de salir ordenó que arrestaran al comunicador y sus acompañantes. A ellos les fueron decomisadas sus herramientas de trabajo: cámaras, micrófonos, lámparas, teléfonos celulares y otros chunches; lo más importante, se les decomisó su contenido, aparentemente en su totalidad. Jorge y su productora fueron encerrados en una habitación a oscuras. Dos horas después, cuando ya no podían quitarles más, los dejaron ir a su hotel. Por la noche, abordaron un avión a Miami expulsados por un gobierno que se atreve a llamarse bolivariano, para vergüenza del prócer.
Pudo haber sido el conductor de noticias de la televisión rusa o afgana, panameña o de Gran Bretaña: la irritación es, sin embargo, mayor por ser un periodista mexicano. Es comprensible que, aun conociendo el perfil de Jorge Ramos, Maduro haya aceptado ser entrevistado por él. En su fanfarronería creyó ver una oportunidad para enviar su mensaje a una comunidad tan importante como la hispanoparlante de los Estados Unidos, pensando que sería más hábil que su entrevistador. O bien, sus asesores le informaron mal o cayó, como suelen tantos gobernantes de este subcontinente, en pecado de soberbia. Maduro hizo de Jorge Ramos, una vez más, víctima de regímenes autoritarios como el de Trump o represores como el de Venezuela. Y, desde luego, ya no quiere que le mencionen el nombre del periodista por un buen tiempo.