Por Eloy Garza González
Fui alumno en el posgrado de Letras en la UNAM del director de teatro José Luis Ibáñez. Desde entonces lo admiré y lo estimé en partes iguales. Hoy murió y su partida me pesa profundamente. Ibáñez fue un dandi intelectual que se complacía en exhibir su brillantez con un genio de los mil diablos. Sin embargo, su brillantez era genuina. Fue premiado por la crítica especializada por “Mame” (1973) y “El Vestidor” (1984) y me consta que el propio Mario Vargas Llosa lo reconoció como el director de teatro que mejor ha montado sus obras dramáticas en cualquier idioma, en cualquier país, comenzando por “La Señorita de Tacna”, protagonizada por la gran actriz (cuando se lo propone) Silvia Pinal, y a quien Ibáñez logró sacar lo mejor de sí de una manera sólo comparable a cuando la dirigía ese monstruo del cine llamado Luis Buñuel.
Además de estupendo director, José Luis Ibáñez fue también un notable expositor: en una misma sesión universitaria pasaba de hablar sobre literatura del Siglo de Oro a explicar las dificultades técnicas que afrontó al montar en Bellas Artes la ópera “La Traviata”.
Recuerdo que una vez le expuse a Ibáñez mi tesis sobre el género del esperpento que inventó el novelista español Ramón María del Valle-Inclán. Y como por arte de magia, Ibáñez me improvisó en uno de los jardines de la UNAM una cátedra de más de una hora sobre la influencia que tuvieron en el esperpento de Valle-Inclán los entremeses de Miguel de Cervantes y, sobre todo, el género teatral denominado sainete, mejor conocido como género chico o “tragedia grotesca”, que es la manera como bautizó el comediógrafo Carlos Arniches a sus obras satíricas.
Mucho de los enredos ridículamente melodramáticos y los giros tragicómicos en las telenovelas mexicanas y algunas series de televisión, no son más que pálidos reflejos de las “tragedias grotescas” de Carlos Arniches, sin olvidar el actual cine de comedia.
Las dificultades del montaje teatral fue materia principal para Ibáñez, tema desatendido por los programas de estudios superiores. Es comprensible: analizar en un aula universitaria el montaje de una de las obras del teatro imposible de Lorca (por ejemplo, “El paseo de Buster Keaton”), o de las obras de Valle Inclán que él mismo calificó de “irrepresentables” (por ejemplo, “Divinas palabras”), exige de cualquier maestro universitario lo mismo erudición rigurosa que experiencia en la práctica teatral. Y ambas cosas no las posee casi nadie en el ámbito mexicano a excepción de mi llorado maestro Ibáñez. En la manera de resolver el montaje de una obra de teatro reside el verdadero sentido etimológico de la palabra pragmatismo, es decir, poner en práctica una idea o una creación ficticia para fruición del público.
Ibáñez fue un tanto relegado por el establishment académico de México dada su manía de cuestionar fieramente a las autoridades del canon cultural y literario nacional. No dejaba títere con cabeza cuando se trataba de defender la libre creación artística. Ya en los lejanos años 50 defendió a un joven Octavio Paz en contra de los “dramaturgos oficiales mexicanos” cuando trataron de linchar al poeta por osar incursionar como autor de teatro amateur con «La Hija de Rappaccini» (obra que el propio Ibáñez estrenó en 1955).
Décadas más tarde, Ibáñez volvió a ponerse los guantes en contra de los “dramaturgos oficiales” para defender nada menos que a Carlos Fuentes (su amigo del alma) y a Mario Vargas Llosa con su obra “La Señorita de Tacna”. En aquel entonces (los 80) la crítica teatral acusaban al ahora Premio Nobel de ser un buen novelista pero no un hombre de teatro. Con espíritu transgresor, pero de manera rigurosa, Ibáñez cuestionó todo conocimiento oficial aprendido, echando mano tanto de la crítica como de la tolerancia, dos valores heredados de la modernidad que el maestro Ibáñez montó en escena y en las aulas universitarias con gran talento y genuina brillantez. Fue un privilegio, un verdadero lujo para quienes fuimos sus alumnos, compartir con él un buen trecho de nuestra vida. Descansa en paz, maestro Ibáñez.