Por Carlos Chavarría
A partir de los llamados pactos para la estabilidad económica que fueron obligados por el FMI como estrategia para detener la espiral inflacionaria durante el sexenio de Miguel de la Madrid, como condición para renegociar la abultada deuda externa mexicana, se adoptó en nuestro país el anclaje de los salarios, la apertura comercial y la reducción del sector paraestatal, como medidas para reprimir la demanda y así obligar a la retracción de los precios en general.
Hoy que se cuestiona la insuficiencia de las pensiones por vejez, es muy importante meter en el análisis a la política salarial, habida cuenta de que el fondeo de los sistemas de pensiones en México se calcula mediante una función de los salarios.
La política salarial, aunque no esté escrita como tal para todo el país, existe y la dictan las cúpulas empresariales y el gobierno federal, principales empleadores de tipo formal, aunque los trabajadores “auto empleados” e informales representan el componente mayor de la economía en nuestro país.
La política salarial es una “guía” que determina el monto de los salarios a pagar que en la realidad poco tiene que ver con los principios macroeconómicos y cualquier tipo de análisis del valor del trabajo.
Debido a las dificultades inherentes para abrir y compartir la información de los salarios y de la productividad, además de ser el más grande empleador, el sector público mexicano utiliza criterios que poco tienen que ver con la productividad para la determinación salarial y mucho con las restricciones presupuestales y el maniobreo político.
De hecho buena parte de los ingresos por multas, recargos y derechos de los gobiernos se calculaban como un múltiplo de los salarios mínimos, lo que ocasionaba serias presiones en las finanzas públicas. A partir de la pasada administración se terminó casi por completo esa vinculación, situación que por otro lado es una tácita confirmación de la política salarial depresiva.
Si algún mercado se encuentra distorsionado es el laboral, donde la movilidad salarial se encuentra determinada por reglas anacrónicas y contra económicas que no están sustentadas en la productividad y la capacidad de cada trabajador, sino en la estabilidad relativa o la mal llamada paz laboral, así como mantener la falsa “competitividad” de la mano de obra mexicana.
Las organizaciones que concentran y analizan comparativamente información económica de los países como la OECD, no incluyen en sus reportes indicadores detallados acerca de la mano de obra para el caso de México, pero en general en los países miembros de la OECD se concluye que desde la crisis de 2007 existe un desacoplamiento entre crecimiento salarial y productividad, que debe ser la base para determinar los salarios.
En el caso de México, como ya mencionamos antes, desde la crisis de los 80´s del siglo pasado los salarios se anclaron a la inflación con la intención de mantener a la demanda deprimida. No en balde los socios comerciales en el T-MEC, EEUU y Canadá, obligaron a que México incluyera estatutos de verificación del cumplimiento real de algunos compromisos en materia laboral por parte de nuestro país en algunas ramas económicas de su interés.
De acuerdo con cifras de la OIT (www.ilo.org/shinyapps/bulkexplorer50/?lang=en&segment=indicator&id=SDG_1041_NOC_RT_A), en el período comprendido entre 2004 y el 2017, la participación de los salarios como proporción del PIB cayó de 38.7 a 34.6.
Todos los aparatos y sistemas que se fondean a partir de factores salariales, que no están acoplados a la productividad, como son las pensiones y el sistema de salud, son prueba de los efectos nefastos de la aplicación de una política salarial dictada desde las abultadas y deformes cuentas públicas, pero nadie quiere hablar de ello.
Todos los planes de crecimiento económico o desarrollo pasan por enderezar la política salarial y crear los incentivos para la inserción y la movilidad social.